martes, 13 de diciembre de 2016

Del Capítulo 4 de la I Parte

Hendrick se encontraba de vuelta en su estudio de la Groenerei. Como de costumbre, no había conseguido vender nada, tan sólo había ganado estropear varias de sus tablas por causa del aguacero. Odiaba esa ciudad y aborrecía su clima. Odiaba el gris del cielo y el tono pardusco y opaco de los edificios. Soñaba con viajar, pero no tenía la determinación suficiente como para enrolarse en uno de los buques españoles que iban a hacer las Américas. Aquello sí que debía de ser otro mundo: hablaban de interminables días de sol, exuberante vegetación, frutas exóticas, mares cristalinos de aguas templadas, hermosas mujeres… El paraíso en la tierra, como ya lo había oído describir alguna vez. Y, sin embargo, allí estaba él, empapado en lluvia y descontento, con un montón de tablillas de las que no conseguía deshacerse. Tenía la paleta en la mano y una de las obras estropeadas en el caballete de madera. Mezclaba amarillo, azul y ocre para conseguir un verde caqui con el que retocar el manto del personaje principal de la composición. Odiaba también ese cuadro. Y todos los demás. Sabía que tenía talento, pero no le gustaba lo que pintaba, así que, con un gesto de desagrado, cambió de obra. Quitó el retrato del curtidor y colocó su pintura predilecta, podría decirse que la única que realmente le gustaba. La cabra danzante con el arpa entre las pezuñas. «Esto sí es una obra maestra», pensó. Y se dedicó largo rato a retocar las luces y los contrastes, la sonrisa espeluznante de la bestia y los destellos del arpa dorada. «Perfecto», se dijo al fin, y se dispuso a recoger sus enseres.

En ésas estaba cuando llamaron a la puerta. Era Marten, su grasiento compañero de tragos. Extrañado, entornó la puerta. «¿Qué quieres?» Fue su seca pregunta, y el gesto de desaprobación de su cara dejaba bien claro que no estaba acostumbrado a recibir visitas. De hecho, nunca antes había entrado nadie en aquella casa desde que se trasladó a la ciudad. «¿Cómo te atreves a venir así? Nunca te he dicho dónde vivo» - pero el gordo no estaba de humor para reproches, estaba impaciente y tenía algo importante de lo que hablar. Se asomaba insistente al interior de la estancia, intentando entrever algo a través de la ranura de la puerta. «Vamos hombre, es importante, ¡déjame pasar!». Con recelo, Hendrick abrió la puerta de su casa a alguien por vez primera. Marten accedió así a una pequeña estancia de apenas un par de metros cuadrados. Un minúsculo recibidor oscuro y de paredes mugrientas que facilitaba el paso a la habitación principal y única de la vivienda. Estaba situada en lo alto de la escalera de una comunidad de vecinos, por lo que gozaba de amplia luz. «Espera aquí un momento, Marten», y Hendrick se afanó en ocultar con un lienzo los dos cuadros en los que había estado trabajando. «Puedes pasar, pero espero que seas rápido». Marten dio un paso al interior de la habitación, donde un jergón de paja tirado sobre el suelo de cualquier manera pedía a gritos un poco de calor humano. Había un amplio ventanal que daba al canal y un viejo caballete ocupaba un lugar privilegiado en el ángulo mejor iluminado del cuartucho. El suelo estaba salpicado casi en su totalidad por manchas de pintura, resultado de la fabricación artesanal de las mismas en cualquier esquina. Incluso las mantas estaban manchadas del tinte. Las tablillas se apilaban contra las paredes y encima de resquebrajadas cajas de madera que contenían quién sabe qué cantidad de objetos inútiles. Todo estaba desordenado y sucio. No había armario, sí una mesa pequeña en un rincón, y una única silla. Realmente, Hendrick detestaba las visitas. Haciendo las veces de hogar había también un hornillo de carbón sobre el que reposaba una cacerola manchada con restos de comida y una cuchara sucia. Todo un festín para las hormigas, que ascendían por un lateral. A su lado, una palangana metálica servía de bañera, fregadero, pila... Por los ventanales entraba una luz cansada que parecía no querer hacer su trabajo. No tardaría en hacerse de noche.

- ¿Vas a decirme qué es eso tan importante como para creerte con derecho a entrar en mi casa?
Marten no respondió, sino que le tendió una cuartilla de papel. Era un escrito del gobernador del condado de Flandes, en la que se penaba con firmeza el ejercicio de la brujería, magia negra y cualquier otro tipo de adoración a Satán. «Se perseguirá por hereje y castigará con la muerte en la hoguera» -decía- «a cualquier persona que adore a Satanás mediante la práctica de rituales de magia negra o brujería».
- Es un comunicado urgente del gobernador. Es por los rumores, lo que te conté. La gente tiene miedo, sobre todo después de lo que le sucedió al pobre Pieter. No puede ser casualidad que Cornelius hallara restos de uno de esos rituales en su tumba al día siguiente del entierro. La tierra estaba removida y por todo el lugar merodeaban gatos negros. Uno de ellos llegó incluso a atacar al viejo cuando se acercó a mirar más de cerca. Todo esto me pinta mal...
- Vaya, - Hendrick miraba pensativo el trozo de papel amarillento, la tinta corrida por la lluvia- no lo sabía. Pues parece que las autoridades no son mucho más sabias que el pueblo llano e inculto de por aquí; ¡mira que tomarse tantas molestias por unos meros chismes! -miraba serio a Marten-. No deberías hacer caso de todo lo que oyes por ahí, gordo. Además, ya sabes cómo son esos españoles, con su religión, sus supersticiones y su obsesión por el pecado. El viejo Cornelius está demasiado cansado y demasiado chocho como para saber lo que realmente vio. Seguramente se dejó la tumba a medio tapar y fin del misterio. Las gentes de esta ciudad están ansiosas por oír algo nuevo, cansadas como están de sus desgraciadas y aburridas vidas. Así que ahora, vete -le espetó, mientras dejaba caer la cuartilla de papel con desprecio sobre el sucio suelo del cuarto.
- Como quieras, Hendrick, pero deberías ser un poco más temeroso de aquello que no conoces. Tu arrogancia podría jugarte una mala pasada. Después de todo, en esta ciudad vivimos muchos de ésos a los que gustas llamar ignorantes.

Marten se fue maldiciendo entre dientes. Hendrick cerró la puerta de mal humor y escuchó cómo sus pasos se alejaban escaleras abajo. La cuartilla de papel continuaba en el suelo. La cogió con cuidado y la leyó una vez más. Le parecía increíble tanto escándalo por una simple muerte, cada día había decenas de ellas. Uno iba caminando por la calle y la muerte salía a su encuentro: harapientos mendigos morían cada día de frío en los callejones malolientes de orines de la ciudad, vecinos de toda la vida caían víctimas de enfermedades sin curación, por no hablar de los soldados que luchaban en el frente contra los españoles que los doblegaban. Y ahora, por la muerte de un simple curtidor, se armaba todo este revuelo. «La gente ya no sabe de qué hablar», pensó. La dobló por la mitad y la rompió con cuidado, arrojándola después a las cenizas del horno. «¡Maldición, si no me apresuro llegaré tarde!». Hendrick tenía una cita justo al atardecer, y a esas horas el sol ya se ocultaba, impaciente, tras el horizonte. El pintor se enfundó su chaqueta de cuero, se colocó el sombrero y bajó rápidamente los escalones de dos en dos. Afuera, en la calle, la luz menguante del sol difuminaba las formas y transformaba los objetos y edificios en sombras amenazantes y seres de tinieblas. La noche caía sobre la ciudad de Brujas.

Caminaba solo, bajo un cielo oscuro, sin estrellas, el cuello de la chaqueta tapando su rostro y el sombrero calado hasta las cejas. Llegó a la muralla de la ciudad con el último atisbo de luz y tuvo que gritar para que lo dejaran salir, pues estaban ya cerrando las puertas. Una vez fuera, se dirigió con paso ligero hacia el antiguo puerto del río Zwin, una zona prácticamente abandonada por el desuso. Tuvo que dar un rodeo a lo largo de la muralla de la ciudad, ya que ésta se encontraba al otro lado. El panorama que se abría ante él fuera de los límites de Brujas era desolador. El alumbrado público, de por sí pobre, no llegaba hasta aquella zona, ya que se encontraba fuera de los límites de la ciudad. Apenas quedaban algunas naves de ladrillo rojizo, utilizadas en tiempos más prósperos como almacenes de mercancías, y que ahora, invadidas por la maleza y pobladas por bestias salvajes, eran testimonio mudo de la decadencia.

En esa noche sin luna, Hendrick se guiaba por su conocimiento de la zona para llegar a su destino entre las naves abandonadas. Tras caminar a ciegas durante algunos minutos alcanzó el lugar concretado. Entonces encendió un fósforo. Había llegado tarde y esperaba que eso no entorpeciera el encuentro, aunque no podía estar seguro de que su contacto siguiera allí. Hacía un frío de mil demonios y la humedad penetraba hasta el tuétano. Esperó en la oscuridad durante unos minutos que se le hicieron eternos. Con ese frío no le habría ido nada mal un trago bien fuerte. De pronto, escuchó unos pasos en la oscuridad, el sonido sordo de unos zapatos contra el empedrado. Se sintió aliviado. Encendió otra cerilla para indicar de nuevo su posición y en el halo de luz vio la silueta de un hombre alto y fuerte acercarse desde el fondo del callejón. La llama se extinguió, pero el hombre ya había llegado hasta donde él se encontraba y en ese momento encendía un candil de aceite. Una llama discreta iluminó los rostros de los dos hombres.

- Llegas tarde, ¿todo en orden? -preguntó aquel individuo- ¿Has venido solo?
- Sí. Todo dispuesto para la operación de la próxima semana. He cumplido con mi parte del trabajo.
- Muy bien, sígueme.

Hendrick echó a andar detrás de él. Desconocía el nombre de su contacto, al que no había visto nunca antes de esa noche. Las cosas eran siempre así, los hombres cambiaban con cada trabajo para evitar que Hendrick pudiera reconocerlos o relacionarlos entre sí. Así no podría delatar a nadie. Para este encargo habían elegido a un marino de aspecto tosco y poco amigable. Lucía una poblada barba para ocultar un labio leporino que le daba un aire todavía más hostil. Vestía un abrigo negro, largo hasta las rodillas, botas y gorro de lana. No lo volvería a ver, pero si se daba el caso estaba seguro de que no lo reconocería. Había muchos hombres de aspecto similar en Brujas y en la oscuridad de esa noche sin luna resultaba prácticamente imposible apreciar los rasgos de su rostro con precisión. Sin embargo, ahora se fijaba en que al caminar cojeaba ligeramente de la pierna izquierda. Grabó el detalle en su memoria, no hay que fiarse de personas que se citan al amparo de la oscuridad de la noche para hacer negocios turbios. Nunca se sabe en qué momento pueden dejar de precisar tus servicios. Caminaban en silencio, alejándose de las naves del antiguo puerto fluvial. Hoy día, el río era apenas una ciénaga, un fantasma de su esplendor pasado, cuando dotó a la ciudad de Brujas de prosperidad al desposarla con el mar. Se adentraban en un bosquecillo, después de atravesar los campos de labranza y las granjas que rodeaban la ciudad. Habían caminado durante una media hora y seguían sin llegar a su destino. Hendrick estaba inquieto, el frío que le entumecía los miembros apenas remitía con la caminata y la humedad de la noche se abrazaba a su chaqueta de cuero, sobre la que resbalaban gotas de rocío condensado.

El camino que se abría ante ellos y que se adentraba en el bosquecillo era estrecho y poco frecuentado, ya que las malas hierbas llegaban a la altura de las rodillas. Estaba lleno de socavones y charcos, y en más de una ocasión estuvo a punto de perder el equilibrio al meter el pie en uno de ellos. Al igual que sucediera con los contactos, el lugar de encuentro variaba para evitar así un posible chivatazo, y esa noche era la primera vez que Hendrick encaminaba ese pequeño sendero entre los altos árboles del bosquecillo. No sabía cuánto tiempo había caminado, pero finalmente vio una luz procedente de algún lugar situado a su derecha, entre la vegetación. El hombre de la barba se volvió hacia él y con un gesto de la cabeza le indicó que ya habían llegado. El último tramo fue más sencillo y el pintor comprobó que la luz provenía de un refugio de leñadores. Una vez dentro se quitó con alivio la chaqueta al sentir en el rostro el calor de la chimenea encendida, colgándola en el respaldo de una silla para que se secara. La estancia era pequeña, pensada para una persona, a lo sumo dos, que no pasaría allí más que unos días. Había una chimenea, una mesa de madera y un camastro. Sobre las llamas colgaba un perol en el que hervía un líquido cuyo olor incitaba a todo, menos a probarlo. Alrededor de la mesa, tres sillas, en una de las cuales se sentaba un hombre al que Hendrick sí que conocía de otras veces. Era su cliente, su socio, o quizá ninguna de las dos cosas. Sin embargo, no sabía cómo dar con él, aunque lo necesitara; era él el que siempre lo buscaba y concertaba las citas. Toda precaución era poca en ese negocio. El hombre del labio leporino dejó el candil sobre la mesa y lo apagó. Las cortinas de la única ventana estaban echadas, con el fin impedir que la luz se viera desde el exterior. El tipo del candil se sentó junto a su jefe y no dijo nada, su tarea era llevarlo hasta allí, y, llegado el caso, acompañarlo de vuelta a la entrada del camino. Se sacó una botella de cerveza del abrigo y empezó a beber en silencio. Entonces, el otro hombre empezó a hablar.

- Has llegado tarde.
- Lo sé, un conocido vino a mi casa de improviso y tuve que deshacerme de él.
- No sabrá nada, ¿no? Supongo que tendrías la mercancía bien oculta, ya conoces las consecuencias de una traición y no creo tener que recordártelas.
- No se preocupe, venía por una cuartilla que han pegado por toda la ciudad condenando la práctica de la magia negra y la adoración al diablo. Miedos tontos de incultos supersticiosos, nada grave. Lo despaché rápido, pero, así y todo, me retrasó. No volverá a pasar.
- Claro que no, porque la próxima vez mis hombres no te esperarán y será la última vez que hagamos tratos contigo, ¿ha quedado claro?
- Muy claro, jefe.
- Muy bien, entonces estamos de acuerdo en eso. Te encargamos tres tablas, tablas que te proporcionamos y que debes haber terminado ya. Supongo que sabes que estás aquí para concertar el día y el lugar en el que se realizará la entrega.
- Lo sé. Usted dígame dónde y cuándo y allí estaré.
- Buen chico. La operación tendrá lugar la próxima noche de luna llena, en el puente de Ezel, a la medianoche exacta. Que acuda tu socio. Solo.
- Señor -Hendrick vaciló un momento antes de responder-, preferiría acudir yo mismo.
- Nada de eso, ya te has saltado el protocolo viniendo tú esta noche en su lugar. No me gusta tratar directamente con el artista. Lo sabes, y por eso esta será la última vez. Después de esta noche no volveremos a vernos. Las normas son claras: siempre a través de intermediarios. ¿Alguna pregunta?
- No, señor, se hará como usted ha dicho.

Tras este breve intercambio de frases, el marino cojo del abrigo hasta los pies se levantó y se dirigió a la puerta. Hendrick lo imitó. No hubo despedida; el jefe, un hombre de constitución flaca y manos huesudas cuyo rostro quedaba oculto por un sombrero de ala ancha, estaba ya inmerso en otros asuntos. Ojeaba con atención una serie de documentos dispersos sobre la mesa. El cojo y él caminaron por el bosque, deshaciendo el camino andado hacía apenas unos minutos, y cuando llegaron a las lindes, el marino se detuvo. No dijo nada, pero estaba claro que su compañía acababa ahí. Hendrick lo miró un instante. Imposible ver su cara, ni una señal que lo identificase más tarde. Así que comenzó a andar en dirección a la ciudad; tendría que dormir al raso, a la espera de que las puertas de la muralla abrieran para no levantar sospechas. El cojo no se movió de su posición a la entrada del sendero hasta que le quedó claro que el pintor no tenía intención de volver a fisgonear por allí.


Largo rato después del alba, Hendrick se encontraba en su cuarto alquilado de la Groenerei, tumbado sobre el incómodo camastro, sin poder conciliar el sueño. Se había metido en un buen lío. A ver cómo diantres conseguiría que su socio acudiera a la cita la próxima luna llena, para la que, para mayor desgracia, tan sólo quedaban quince días.

martes, 22 de noviembre de 2016

Del capítulo 3 de la I Parte

Ese día amaneció más gris de lo acostumbrado para la pequeña Annetje. Debía ir al mercado, pero decidió remolonear un poco en la cama. La habitación estaba helada y no le apetecía nada salir de entre las cálidas mantas. Además, no tenía ánimos de nada; sentía una pena muy honda que la tenía contrariada. Nunca antes en su joven vida había sufrido la pérdida de un ser querido. Podía decirse que, hasta ese momento, había llevado una infancia feliz. Si bien su familia era humilde, nunca le había faltado un plato que llevarse a la boca. Sus padres habían sido siempre atentos y amables con ella e incluso disponía de una cama propia en el dormitorio principal. Además, como todos los niños de la época, gozaba de amplia libertad para entrar y salir de la casa a su antojo. Una vez acabadas sus labores domésticas, Madre le permitía darse largos paseos por el pueblo hasta el anochecer. Acudía a la parroquia con regularidad, donde estaba aprendiendo a leer, y tenía algunas compañeras con las que había entablado amistad y con las que solía deambular por la ciudad, observando a los adultos, tan enigmáticos y lejanos para ellas.

Su ruta favorita las llevaba desde su casa en la Kruitenbergstraat hasta el Lago del Amor, donde se detenían a menudo a contemplar el reflejo de los árboles y los paseantes sobre las aguas oscuras y tranquilas del lago. A su alrededor se extendía un parque donde crecían pinos y robles centenarios, entre los que se perdían las jóvenes parejas de prometidos para pasear los domingos por la mañana. Era su rincón encantado de la ciudad; parecía como si los edificios quedasen engullidos por la vegetación. Eso le permitía evadirse mejor en sus cuentos de hadas. Le gustaba sentarse en el borde del agua y dejar volar su imaginación: soñaba despierta que viajaba a lejanos mundos de aguas claras y cielos azules, cuyos habitantes se asemejaban a pequeñas figurillas de fino cristal de colores y donde en lugar de una luna, había tres. Eso permitía que siempre hubiera una que estuviera llena; y es que, a pesar de las supersticiones sobre las noches de luna llena, con sus hombres lobo y sus vampiros, a ella le encantaban. Solía ensimismarse, mirándola por la ventana. Le parecía entrever un rostro entre los cráteres de su superficie. Un rostro triste, además. Y ella le hablaba y le cantaba para que no se sintiera sola, pues Annetje sabía bien que ése era el motivo de que estuviera tan apenada, su soledad en medio de la cúpula negra del cielo nocturno.

Ese día, sin embargo, parecía que toda la magia del mundo se hubiese desvanecido, como los reflejos en el agua cuando Annetje arrojaba piedras al lago. Aquella fría mañana de febrero no tenía el cuerpo para cuentos de hadas, así que continuó metida en la cama con las mantas tapándole la nariz, asomando tan sólo los ojos. Miraba fijamente el techo de la habitación. Las manchas de humedad de las esquinas, territorio de las arañas, dibujaban extrañas siluetas. Las ajadas vigas de madera crujían cuando el viento soplaba con fuerza. y, a menudo, este ruido le impedía conciliar el sueño por la noche; sonaba como los pasos de seres de otros mundos, tenebrosos y malvados.

A medio día, su estómago se quejó lastimero y se levantó, extrañada de que Madre no la hubiese llamado. Dobló su camisón de lana recia y lo guardó en el arcón de madera situado a los pies de la cama grande. Hizo la suya torpemente, sus cortos bracitos todavía no llegaban bien a los extremos. No obstante, quedó satisfecha con el resultado, le gustaba ayudar a Madre en lo que podía. La casa estaba inquietantemente tranquila esa mañana. Salió del cuarto despacio, casi de puntillas. No se atrevía a romper el denso silencio. Además del dormitorio, estaban la cocina y el desván, cuya puerta estaba siempre cerrada con llave. Madre solía decir que allá arriba estaban los recuerdos de otras épocas y que los niños no deben andar husmeando en el pasado. Por eso, Annetjie nunca había subido. De todas maneras, aunque hubiese tenido la oportunidad, tampoco lo habría hecho. Estaba segura de que allí era donde vivían los seres cuyos pasos la dejaban en vela tantas y tantas madrugadas. Se había hecho una idea muy clara de cómo serían, diminutos y perversos, con risas macabras y muecas espeluznantes en el rostro. Vestían en tonos ocre y salían cuando todos se habían ido a dormir.

Las dos estancias restantes de la casa eran el dormitorio y la cocina. A Annetje le gustaba especialmente la cocina, porque el fogón siempre estaba encendido y olía a aderezos y a caldos que Madre o Abuela preparaban para cenar. También le gustaban las cortinas de cuadros rojos, a juego con el mantel de la mesa central. El color rojo era su preferido y se sentía contenta de tener una cocina tan alegre. Abuela las venía a visitar casi todos los días y solía traer flores que ponía en un tarro de cristal, en el centro de la mesa de cuadros. Annetje solía pasar muchas horas allí sentada en su taburete de madera, más alto que las sillas de los adultos para poder llegar bien, y se distraía escuchando conversaciones acerca de los precios del mercado, de los encajes que las mujeres tejían en la Walplein, del trabajo de padre y de otras cosas que ella no entendía.

Pero esa mañana había flores en la mesa, ni siquiera el mantel estaba colocado. Tampoco olía a col hervida ni a sopa de pescado, ni a especias, ni a nada. Sintió frío y miró hacia el hogar. Estaba apagado. «Eso sí que es raro», pensó la pequeña. Nunca había pasado frío en la cocina antes. El cuarto era otra cosa, motivo también por el que no le gustaba demasiado. Sólo lo usaba para vestirse y dormir. De todas formas, aparte de las camas, el arcón y un armario del que en cualquier momento podría salir un duende despistado de camino al desván, no había nada más. Tampoco cortinas de cuadros rojos y blancos, sólo unos sucios visillos con encaje en el extremo inferior. Sosos.

Llamó a Madre. Silencio. Llamó a Madre una vez más. Nada. «Habrá salido a recoger agua a la fuente, se me olvidó hacerlo a mí», pensó con una punzada de arrepentimiento. Así que, para arreglarlo de algún modo encendió el hogar. Lo había visto hacer suficientes veces y había ayudado otras tantas, de modo que la tarea no le llevó demasiado tiempo. Una vez la estancia se hubo caldeado se sintió más a gusto y se sentó a esperar a Madre, que llegaría en cualquier momento con sendos cubos de agua fresca. Y haría el almuerzo. El día anterior había sido largo y ya entrada la noche, cuando ella llevaba algunas horas durmiendo, oyó que madre sollozaba en su cama. Las dos, aunque por separado, habían regresado tarde del cementerio. Annetje se quedó mucho rato junto a padre, rezando. Conocía bien la muerte, la veía a menudo por las calles de Brujas, pero nunca antes la había mirado a los ojos; se estuvo preguntando y estuvo preguntándole a él, si era verdad todo lo que contaban sobre el cielo y la felicidad prometida por toda la eternidad. Porque allí, arrodillada en el lodo junto a la tumba de su padre, empapada bajo el aguacero, a Annetje le costaba mucho creer en todas esas historias.

No obstante, la vida tenía que seguir y ella tenía hambre. Como Madre no llegaba, la niña se impacientó y buscó algo de comer en los cajones de la cocina. Halló un trozo de pan, suficientemente grande como para saciar el hambre, pero suficientemente duro como para que le resultase difícil masticarlo. Resolvió tostarlo al fuego y completarlo con una manzana un poco picada que quedaba en el frutero. Una vez hubo comido se sintió con ánimo, ya que Madre no regresaba, para ir a buscarla a casa de Abuela. No vivía muy lejos, a un par de manzanas dirección Burgplein, cruzando uno de los canales por el puente de Saint-Jans Nepomucenus.

De manera que Annetje salió de casa dando un tirón de la pesada puerta de madera, bajó las escaleras del edificio y se encontró en la calle. «Vaya», fuera estaba lloviendo. No se había dado cuenta y ahora era tarde para subir a por su gruesa capa con capucha, ya que nadie le abriría la puerta. Pero allá que se aventuró por las callejas grises de la ciudad. El camino no era largo; aún así, llegaría calada hasta los huesos. La niña lo observaba todo con gran atención, Padre siempre le decía que hay que prestar mucha atención a los detalles, pues nunca se sabe en qué momento pueden marcar la diferencia entre vivir o morir, entre ser próspero o mendigo, entre hallar el amor o continuar solo. Y por eso, ella siempre caminaba con sus grandes ojos claros bien abiertos y atenta a los colores, a la muchedumbre, a los edificios y a las nubes, buscando y buscando aquello que marcaría la diferencia, pues sabía que, cuando lo viera, lo reconocería.

Había llegado a la Jozef Suveestraat, ya estaba muy cerca del puente. Caminaba apresurada con la cabeza encogida entre los hombros, como si eso pudiera protegerla del agua. Las heladas gotas de lluvia habían empapado su pelo y le resbalaban por la frente. Annetje no pensaba en nada especial, simplemente en que había muy poco rojo en su camino. Alguna capa o sombrero, alguna contraventana y nada más. Las flores que tanto adoraba hibernaban, esperando épocas más cálidas para mostrar sus hermosos colores. Y así, entre pensamiento y pensamiento, llegó al puente. Allí, como si fuese la primera vez que lo veía, descubrió de pronto a Saint-Jans Nepomucenus: indiferente y distante, pero con mirada piadosa, muy lejos, en lo alto de su pedestal.

Sus ojos grandes lo miraron con una mezcla de admiración y curiosidad. ¿Cómo era posible que pasara por allí casi a diario y nunca se hubiese detenido a observar al santo? Le impresionó su silueta oscura recortada contra el cielo gris, brillante de lluvia y salpicada por los destellos que provocaban las gotas al precipitarse contra él. Le pareció grandioso y bueno, por lo que allí mismo se arrodilló a rezar, pidiendo por Padre y por Madre, por que su pena y su angustia desaparecieran, para que ningún día más faltaran calor en el hogar ni una buena sopa caliente que saciara su apetito. Llevaba así un rato, no sabía cuánto, cuando alguien tropezó con ella. La niña alzó la cabeza con gesto enfurruñado y miró hacia atrás, las trenzas mojadas cayendo pesadas a ambos lados de su cara. Un hombre alto y fuerte se alejaba a paso ligero con un montón de tablas envueltas en lienzo debajo del brazo izquierdo. Iba absorto en sus pensamientos, seguramente ni había reparado en ella. Llevaba una chaqueta de cuero negro y el pelo largo y taheño recogido a la altura de la nuca con una cinta, también negra. No prestaba atención al resto de la gente e iba abriéndose paso entre unos y otros a lo largo del abarrotado Dijver. Annetje sintió un escalofrió; ese hombre… Se incorporó para continuar su camino a casa de Abuela con la certeza de que no sería la última vez que viera a ese hombre de cabellos rojizos… y de que no le traería nada bueno.


Llegó, por fin, a su destino. Empapada, llamó a la puerta con sus nudillos de niña. Los tímidos golpecitos sonaron contra la madera, pero nadie abrió. La pequeña, en su inocencia, no se inquietó. Seguramente, Madre y Abuela estarían juntas haciendo algún recado, creyendo que ella estaba en la parroquia. Así que se sentó en el escalón a esperar; afortunadamente, había dejado de llover.


miércoles, 9 de noviembre de 2016

Del Capítulo 2 de la I Parte

Llevaba un día de perros, era una auténtica pesadilla. Se había dormido y había perdido una cita con un posible comprador, lo que en los tiempos que corrían era una desgracia terrible. A comienzos del siglo XVII, Brujas era una ciudad en decadencia; la pérdida del puerto comercial debido al enarenamiento del río Zwin aceleró su declive como capital de las artes y finanzas. La situación era precaria, especialmente para un hombre como él, que lo había dejado todo para dedicarse a su gran pasión: la pintura. La ciudad había conocido tiempos mejores, desbancando incluso a París de su trono como capital del arte. Sin embargo, ahora, «maldita sea mi suerte», todo estaba cambiando. Seguía habiendo buenos clientes, pero cada vez era más difícil dar con ellos. Además, no eran pocos los que se dedicaban al arte. La pintura holandesa era bien apreciada, pero había que ceñirse a las reglas y los temas religiosos no eran su fuerte. Era un hombre temeroso de Dios y asistía a misa con regularidad, pero consideraba que había temas mejores para plasmar en sus lienzos. Le interesaban más los viajes, los paisajes y las aventuras, afición que  hacía que sus pinturas se acumularan bajo el polvo de su cuartucho de la calle Groenerei. Caminaba cabizbajo y apresurado en dirección a la Pleinmark. Llovía.

Llevaba algunas de estas tablas, las de menor peso, bajo el brazo. Estaba decidido a vender. Durante su camino cruzó el puente de Sait-Jans Nepomucenus. Sin saber por qué reparó un instante en una niña pequeña y pobremente vestida que rezaba a los pies del santo. Le resultó vagamente familiar, pero enseguida la olvidó. «Maldita sea, si consiguiera llegar a tiempo para montar un pequeño puesto en algún rincón discreto del mercado, quizá alguna familia pudiente se fije en mis obras». Incluso había llevado consigo su favorita, que representaba una cabra negra que, incorporada sobre sus dos patas traseras, tocaba el arpa con las delanteras. Era un tema mitológico, con algunas alteraciones de cosecha propia. La figura principal estaba enmarcada por un paisaje triste y gris, páramos con escasa vegetación y un acantilado a su izquierda por el que se despeñaba un pastor. Sobrevolando el cielo opaco de la pintura se advertían cuervos negros acechando en círculo sobre una imagen apenas perceptible al fondo de la composición. Él sabía quién era el cadáver del cuadro, aunque jamás lo había revelado a nadie.

El empedrado del suelo y las casas de ladrillo a ambos lados de la calle le producían una sensación de claustrofobia que no sabía explicar. Se había pasado toda la noche bebiendo cerveza en la posada del Asno Ciego. Le dolía la cabeza, era lógico. «Una manera muy inteligente de gastar los pocos vellones que me quedan», se dijo. Pero lo cierto era que esta escena se repetía de continuo casi los siete días de la semana. Tenía algún conocido, no podría llamarlo amigo. Compañeros de borracheras, habituales de aquella tasca que se reunían allí con los mismos fines que él: evadirse de los problemas y la dureza de aquellos tiempos en los que la ciudad era cada vez más un mero reflejo de sí misma. De todas maneras, el dolor de cabeza no estaba producido simplemente por el alcohol ingerido la noche de antes. Había otras cosas que le preocupaban.

Cuando Hendrick de Hooch llegó esa noche a la posada del Asno Ciego notó enseguida que la atmósfera que allí se respiraba era diferente. Los bebedores estaban más callados de lo habitual y miraban sus vasos, pensativos. Entre la gente localizó a Marten, un hombre de mediana edad que, en ese momento, se sentaba a una mesa redonda y bebía una jarra de cerveza negra, bebida a la que probablemente debía su generosa barriga. Se acercó a él; solían beber juntos. Lo saludó con un gesto, al tiempo que pedía a la posadera otra jarra para él y tomó asiento en un taburete junto a su colega. Mientras esperaba la cerveza pensó en lo irónica que es la vida, que lo lleva a uno a lugares y situaciones en los que, en otras circunstancias, nunca se habría inmiscuido. Por ejemplo, aquel hombre, agradable de trato, pero sucio y ordinario como pocos. Coleccionaba manchas que se iban a reunir sobre su enorme estómago, coloreando de una tonalidad indefinible la tela de su camisa. Era sonrosado y alegre, mofletudo y charlatán. Se sentaba con él porque de esta manera evitaba tener que hablar con posibles interlocutores espontáneos a lo largo de la noche. Su amigo Marten siempre lo haría por él encantado. Era zapatero, de manos grandes y recias siempre sucias, con las uñas negras de betún. Hendrick pensaba que, con el tiempo, le habían empezado a salir directamente de ese color, para así ahorrarse la molestia de tener que lavárselas.

Fue al grano y le preguntó qué ocurría, la gente no estaba igual aquella noche.
- ¿No lo sabes? Ha muerto Pieter, Pieter Vermeer. Lo conocías, ¿no?
- Sí, vagamente... -fue la respuesta de Hendrick- ¿Cómo ha sido?
- Pues ese es precisamente el problema… la gente está asustada. Estaba perfectamente, era un hombre sano y fuerte, un tío legal, del gremio. Nunca había tenido problemas con nadie.
- Ya, ¿y qué? ¿Por qué está asustada la gente? Mueren personas aparentemente sanas cada día y no se arma ningún revuelo.
- Ya, sí… si llevas razón... supongo que es por los rumores. La gente habla, ya lo sabes. Y no siempre lo que se dice es bueno...
- No sé por qué te vas tanto por las ramas, Marten, no es tu estilo, ¡dime de una maldita vez lo que le ha pasado a ese pobre desgraciado!

Marten lo miró con desagrado. Hizo una mueca ambigua con la cara y suspiró. Varios hombres los miraban desafiantes desde mesas contiguas. En ese momento, la posadera sirvió la jarra de cerveza. La interrupción devolvió a cada cual a sus asuntos y Marten hizo un intento por desviar el rumbo de la conversación.

- Bueno amigo, ¿y qué me cuentas tú? ¿Consigues vender alguna de tus tablas? Aunque si sigues empeñándote en pintar semejantes esbirros como la cabra esa que te gusta tanto no sé si empezarán a irte bien las cosas algún día… Deberías pintar alguna virgen, retratos, esas cosas... tienes talento, amigo mío, no lo desaproveches.
- ¿Puedes aclararme quién eres tú ahora para opinar sobre mi pintura como si tuvieras alguna idea de lo que estás hablando? Además, creo que todavía no hemos zanjado la cuestión que te estaba planteando. Habla claro.
- Tienes muy mal genio, ¿sabes? Y eso no es ninguna virtud, precisamente -a Marten no le gustaba el tono con el que el pintor se dirigía a él-. De todas maneras, nunca llegarás a ninguna parte si no eres capaz de aceptar una buena crítica. Acércate, espero que sepas ser discreto con este asunto.
- Marten, Marten, no creo que seas tú la persona más adecuada para hablarme de discreción...

Aunque sin mucho entusiasmo, el gordo Marten le había acabado contado las habladurías. Pieter estaba como cada día en el taller, curtiendo pieles para hacer cueros, cuando comenzó a sentirse mal. «Pues no veo nada raro en eso», apuntó Hendrick. «Calla y déjame seguir». Lo cierto es que el hombre habló con el capataz, que no le hizo caso y lo mandó al trabajo de inmediato y sin ningún tipo de excusas. Pieter siguió con su tarea, cada vez más despacio y con menos fuerzas. En un momento dado empezó a delirar, gritaba, decía que tenía insectos bajo la piel, que extrañas mariposas negras estaban poniendo huevos en sus ojos y que se le estaba cayendo el pelo. Estaba muy nervioso, agarró un cuchillo, y bajo la mirada atónita del capataz comenzó a hacerse cortes en los brazos y las piernas, intentando sacar los invisibles insectos de allí. Decía que las larvas de mariposa le estaban chupando la sangre. El capataz estaba asustado, pero pensó que era un numerito para poder irse a casa, pues Pieter no tenía nada visible a los ojos del hombre. Lo agarró con fuerza y le pidió que recobrara la cordura, que no tenía nada. Le quitó el cuchillo, pero Pieter se había provocado ya algunos cortes bastante profundos. No sabía qué hacer.

- Imagínate la escena, Pieter había perdido el juicio, gritaba, se golpeaba y saltaba, intentó echar a correr, pero el capataz lo detuvo. Todo esto sucedía mientras la gente se agolpaba ante la puerta del taller. Pidió ayuda y algunos curtidores se acercaron a ver. Tuvieron que agarrarlo entre tres, tal era la fuerza que adquirió Pieter en aquellos momentos previos al fin. Se había quedado ciego de pronto, sus pupilas estaban blancas, como cubiertas por una cortina blanquecina. Los hombres no daban crédito. Pieter murió entre convulsiones y espasmos, y sólo cuando estuvo muerto y bien muerto su piel se hinchó en cientos de picaduras con costras de sangre seca y por todo su cuerpo se encontró una especie de baba verdosa que manchaba incluso su ropa. El capataz jura que vio una mariposa negra posarse sobre una de las mesas del taller.

- Eso es ridículo, Marten.

martes, 1 de noviembre de 2016

De los solsticios

Philippe Delerm es un escritor francés al que conocí por casualidad. En realidad, conocí primero a su hijo, Vincent Delerm, compositor y cantautor que escuchaba ya en mi época universitaria. A Philippe fui a conocerlo algunos años más tarde, cuando estudiaba el máster en Salamanca, en la asignatura de traducción literaria de francés. Me animé mucho con la grata coincidencia (familia de artistas) y como práctica traduje alguno de los relatos cortos de su obra El primer trago de cerveza y otros pequeños placeres de la vida, trabajo con el que disfruté enormemente.

Hoy es el cumpleaños de mi madre y quiero dedicarle un breve relato de este autor que me ha parecido apropiado para la ocasión. Está incluido en su obra Le trottoir au soleil (La acera del sol, no publicada en español). Me estreno con una traducción y espero estar a la altura; después de todo, de entre todas mis aficiones, esta es la que me da de comer:

"21 de marzo: primavera, equinoccio. Buscamos con impaciencia el menor signo de que los días se alargan. El año se desata, todo se acelera. Ponemos rumbo al verano. Pasado el 21 de julio, los días ya empiezan a acortarse, aunque apenas nos damos cuenta. Sin duda, los mejores días del verano están aún por llegar: los paseos por las recalentadas calles, las cenas en las terrazas o en el jardín, a la luz de las velas.
- Y, sin embargo, -siempre hay alguien que hace el comentario, suscitando gestos de reprobación a su alrededor- sin embargo, los días son más cortos...

A los sesenta años hace mucho que pasamos el solsticio de verano. Seguirá habiendo tardes agradables, amistades, niños y motivos de esperanza. Y aún así: tenemos la certeza de haber pasado el solsticio. Puede ser un buen momento para intentar quedarse con lo mejor: una gota de nostalgia se filtra hasta el núcleo mismo de cada sensación, haciéndola más duradera y frágil. Conservar la serenidad en cada instante, con las palabras. Puede que el solsticio de verano sea ya el veranillo de San Martín y que la duda invada las estaciones, los colores. El tiempo no es un juego; no hay tiempo que perder.

Desprender la energía del sol en las palabras. Ya sé lo que podría alegarse en ese sentido: que la esencia está en la sombra, en el misterio, el trayecto nocturno. Además, ¿cómo pretender deslumbrar cuando la humanidad sufre por doquier, cuando el sufrimiento físico y moral, la violencia y la guerra lo invaden todo? Bueno, uno puede querer irradiar luz precisamente por todo esto. Constatar y denunciar son tareas esenciales. Pero digamos que otra cosa es posible. A medida que pasan los días, más ganas tengo de buscar la luz, y con mucho más motivo si esta empieza a desvanecerse. Quiero quedarme en el lado del sol."



miércoles, 26 de octubre de 2016

Del capítulo 1 de la I Parte

El féretro avanzaba lento y pesado por las callejas de la ciudad, y cada paso se resentía más bajo el peso de la caja de madera sencilla, sin adornos. Los adoquines mojados no facilitaban el traslado. La lluvia fina y persistente lo calaba todo hasta llegar a las almas de los ciudadanos del condado de Flandes, tan habituados a ella como al hecho mismo de estar vivos, reconociéndola más suya incluso que la propia luz del sol. Aunque era bien de mañana, una tenue luz plomiza iluminaba la escena y el manto de espesa niebla apenas dejaba ver unos pasos más allá. El frío sabía bien como evadir las capas de gruesas chaquetas de lana, medias, capas y calzones. Se había instalado en esas tierras mucho antes que aquellas gentes de mirada triste y resignada.

La mujer que se llevaba las manos a la cabeza con desesperación rompía el monótono sonido de los pasos bajo la lluvia. Vestía de negro, como todos los demás. Ocultaba su cabello largo bajo un paño de lana oscura que mesaba con fuerza sin llegar a arrancárselo del todo. No era la única que lloraba, pero sí la única que elevaba su llanto por encima del de los demás. Caminaba sola, detrás del féretro. Era la viuda del difunto.

El sacerdote entonaba su monónota cantinela mientras el monaguillo marcaba el paso con su campana de latón. La procesión llegó así a la plaza del mercado, donde se detuvo un momento frente a la Belfry, la torre del campanario. Su impresionante carillón de cuarenta y siete campanas entonaba su canto de lamento, anunciando con él las once de la mañana. El cura se persignó. Los presentes lo imitaron. Allá por donde pasaban se hacía el silencio, tan sólo interrumpido por los quejidos de la plañidera. Talleres, comercios, niños y ancianos, hasta los animales enmudecían ante el ambiente sobrecogedor de la escena. Una vez el cortejo hubo continuado su camino por la Vlamingstraat, el mercado recuperó su bullicio habitual. Quedaban tan sólo unas horas para el cierre de los puestos. La vida en Brujas transcurría deprisa, y precisamente eso era lo que parecía recordar a sus habitantes aquella caja de madera que se alejaba calle abajo.

En las proximidades del cementerio, el cielo se oscureció de repente y la tormenta no se hizo esperar. La lluvia, hasta el momento fina y constante, arreció con fuerza, creando, en apenas unos minutos, auténticos ríos bajo los pies de los caminantes, que aceleraron el paso. En días y momentos como aquellos no era fácil alejar los fantasmas de la superstición. Las mujeres se santiguaron y pidieron poder volver pronto a casa. Una vez en el lugar santo, el pequeño grupo de allegados se reunió en torno al foso de unos dos metros de profundidad, que se iba inundando poco a poco con la lluvia. Otro de los presentes, un hombre maduro de aspecto tosco masculló algunas palabras que poco distaban de ser maldiciones. Nadie lo miró. El cura rezó unas oraciones de consuelo a los familiares y dedicó palabras amables a la bondad del difunto. La lluvia estaba amainando, relajando a su vez los inquietos espíritus de los reunidos. Los mozos de la funeraria comenzaron a descender la caja con cuidado y, a cada quejido de las cuerdas bajo el peso, la mujer que también vestía de negro ahogaba un sollozo amargo y profundo. Ninguna desdicha de este mundo era comparable a la pérdida del amor del hombre, del compañero y protector, del padre. Ninguna hora de su futura vida volvería a ser plena ni dichosa.

La viuda dio un temeroso paso hacia la fosa. En el fondo reposaba el ataúd, a mil leguas de distancia a sus ojos. Tenía un puñado de tierra mojada en la mano, tan negra como el abismo que se abría ante ella. Se quedó así, de pie, mirando sin ver, durante una eternidad. Entonces reaccionó y supo que tenía que salir de allí. Ante la mirada estupefacta de los presentes, la viuda se alejó corriendo entre las lápidas sombrías y sobrecogedoramente solitarias del camposanto. La tierra seguía aún en su mano.
Con un gesto entre extrañado y compasivo, el cura indicó a los mozos que procedieran y la gente fue
echando puñaditos de tierra mientras se alejaba. «Polvo eres y en polvo te convertirás». Horas después, cuando el lugar ya estaba desierto, aún quedaba alguien rezando en aquel cementerio. Ignorada por todos, el alma más triste y más sola de todo el condado de Flandes lloraba empapada junto al montículo de tierra removida. La niña que desde entonces fue olvidada tiritaba junto a
la tumba del que fuera su padre.

Siguió lloviendo toda la tarde y toda la noche. Hacía horas que los vecinos de la ciudad dormían; el día había sido largo. Las escasas horas de luz debían aprovecharse bien. El guardián del cementerio también dormía en su cobertizo. El entierro del mediodía había sido largo y agotador, había llovido con fuerza y no había sido fácil cavar el hoyo; las piernas se hundían hasta las rodillas en el lodo y el agua que inundaba la fosa dificultaba la labor. Se sentía apenado por el difunto, un hombre joven y respetado. Un buen cristiano. Pero el destino a veces juega malas pasadas y el motivo de su muerte no estaba del todo claro.

Se levantó al despuntar el alba, había mucho que hacer. Estaba comenzando a clarear, pero ya se dejaban ver los daños que la tormenta había provocado en la fisionomía del cementerio. Muchos de los senderos que discurrían entre las tumbas estaban cubiertos de piedras, maleza y barro que habían sido arrastrados por la lluvia torrencial. Algunas de las lápidas estaban semisepultadas en el lodo y más de una de las humildes cruces de madera se había desplazado de su eje. El hombre se puso manos a la obra, comenzando por la parte noble. Lápidas de piedra tallada, esculturas de ángeles misericordiosos y algún panteón de familia acaudalada. Sin embargo, hacía años que por allí no había movimiento alguno; los tiempos estaban cambiando. Se fue acercando a la zona humilde, la más dañada por la tormenta. Los árboles empapados parecían lamentarse, quejumbrosos; el viento siseaba entre sus ramas, balanceándolas siniestramente contra la bóveda gris ceniza del pesado cielo. «Va a empezar de nuevo a llover, más vale que me apresure». En realidad, la lluvia era más bien una excusa para volver a su cobertizo. Lo que al anciano de barba cana realmente le preocupaba era algo diferente. Algo que nace de dentro, como un escalofrío, y que no podemos explicar. Hay quien lo llama presentimiento, otros, superstición.

La tumba reciente quedaba unos metros por delante y él ya sabía, sin necesidad de acercarse más,
que algo no estaba en orden. Una atracción que se sobreponía a la razón lo llevó hasta allí y un sudor frío empapó su frente cuando descubrió que la tumba había sido profanada. La tierra estaba revuelta y en la modesta cruz de madera una inscripción con sangre indicaba un posible ritual de brujería o magia negra. Todavía desconcertado entrevió, entre las cruces, unos ojos amarillos que lo miraban desde algún lugar oscuro. Se quedó paralizado. El relámpago y el trueno que se sucedieron a continuación lo sacaron bruscamente de su trance, justo a tiempo para ver como una sombra negra se abalanzaba sobre él y salir huyendo como alma que lleva el diablo.

viernes, 21 de octubre de 2016

De las lejanías

Es curiosa la manera en la que las personas nos adaptamos a todo. Situaciones que en un momento de nuestra vida pueden parecernos ajenas, indeseables o incluso idílicas, poco tiempo después pasan a convertirse en rutina sin apenas darnos cuenta. Y seguimos adelante sin más; puede que seamos conscientes de ello, o puede que no, pero nos pasa constantemente.

Los primeros meses en la gran ciudad fueron los más duros. Yo, que siempre renegué de la capital. Yo, que siempre quise hacer del tópico "hay que trabajar para vivir, y no al contrario" mi máxima vital, me veo ahora inmersa en un frenesí de trenes, aglomeraciones, luces de tungsteno y lejanías. Cada mañana, a codazos, me abro paso entre la gente hasta conseguir entrar en un abarrotado vagón de cercanías que me lleva muy lejos. Puede que la distancia no sea tan grande, en términos de kilómetros, pero, emocionalmente, el desgaste es enorme. Mi música suena en los auriculares, impidiéndome oír nada más, aislándome de toda esa gente que, como yo, se dirige al trabajo como quien va al matadero. Mucha gente, cientos, miles de personas que deambulan entre los andenes, siempre con prisa, esa prisa que pocas semanas después de vivir en Madrid ya se ha apoderado de una como si de un virus se tratase, convirtiéndose en una suerte de instinto que nos lleva a correr incluso el domingo, camino del Retiro.

Recuerdo que, al llegar, me llamó la atención que toda esa gente que viajaba conmigo en el tren compartía una misma expresión distante, adusta, sombría. Estaban ahí y, al mismo tiempo, se encontraban muy lejos. Los "carametro", los apodé. Esas personas que van dormidas y, de forma misteriosa, despiertan pocos segundos antes de que el tren llegue a su parada, para bajarse a toda prisa. Siempre con prisa. Ahora, yo soy una de ellas.

Pasada la estación de Atocha, consigo sentarme. Es el segundo gran objetivo del día, después de subir al tren (algo que se complica especialmente los días de lluvia). Segundo objetivo logrado, bien. Por delante, cuarenta preciosos minutos en los que mi vida se reduce a la música que resuena en mis oídos y el libro que sostengo entre las manos. Al menos tengo tiempo para leer.

El tren circula ahora entre los montecillos de El Pardo. Retiro un instante la mirada de las páginas del libro para contemplar el amanecer y buscar a los gamos, que a esa hora del día pasean a ambos lados de las vías, buscando pastos. Me gusta ese momento, cuando el día, inocente como un recién nacido, empieza a empezar, el cielo está limpio y el sol, en forma de majestuosa bola de fuego naranja, se yergue sobre las encinas, dando calidez a la escena. Ese momento es breve y, minutos después, entramos en la estación. Mi estación: ahora me toca a mí bajarme y recuperar la prisa. Corre, corre. Llegas tarde (¿seguro?). En el andén, apago la música y busco con la vista a mis compañeros. Hacemos juntos el camino hasta la oficina, de casi otros quince minutos, mientras charlamos con desgana de lo que nos aguarda. Ahora sí, ya no hay marcha atrás; el día ha empezado, el virus ha despertado y la música se ha apagado hasta el día siguiente.

Por la tarde, ya de noche, vuelvo al tren. Desde que llegué a Madrid, apenas he paseado de día; soy como una vampiresa de oficina que solo tolera la luz de los tubos fluorescentes. La idea de las horas que paso encerrada en el tren se ha convertido en una obsesión. Son casi tres horas al día, que multiplicadas por cinco, hacen quince horas a la semana. Eso son sesenta horas al mes, es decir, dos días y medio. Es decir, ¡un mes completo al cabo del año! Hay quien tiene un mes entero (o dos) de vacaciones en verano. Yo puedo decir que un mes al año lo paso encerrada en un tren, yendo y viniendo de una lejana oficina. Y tengo muy claro que no es esa la vida que quiero para mí. Pero entonces, el tiempo pasa y esa obsesión se va atenuando. La sensación de angustia pasa a ser de resignación. Y mis compañeros se convierten en buenos amigos. Y resulta que disfruto los viajes de vuelta, cuando nos juntamos todos en un vagón y nos reímos, contándonos las anécdotas del día. Y cuando quiero darme cuenta, llevo tres años haciendo ese trayecto a diario. A lo largo de los últimos tres años he pasado tres meses encerrada en un vagón de tren y no me he dado ni cuenta.

Es curiosa la capacidad que tenemos las personas para adaptarnos a todo.


viernes, 14 de octubre de 2016

De las muñecas lloronas

Hoy es mi cumpleaños. Y aunque es una nimiedad, me gusta mucho; es un día especial. Me trae recuerdos entrañables de mi infancia, de cómo lo vivía entonces.

Uno de mis recuerdos favoritos es del año en el que me regalaron la muñeca del vestido azul. La mañana de mi cumpleaños siempre me despertaba muy temprano e iba corriendo al dormitorio de mis padres para despertarlos, ¡no se les fuera a olvidar! Ellos, todo paciencia y cariño, siempre tenían un regalo a mano; no sé bien de dónde lo sacaban, pero recuerdo que yo lo abría allí mismo, en su cama, con esa ilusión infantil tan pura, tan auténtica. El año que me regalaron la muñeca del vestido azul yo la saqué de su caja, emocionada, dispuesta a jugar con ella. Era una muñeca normal, tipo bebé de Nenuco, rubia, con vestido y chupete azules. Entonces, mi madre me dijo: "Quítale el chupete". Yo no sabía muy bien por qué, pero intuía que algo pasaría. La escena se desarrolla a finales de los años ochenta, cuando no había teléfonos móviles ni Internet y los niños jugábamos en la calle o con playmobils y dinosaurios de plástico. Con cuidado, le quité el chupete y, para mi sorpresa, ¡la muñeca empezó a llorar! Me quedé fascinada, sin decir nada. Mis padres se reían. Volví a ponerle el chupete y la muñeca calló. Entendí el mecanismo y le quité de nuevo el chupete. Entonces miré a mis padres y todavía muy sorprendida, dije: "¡una muñeca llorona!", mientras la muñeca berreaba con su voz mecánica.

Recuerdo los cumpleaños de mi infancia siempre repletos de cariño, con el regalo de la mañana en la cama de mis padres, los juegos con mis hermanos, los caramelos en el colegio y las celebraciones con los amigos. Además, era principio de curso y después del largo verano todos estábamos encantados de volver al cole y de vernos. Aún hoy, por muchos años que cumpla, el día de mi cumpleaños sigue teniendo ese sabor para mí.

Evidentemente, ahora lo vivo de otra manera. Y, sin embargo, conservo esa ilusión infantil al despertar, esa punzada de nervios y emoción en la tripa; la idea de que pasarán cosas estupendas ese día. Y con razón, pues los días siguen empezando con un bonito ritual: el mensaje de mi madre, bien temprano por la mañana, con sus palabras de cariño recordando la hora a la que nací, con los ojos bien abiertos, mirándolo todo. "¡Ya se veía lo curiosa que ibas a ser!", dice siempre. Solo ese mensaje ya convierte mi cumpleaños en algo tan especial. Las nuevas tecnologías han venido a imponerse sobre las viejas muñecas de llanto enlatado, pero el cariño, las emociones y las sonrisas no han cambiado un ápice con el paso de los años.


martes, 11 de octubre de 2016

Del miedo al desnudo

Ahora que parece que, tímidamente, el verano va decidiendo marcharse, retomo una reflexión que vino a mi cabeza un día cualquiera en la playa, hace algo más de un mes. La particularidad era que, en esa playa en concreto, había mucha gente haciendo nudismo. Gente de toda clase, edad y condición.

Como había olvidado mi libro, mi mirada distraída fue a pararse sobre el grupo de la sombrilla vecina, una familia joven compuesta por una pareja heterosexual y un bebé de unos cuatro años. ¡Qué hermosos eran! Y sin poder evitarlo, el pensamiento ya estaba ahí.

A mí, que no suelo frecuentar este tipo de playas, me sorprendió la hermosa naturalidad de sus cuerpos y, sobre todo, la belleza de sus "imperfecciones". ¿Qué nos pasa con el desnudo? ¿Por qué algo tan natural, tan básico, se ha convertido en un tabú, en algo que ocultar? Ya sean más gordos o más flacos, más firmes o más flácidos, más jóvenes o más maduros, nuestros cuerpos son nuestra esencia física, pero somos completamente ajenos a ellos. Como con tantas otras cosas, nos han vendido un producto: el "cuerpo normal" (léase perfecto) que debemos tener, al que debemos aspirar. El que debe tener nuestra pareja. El que deben tener nuestras amistades, nuestros hijos. El que tiene la gente que sale por la tele, la "gente normal". Sin pelo donde no toca. Sin grasa donde no corresponde. Y si no es lo suficiente "normal" o "hermoso", lo ocultamos. Y cuando ya no es lo suficientemente joven y terso, lo ocultamos. Le ahorramos al mundo esa visión. No es de extrañar que, engañados como estamos con ese físico prototípico, con ese "estándar" que no es sino un producto de marketing más, un día vayamos a la playa y nos topemos de bruces contra la realidad. Y hasta nos sorprendamos. Y que algo tan esencial como la sencilla naturalidad de unos padres jugando con su niño en la orilla nos cause asombro. O ver otras personas (personas, estas sí, de verdad), paseando en cueros. Como sus madres las trajeron al mundo. Y pensar: son hermosas. A pesar de sus pechos caídos, de sus vientres fofos, sus traseros velludos y su celulitis. Son hermosas porque son auténticas. Porque esos cuerpos cuentan las historias de las personas que los lucen. Y cuando reflexiono sobre esto, cuando tomo consciencia de que me resulta ajeno algo tan fundamental, tan básico, como es nuestra propia esencia, entonces me asusto en serio, pues cuántas otras cosas que nos dicen (y asumimos) como ciertas, en realidad tampoco lo serán.

Cuántos conejos más se habrán sacado de la chistera mientras nosotros, inocentes espectadores, aplaudimos ensimismados sin percatarnos del truco.
Tendríamos que probar a desnudar al mago...

domingo, 9 de octubre de 2016

De mi dispersión

Empecemos por lo primero. Y, en este caso, lo primero para esta entrada inaugural debe ser una pequeña explicación. Por ejemplo, del título del blog.

Soy traductora, española, errante chorlita desarraigada en busca de nido y con muchas aficiones. Y aunque parezca que me voy por la tangente, esta primera frase ya esconde todos los motivos. Sin ir más lejos, del "De" presente en el título del blog y en el de esta primera entrada. Dentro explicación: Como estudiante de traducción, el ingenioso recurso de comenzar un título con un "De..." fue uno de los primeros truquitos traductoriles que aprendí, allá en los gloriosos años de la universidad. Una anécdota un tanto fútil, sin duda, pero así es la memoria, que decide recordar este tipo de cosas mientras que olvida impunemente otras de tremenda importancia sin que podamos llegar a comprender el porqué. Sea como fuere, se ha decidido (he decidido) que todas las entradas retomarán este recurso con regusto algo pedante y, quizá, desfasado; pero, como es mi blog y me da en todo el punto, esta será su marca.

Ahora viene lo de la cabeza de chorlito. La expresión es bien conocida, creo que podría insultar la inteligencia de más de una y más de dos al extenderme en explicaciones sobre lo que significa, así que me las saltaré con su venia. Porque en realidad, el incorporarla en el título también obedece a motivos del corazón, aunque esta vez la referencia sea para mi abuela paterna, usuaria acérrima de esta frase para referirse a esa cabeza suya, y a quien de este modo quiero recordar. Porque las abuelas (y los abuelos) son la sal en la vida de cualquier niño. Y porque, por qué no decirlo, también tengo algo de esa cabeza de chorlito suya, lo que me lleva de nuevo al hilo del título de esta primera entrada.

Tengo un buen amigo con quien lo he hablado mucho, este tema de la dispersión. Dice que a él le pasa mucho, eso de saltar de un tema a otro, de cambiar de hobby cada poco tiempo, de no tener una gran pasión. Entre nosotras, yo creo que no le pasa ni la mitad que a mí... mi lista de intereses y aficiones, por las que paso siempre medio de puntillas, no termina: que si dibujo y pintura, que si guitarra y cante, que si política y feminismo, que si natación, footing y surf, que si clases de cocina, que si fotografía, yoga y chi kung... y que si escribir. Y seguro que me dejo alguna. Lo bueno es que de todo disfruto, mucho y sin grandes aspiraciones. Quiero decir, que no me molesta ser mediocre en estos ámbitos, que hoy en día parece que si no te dejas la piel en batir una mejor marca cada vez que vas a la piscina no vale la pena que lo hagas. Yo hago todas estas cosas por puro disfrute, algunas me salen mejor y otras peor, pero a ninguna le dedico más horas de las que me pide el cuerpo ni ninguna me roba el sueño. Y, sin embargo, con esto de escribir sí que me sentía en deuda. Después de todo, fue la primera. Mi primera gran afición, después de aprender a leer y devorar todas las novelas de literatura juvenil que mi madre me traía a casa. Aún recuerdo las historias que inventaba y escribía en mi adolescencia, cuando pasaba horas encerrada en mi cuarto, escuchando (ahora) clásicos del indie-pop en el viejo equipo de música que heredé de mis padres. Como soy traductora (empieza a sonar como un mantra ya) y paso tanto tiempo delante de la pantallita leyendo y escribiendo, estos últimos años me ha costado mucho trabajo volver a sacar el tiempo que esta afición mía merece. Pero, irónicamente, una leve enfermedad y unos días en cama han venido a devolverme una inspiración y unas ganas que temía que no volvieran a llamar a mi puerta.

No sé qué saldrá de aquí. Probablemente historias, reflexiones, paridas y divagaciones. Pero está bien como esté, pues, como con todo lo demás que os comentaba, solo espero disfrutar con ello.