martes, 13 de diciembre de 2016

Del Capítulo 4 de la I Parte

Hendrick se encontraba de vuelta en su estudio de la Groenerei. Como de costumbre, no había conseguido vender nada, tan sólo había ganado estropear varias de sus tablas por causa del aguacero. Odiaba esa ciudad y aborrecía su clima. Odiaba el gris del cielo y el tono pardusco y opaco de los edificios. Soñaba con viajar, pero no tenía la determinación suficiente como para enrolarse en uno de los buques españoles que iban a hacer las Américas. Aquello sí que debía de ser otro mundo: hablaban de interminables días de sol, exuberante vegetación, frutas exóticas, mares cristalinos de aguas templadas, hermosas mujeres… El paraíso en la tierra, como ya lo había oído describir alguna vez. Y, sin embargo, allí estaba él, empapado en lluvia y descontento, con un montón de tablillas de las que no conseguía deshacerse. Tenía la paleta en la mano y una de las obras estropeadas en el caballete de madera. Mezclaba amarillo, azul y ocre para conseguir un verde caqui con el que retocar el manto del personaje principal de la composición. Odiaba también ese cuadro. Y todos los demás. Sabía que tenía talento, pero no le gustaba lo que pintaba, así que, con un gesto de desagrado, cambió de obra. Quitó el retrato del curtidor y colocó su pintura predilecta, podría decirse que la única que realmente le gustaba. La cabra danzante con el arpa entre las pezuñas. «Esto sí es una obra maestra», pensó. Y se dedicó largo rato a retocar las luces y los contrastes, la sonrisa espeluznante de la bestia y los destellos del arpa dorada. «Perfecto», se dijo al fin, y se dispuso a recoger sus enseres.

En ésas estaba cuando llamaron a la puerta. Era Marten, su grasiento compañero de tragos. Extrañado, entornó la puerta. «¿Qué quieres?» Fue su seca pregunta, y el gesto de desaprobación de su cara dejaba bien claro que no estaba acostumbrado a recibir visitas. De hecho, nunca antes había entrado nadie en aquella casa desde que se trasladó a la ciudad. «¿Cómo te atreves a venir así? Nunca te he dicho dónde vivo» - pero el gordo no estaba de humor para reproches, estaba impaciente y tenía algo importante de lo que hablar. Se asomaba insistente al interior de la estancia, intentando entrever algo a través de la ranura de la puerta. «Vamos hombre, es importante, ¡déjame pasar!». Con recelo, Hendrick abrió la puerta de su casa a alguien por vez primera. Marten accedió así a una pequeña estancia de apenas un par de metros cuadrados. Un minúsculo recibidor oscuro y de paredes mugrientas que facilitaba el paso a la habitación principal y única de la vivienda. Estaba situada en lo alto de la escalera de una comunidad de vecinos, por lo que gozaba de amplia luz. «Espera aquí un momento, Marten», y Hendrick se afanó en ocultar con un lienzo los dos cuadros en los que había estado trabajando. «Puedes pasar, pero espero que seas rápido». Marten dio un paso al interior de la habitación, donde un jergón de paja tirado sobre el suelo de cualquier manera pedía a gritos un poco de calor humano. Había un amplio ventanal que daba al canal y un viejo caballete ocupaba un lugar privilegiado en el ángulo mejor iluminado del cuartucho. El suelo estaba salpicado casi en su totalidad por manchas de pintura, resultado de la fabricación artesanal de las mismas en cualquier esquina. Incluso las mantas estaban manchadas del tinte. Las tablillas se apilaban contra las paredes y encima de resquebrajadas cajas de madera que contenían quién sabe qué cantidad de objetos inútiles. Todo estaba desordenado y sucio. No había armario, sí una mesa pequeña en un rincón, y una única silla. Realmente, Hendrick detestaba las visitas. Haciendo las veces de hogar había también un hornillo de carbón sobre el que reposaba una cacerola manchada con restos de comida y una cuchara sucia. Todo un festín para las hormigas, que ascendían por un lateral. A su lado, una palangana metálica servía de bañera, fregadero, pila... Por los ventanales entraba una luz cansada que parecía no querer hacer su trabajo. No tardaría en hacerse de noche.

- ¿Vas a decirme qué es eso tan importante como para creerte con derecho a entrar en mi casa?
Marten no respondió, sino que le tendió una cuartilla de papel. Era un escrito del gobernador del condado de Flandes, en la que se penaba con firmeza el ejercicio de la brujería, magia negra y cualquier otro tipo de adoración a Satán. «Se perseguirá por hereje y castigará con la muerte en la hoguera» -decía- «a cualquier persona que adore a Satanás mediante la práctica de rituales de magia negra o brujería».
- Es un comunicado urgente del gobernador. Es por los rumores, lo que te conté. La gente tiene miedo, sobre todo después de lo que le sucedió al pobre Pieter. No puede ser casualidad que Cornelius hallara restos de uno de esos rituales en su tumba al día siguiente del entierro. La tierra estaba removida y por todo el lugar merodeaban gatos negros. Uno de ellos llegó incluso a atacar al viejo cuando se acercó a mirar más de cerca. Todo esto me pinta mal...
- Vaya, - Hendrick miraba pensativo el trozo de papel amarillento, la tinta corrida por la lluvia- no lo sabía. Pues parece que las autoridades no son mucho más sabias que el pueblo llano e inculto de por aquí; ¡mira que tomarse tantas molestias por unos meros chismes! -miraba serio a Marten-. No deberías hacer caso de todo lo que oyes por ahí, gordo. Además, ya sabes cómo son esos españoles, con su religión, sus supersticiones y su obsesión por el pecado. El viejo Cornelius está demasiado cansado y demasiado chocho como para saber lo que realmente vio. Seguramente se dejó la tumba a medio tapar y fin del misterio. Las gentes de esta ciudad están ansiosas por oír algo nuevo, cansadas como están de sus desgraciadas y aburridas vidas. Así que ahora, vete -le espetó, mientras dejaba caer la cuartilla de papel con desprecio sobre el sucio suelo del cuarto.
- Como quieras, Hendrick, pero deberías ser un poco más temeroso de aquello que no conoces. Tu arrogancia podría jugarte una mala pasada. Después de todo, en esta ciudad vivimos muchos de ésos a los que gustas llamar ignorantes.

Marten se fue maldiciendo entre dientes. Hendrick cerró la puerta de mal humor y escuchó cómo sus pasos se alejaban escaleras abajo. La cuartilla de papel continuaba en el suelo. La cogió con cuidado y la leyó una vez más. Le parecía increíble tanto escándalo por una simple muerte, cada día había decenas de ellas. Uno iba caminando por la calle y la muerte salía a su encuentro: harapientos mendigos morían cada día de frío en los callejones malolientes de orines de la ciudad, vecinos de toda la vida caían víctimas de enfermedades sin curación, por no hablar de los soldados que luchaban en el frente contra los españoles que los doblegaban. Y ahora, por la muerte de un simple curtidor, se armaba todo este revuelo. «La gente ya no sabe de qué hablar», pensó. La dobló por la mitad y la rompió con cuidado, arrojándola después a las cenizas del horno. «¡Maldición, si no me apresuro llegaré tarde!». Hendrick tenía una cita justo al atardecer, y a esas horas el sol ya se ocultaba, impaciente, tras el horizonte. El pintor se enfundó su chaqueta de cuero, se colocó el sombrero y bajó rápidamente los escalones de dos en dos. Afuera, en la calle, la luz menguante del sol difuminaba las formas y transformaba los objetos y edificios en sombras amenazantes y seres de tinieblas. La noche caía sobre la ciudad de Brujas.

Caminaba solo, bajo un cielo oscuro, sin estrellas, el cuello de la chaqueta tapando su rostro y el sombrero calado hasta las cejas. Llegó a la muralla de la ciudad con el último atisbo de luz y tuvo que gritar para que lo dejaran salir, pues estaban ya cerrando las puertas. Una vez fuera, se dirigió con paso ligero hacia el antiguo puerto del río Zwin, una zona prácticamente abandonada por el desuso. Tuvo que dar un rodeo a lo largo de la muralla de la ciudad, ya que ésta se encontraba al otro lado. El panorama que se abría ante él fuera de los límites de Brujas era desolador. El alumbrado público, de por sí pobre, no llegaba hasta aquella zona, ya que se encontraba fuera de los límites de la ciudad. Apenas quedaban algunas naves de ladrillo rojizo, utilizadas en tiempos más prósperos como almacenes de mercancías, y que ahora, invadidas por la maleza y pobladas por bestias salvajes, eran testimonio mudo de la decadencia.

En esa noche sin luna, Hendrick se guiaba por su conocimiento de la zona para llegar a su destino entre las naves abandonadas. Tras caminar a ciegas durante algunos minutos alcanzó el lugar concretado. Entonces encendió un fósforo. Había llegado tarde y esperaba que eso no entorpeciera el encuentro, aunque no podía estar seguro de que su contacto siguiera allí. Hacía un frío de mil demonios y la humedad penetraba hasta el tuétano. Esperó en la oscuridad durante unos minutos que se le hicieron eternos. Con ese frío no le habría ido nada mal un trago bien fuerte. De pronto, escuchó unos pasos en la oscuridad, el sonido sordo de unos zapatos contra el empedrado. Se sintió aliviado. Encendió otra cerilla para indicar de nuevo su posición y en el halo de luz vio la silueta de un hombre alto y fuerte acercarse desde el fondo del callejón. La llama se extinguió, pero el hombre ya había llegado hasta donde él se encontraba y en ese momento encendía un candil de aceite. Una llama discreta iluminó los rostros de los dos hombres.

- Llegas tarde, ¿todo en orden? -preguntó aquel individuo- ¿Has venido solo?
- Sí. Todo dispuesto para la operación de la próxima semana. He cumplido con mi parte del trabajo.
- Muy bien, sígueme.

Hendrick echó a andar detrás de él. Desconocía el nombre de su contacto, al que no había visto nunca antes de esa noche. Las cosas eran siempre así, los hombres cambiaban con cada trabajo para evitar que Hendrick pudiera reconocerlos o relacionarlos entre sí. Así no podría delatar a nadie. Para este encargo habían elegido a un marino de aspecto tosco y poco amigable. Lucía una poblada barba para ocultar un labio leporino que le daba un aire todavía más hostil. Vestía un abrigo negro, largo hasta las rodillas, botas y gorro de lana. No lo volvería a ver, pero si se daba el caso estaba seguro de que no lo reconocería. Había muchos hombres de aspecto similar en Brujas y en la oscuridad de esa noche sin luna resultaba prácticamente imposible apreciar los rasgos de su rostro con precisión. Sin embargo, ahora se fijaba en que al caminar cojeaba ligeramente de la pierna izquierda. Grabó el detalle en su memoria, no hay que fiarse de personas que se citan al amparo de la oscuridad de la noche para hacer negocios turbios. Nunca se sabe en qué momento pueden dejar de precisar tus servicios. Caminaban en silencio, alejándose de las naves del antiguo puerto fluvial. Hoy día, el río era apenas una ciénaga, un fantasma de su esplendor pasado, cuando dotó a la ciudad de Brujas de prosperidad al desposarla con el mar. Se adentraban en un bosquecillo, después de atravesar los campos de labranza y las granjas que rodeaban la ciudad. Habían caminado durante una media hora y seguían sin llegar a su destino. Hendrick estaba inquieto, el frío que le entumecía los miembros apenas remitía con la caminata y la humedad de la noche se abrazaba a su chaqueta de cuero, sobre la que resbalaban gotas de rocío condensado.

El camino que se abría ante ellos y que se adentraba en el bosquecillo era estrecho y poco frecuentado, ya que las malas hierbas llegaban a la altura de las rodillas. Estaba lleno de socavones y charcos, y en más de una ocasión estuvo a punto de perder el equilibrio al meter el pie en uno de ellos. Al igual que sucediera con los contactos, el lugar de encuentro variaba para evitar así un posible chivatazo, y esa noche era la primera vez que Hendrick encaminaba ese pequeño sendero entre los altos árboles del bosquecillo. No sabía cuánto tiempo había caminado, pero finalmente vio una luz procedente de algún lugar situado a su derecha, entre la vegetación. El hombre de la barba se volvió hacia él y con un gesto de la cabeza le indicó que ya habían llegado. El último tramo fue más sencillo y el pintor comprobó que la luz provenía de un refugio de leñadores. Una vez dentro se quitó con alivio la chaqueta al sentir en el rostro el calor de la chimenea encendida, colgándola en el respaldo de una silla para que se secara. La estancia era pequeña, pensada para una persona, a lo sumo dos, que no pasaría allí más que unos días. Había una chimenea, una mesa de madera y un camastro. Sobre las llamas colgaba un perol en el que hervía un líquido cuyo olor incitaba a todo, menos a probarlo. Alrededor de la mesa, tres sillas, en una de las cuales se sentaba un hombre al que Hendrick sí que conocía de otras veces. Era su cliente, su socio, o quizá ninguna de las dos cosas. Sin embargo, no sabía cómo dar con él, aunque lo necesitara; era él el que siempre lo buscaba y concertaba las citas. Toda precaución era poca en ese negocio. El hombre del labio leporino dejó el candil sobre la mesa y lo apagó. Las cortinas de la única ventana estaban echadas, con el fin impedir que la luz se viera desde el exterior. El tipo del candil se sentó junto a su jefe y no dijo nada, su tarea era llevarlo hasta allí, y, llegado el caso, acompañarlo de vuelta a la entrada del camino. Se sacó una botella de cerveza del abrigo y empezó a beber en silencio. Entonces, el otro hombre empezó a hablar.

- Has llegado tarde.
- Lo sé, un conocido vino a mi casa de improviso y tuve que deshacerme de él.
- No sabrá nada, ¿no? Supongo que tendrías la mercancía bien oculta, ya conoces las consecuencias de una traición y no creo tener que recordártelas.
- No se preocupe, venía por una cuartilla que han pegado por toda la ciudad condenando la práctica de la magia negra y la adoración al diablo. Miedos tontos de incultos supersticiosos, nada grave. Lo despaché rápido, pero, así y todo, me retrasó. No volverá a pasar.
- Claro que no, porque la próxima vez mis hombres no te esperarán y será la última vez que hagamos tratos contigo, ¿ha quedado claro?
- Muy claro, jefe.
- Muy bien, entonces estamos de acuerdo en eso. Te encargamos tres tablas, tablas que te proporcionamos y que debes haber terminado ya. Supongo que sabes que estás aquí para concertar el día y el lugar en el que se realizará la entrega.
- Lo sé. Usted dígame dónde y cuándo y allí estaré.
- Buen chico. La operación tendrá lugar la próxima noche de luna llena, en el puente de Ezel, a la medianoche exacta. Que acuda tu socio. Solo.
- Señor -Hendrick vaciló un momento antes de responder-, preferiría acudir yo mismo.
- Nada de eso, ya te has saltado el protocolo viniendo tú esta noche en su lugar. No me gusta tratar directamente con el artista. Lo sabes, y por eso esta será la última vez. Después de esta noche no volveremos a vernos. Las normas son claras: siempre a través de intermediarios. ¿Alguna pregunta?
- No, señor, se hará como usted ha dicho.

Tras este breve intercambio de frases, el marino cojo del abrigo hasta los pies se levantó y se dirigió a la puerta. Hendrick lo imitó. No hubo despedida; el jefe, un hombre de constitución flaca y manos huesudas cuyo rostro quedaba oculto por un sombrero de ala ancha, estaba ya inmerso en otros asuntos. Ojeaba con atención una serie de documentos dispersos sobre la mesa. El cojo y él caminaron por el bosque, deshaciendo el camino andado hacía apenas unos minutos, y cuando llegaron a las lindes, el marino se detuvo. No dijo nada, pero estaba claro que su compañía acababa ahí. Hendrick lo miró un instante. Imposible ver su cara, ni una señal que lo identificase más tarde. Así que comenzó a andar en dirección a la ciudad; tendría que dormir al raso, a la espera de que las puertas de la muralla abrieran para no levantar sospechas. El cojo no se movió de su posición a la entrada del sendero hasta que le quedó claro que el pintor no tenía intención de volver a fisgonear por allí.


Largo rato después del alba, Hendrick se encontraba en su cuarto alquilado de la Groenerei, tumbado sobre el incómodo camastro, sin poder conciliar el sueño. Se había metido en un buen lío. A ver cómo diantres conseguiría que su socio acudiera a la cita la próxima luna llena, para la que, para mayor desgracia, tan sólo quedaban quince días.