martes, 31 de marzo de 2020

Historia de la gordi confinada y la clase de yoga


Érase una vez una gordi que vivía confinada en un tercero sin ascensor debido a una terrible pandemia sin precedentes que asolaba el país. El miedo al virus había forzado a las autoridades a exigirle a la población que se quedase en casa, limitando las salidas y los desplazamientos a situaciones de extrema necesidad.

Así, tras varios días de encierro, la gordi acabó por fin con las últimas lembas y el último trozo de bizcocho de chocolate que le quedaban, pues si bien no era una gran repostera, sí en cambio una entregada comensala. En esas estaba, tratando de tragar el último pedazo del marmolillo mal llamado bizcocho, ayudándose de un vaso de leche, cuando tomó la determinación de introducir una rutina saludable en sus monótonos días de clausura. No tuvo que pensar demasiado para darse cuenta de que unas clases de yoga online serían una magnífica idea: meditación, estiramientos, algo de ejercicio anaeróbico de cierta exigencia… para terminar con una agradable sesión de relajación.

Dicho y hecho. Unas búsquedas en Internet y redes sociales más tarde, no sin antes pedir alguna recomendación (hay que ir siempre sobre seguro), la gordi se conecta a una sesión de kundalini yoga online, retransmisión en vivo a las 20:15 horas de la tarde. Para ponerse en situación, previamente se ha puesto ropa cómoda, ha encendido incienso y colocado su esterilla, tiene a mano un cojín para sentarse en la postura fácil con mayor comodidad y ha ajustado su flexo LED en modo «relajación», luz blanca cálida, nivel uno de intensidad (de cinco).

La clase empieza y la gordi está muy concentrada. Ni siquiera los maullidos de su gato, protestando para que le llene el cuenco de comida, ni los lametones de su perro consiguen que aparte la mirada del tercer ojo mientras respira profundamente con el abdomen, a ritmo pausado y constante. De momento, todo marcha bien. ¡Qué digo bien, mucho más que eso! Le están dando ganas hasta de ponerse un nombre en sánscrito y de recitar mantras por rutina. Sat – inspira – nam – espira. Sat – inspira – eleva los brazos con las manos entrelazadas por encima de la cabeza – nam – espira – desciende los brazos hasta la altura del pecho. Saaaaaatnaaam. Saaaaaatnaaam. Se diría que ha nacido para eso.

Satisfecha y en estado de semi trance, llega a la última fase: la relajación. Sin perder la concentración, se pone un jersey y se tumba boca arriba, con los brazos y las piernas extendidas y las palmas de las manos mirando hacia el techo. La suave música melódica acaricia sus oídos, el aroma del incienso impregna la estancia y su vientre sube y baja lentamente, marcando el ritmo de su respiración. Desde la lejana pantalla del ordenador, la voz del profesor susurra: evadíos a algún lugar en el que os sintáis plenos, confiados y en paz. Visualizaos allí y seguid respirando profundamente…

Las palabras obran su magia y en un instante se ve transportada a un pequeño prado a orillas de un serpenteante arroyo perdido en algún recóndito lugar de la sierra. Tumbada boca arriba con los ojos cerrados, siente los agradables rayos de sol calentando su piel desnuda. Hasta sus oídos llegan el sonido del agua corriendo entre los árboles y el alegre cantar de los pájaros. Mientras, su entrepierna se derrite, entregada por completo a las húmedas caricias que le profesa la boca de su amante y amado. El incendio se desata así, irremediable e incontrolablemente, y no le queda otra opción que rendirse a las llamas, sumergiéndose en el placer inmediato que le proporcionan sus manos. Hasta la culminación. Satnam.

Y así se acaba la historia de cómo la gordi confinada no consiguió terminar su primera sesión de yoga online.


Momentos con una guitarra

Es una soleada tarde de finales de primavera y estoy sentada en una silla de plástico blanca, en el patio. Las plantas abundan, exuberantes: las gitanillas están a rebosar de flores rosas y rojas, y el olor del jazmín y el azahar impregna el ambiente. Recuerdo unas manitas rechonchas que intentan torpemente alcanzar la posición correcta sobre los trastes de una guitarra. Mi padre está intentando enseñarme a tocar algunos acordes sencillos; La, Re, Do. Toma mis pequeños dedos entre los suyos e intenta llevarlos a la posición correcta de la cuerda y el traste. Yo me esfuerzo por estirar los deditos todo lo que puedo. Nada, no hay manera. Pronto queda claro que tendremos que esperar un poco a que esas manos crezcan lo suficiente como para poder encajar en la guitarra.
Me fascina ver a mi padre tocar y cantar, esa facilidad con la que desgarra las cuerdas, arrancando hermosas melodías que acompaña con su voz grave y profunda. Cuando papá toca la guitarra, su ojos están más vivos que nunca y no deja de sonreír. Su felicidad resulta tan contagiosa que se transmite a quien esté presente, y todo el mundo acaba siempre cantando con él. Papá conoce las canciones que todos queremos oír y sabe amenizar cualquier velada. Por eso quiero aprender a tocar; me gustaría ser como mi padre.
Pasan los años y el deseo infantil de aprender a tocar hace tiempo que quedó olvidado en el fondo de un cajón. Entonces, un día el curso de los acontecimientos cambia y necesito un pretexto para pasar más tiempo con mi padre. Porque ya no vive en casa y el régimen de visitas me resulta incómodo e insuficiente. Así que me acuerdo otra vez de la guitarra y de mi primer intento por aprender. Con mucha ilusión, juntos improvisamos unas clases en el salón, alrededor de la mesa camilla, aderezadas con aroma a tabaco negro y café. Unos sencillos esquemas en un cuaderno de cuadros que me ayuden a recordar la posición de los dedos en los trastes y de nuevo los viejos acordes La, Re, Do. Llegados a ese punto, mis manos han adquirido un tamaño de sobra adecuado para tocar y, satisfecha, empiezo a practicar. Pienso en los buenos momentos que compartiremos en adelante. Ya no hay nada que me impida aprender.
Y, sin embargo, las clases se ven de nuevo bruscamente interrumpidas. Esta vez no tienen la culpa mis manos, ni el tamaño de la guitarra, ni es por falta de motivación. Pero ninguno de los dos supimos prever el infarto que se lo llevaría así, sin avisar, una calurosa noche de verano. Una noche como esas en las que toda la familia, reunida en torno a papá y su guitarra, cantábamos y festejábamos hasta bien entrada la madrugada.
Durante los meses siguientes solo hay una cosa que me ayuda aliviar el inabarcable dolor que siento. Frustrada, me encierro en mi cuarto a tocar, obsesivamente, los pocos acordes que quedaron dibujados en esas hojas de cuaderno. Como si ese ejercicio, a ratos incluso automático, pudiera devolverme una parte de las horas que me habían sido arrebatadas de una forma tan injusta y repentina; una parte del tiempo que ya nunca más compartiría con mi padre.
En la actualidad, sigo conservando esas hojas cuadriculadas en la funda de mi (su) guitarra, junto con todas las canciones que me gusta tocar. Sí, al final aprendí a tocar. Y no solo eso. Aprendí también que ni el más banal de los momentos, ni el más rutinario de los besos puede darse por sentado ni por hecho. Vivamos y cuidémonos de forma consciente, pues no sabemos cuándo podría sernos arrebatado.


lunes, 23 de marzo de 2020

Le trottoir au soleil - No estamos invitados




¡No estamos invitados!


Nos los cruzamos los sábados de primavera. Cuando hace buen tiempo, decimos: «Tienen suerte.» Pero es una suerte aún mayor no participar en la boda. No hay nada peor que la felicidad obligada. Todo el mundo estirado, bien acicalado, reunido en pequeños e incómodos grupos sonrientes en la explanada del ayuntamiento o la plaza de la iglesia. La conversación no arranca, puesto que esperamos a los novios, con una concentración tan intensa que su aparición llega a amordazar los comentarios entusiastas. Tras la ceremonia encontramos el alivio de coger los coches. Al menos algo de movimiento, una bocanada de aire. Los hombres se precipitan en un impulso que da apariencia de agilidad al puerto almidonado de sus trajes de chaqueta. «¿Te llevamos, Christiane?». Las mujeres se llevan la mano a la pamela. En el habitáculo cerrado podremos por fin desahogarnos a base de golpes de claxon. ¿Está lejos? No, unos pocos kilómetros, hay unos jardines al borde de un estanque. Vinieron el jueves a hacerse las fotos.

Después, ahí están las mesitas redondas y, una vez que encontramos nuestro nombre, la inquietud de pensar en el grado de compromiso al leer los nombres vecinos. Eso, cuando no somos más que amigos o con la familia lejana. En ese caso, nos tocará exclamar qué bonito, qué bueno está y qué guapos están a cada momento, como prolegómeno de una conversación artificial y agotadora, teniendo en cuenta que, sin duda no volveremos a ver nunca a esta gente y que es preciso deshacernos en asentimientos, solo por una vez.

Sin embargo, es mucho peor cuando uno se encuentra en el centro de la diana. Los recién casados nunca saben si todo el mundo está satisfecho, qué quiere tu madre, si piensa que es el momento de levantarse para hacer la ronda por las mesas. Antes o después tienen lugar tensas disputas entre las familias, ya sea por el vino o por el crujiente de foie. El vídeo montaje con recuerdos de la etapa universitaria conmemora ampliamente el círculo de Hélène, mientras que apenas esboza el de Christophe, que casi ni aparece. Después del montaje, la música suscita comentarios agridulces, pero eso es cuando ya no nos queda casi nada más que decirnos; ahora empieza una especie de 4 x 4 o maratón de pasarlo en grande, de esos dos lo están dando todo.

Siempre ocurre lo mismo. Qué buen día hace. Es fantástico, no estamos invitados.



Traducción de fragmento de "Le trottoir au soleil", de Vincent Delerm

viernes, 20 de marzo de 2020

Le trottoir au soleil - Puedo darles de cenar



Puedo darles de cenar


En el extremo sur del departamento del Puy-de-Dôme, un pueblecito. Dore-l’Église. El pórtico románico, muy bajo, muy redondeado, es conocido, pero nadie teme sufrir las molestias del turismo, ni siquiera en pleno mes de agosto. Llegamos al caer la tarde, damos un largo paseo por los campos que rodean la aldea. El sol empieza a caer cuando volvemos al coche. Hay un café con una pequeña terraza. No podemos resistirnos a la tentación de sentarnos. No hay más clientela. Como nadie sale a tomarnos la nota, nos levantamos y justo en ese momento, una mujer de cierta edad abre la puerta y se aproxima. Sin prisa, faltaría más, pero una botella pequeña de agua y un tercio de cerveza. Un comentario sobre el calor, sin más pretensiones, por educación recíproca y para ganarse el derecho de quedarse un buen rato. Sin gran novedad ni sorpresa, rápidamente surge una particular complacencia por acomodarse en el silencio. Es la luz, coloreada de miel soñolienta, que lo impregna todo. Los campos circundantes, de matices que se van fundiendo poco a poco, como si cada uno de ellos enfrentase un deseo de singularidad que pronto se adormece. Y sobre todo, la iglesia, la iglesia de oro, un oro mate que penetra con absoluta calma en la piedra en el ocaso. El pórtico se destaca, profuso de dulzura y candidez. La unidad de la luz subraya su redonda perfección. Parece flotar, suspendido, y ganar relieve, curiosamente en proporción inversa a su falta de ostentación.

La luz también está en ti. Cada segundo que pasa te clava aún más en este milagro. Una tarde de verano. ¿Cómo marcharse? Ningún cartel, ningún menú en los cristales de la cafetería. Y sin embargo, cuando la patrona viene a recoger los vasos, te atreves a tentar una ínfima suerte con esta pregunta que planteas en un tono que de antemano suena a negación, como para conjurar la probable respuesta: «¿No sirven comidas?» La mujer no responde de inmediato y el astil de la balanza oscila entre el reparo y la posibilidad. Y entonces: «Puedo darles de cenar.» En realidad, no ha respondido. No sirve comidas, pero puede darnos de cenar, un magnífico menú en el que todo estará bueno, porque no habrá donde elegir. Cenarás a pequeños bocados de sereno asombro —Un salchichón excelente… ¿Te has fijado en qué buen trozo de queso?—. No habrías abandonado esa mesa redonda, algo oxidada. El pórtico va a arder en llamas, adquiriendo una tonalidad coral a la hora del café. Dore-l’Église. Pueden darte de cenar.



Traducción de fragmento de "Le trottoir au soleil", de Philippe Delerm



jueves, 19 de marzo de 2020

De los tiempos convulsos - París Saint-Lazare, dos kilómetros

A tiempos extraordinarios, entradas extraordinarias. Se ha decidido por unanimidad dedicar parte del preciado tiempo que se nos ha regalado a traducir (en lenguaje inclusivo, sin que se note mucho 😉) algunos de los relatos breves de la obra «Le trottoir au soleil», de Philippe Delerm (que ya utilicé en los inicios, ver entrada «De los solsticios»). Por gusto y por regalarnos algo de literatura, que nunca puede hacernos mal, sino todo lo contrario.
Espero que disfrutéis la lectura, como poco, tanto como yo la traducción.



París Saint-Lazare,
dos kilómetros

El tren circula hacia Saint-Lazare. No puede decirse que exista una espera, un deseo. Sin embargo, la aproximación a Saint-Lazare implica la idea de una realización, aunque el programa que nos aguarde no tenga nada de extraordinario. Sobre todo, parece que siempre estemos acercándonos a Saint-Lazare, como si de la flecha de Zenón se tratase, sin llegar nunca a alcanzar nuestro destino. Atravesamos el puente de Asnières. A la derecha, más abajo, hubo una vez una piscina, un rectángulo azul, una sed que no saciaremos nunca. Al pasar, muy deprisa, salpicaduras y confusión: no hay tiempo para fijarse en el movimiento de un nadador concreto, solo la imagen del disfrute de la gente, una efervescencia insolente, un desafío. Entonces, la piscina cierra, el rectángulo se vacía, puede apreciarse con claridad el movimiento en el fondo, la pendiente progresiva del suelo cubierto de teselas, una sensación de profundo silencio; no es por la cercanía del cementerio, pero este rectángulo vacío evoca una cierta imagen de la muerte. Mucho más tarde, el espacio es reemplazado por una zona de juegos, una pista ondulada para monopatines; una iniciativa un tanto insulsa de intentar decir que puede haber otra cosa, más allá del antes y el después.

Asnières, Clichy-Levallois, Pont-Cardinet, muros muy altos justo debajo del jardín de Batignolles y, a la sombra, en letras rojas sobre fondo blanco, «París Saint-Lazare, 2 km». Un poco antes, no nos ha pasado desapercibida la primera señal, «París Saint-Lazare, 5 km». ¿Para infundir paciencia al viajante? Más bien para multiplicar la lentitud progresiva del tren que traquetea casi a velocidad de ralentí. Durante mucho tiempo, íbamos a Saint-Lazare en autobús, más tarde en tren regional. Con independencia de las condiciones del viaje, de pie, sentado más o menos cómodamente, esa desaceleración está siempre ahí, justo antes de llegar a puerto, al igual que la decantación de esta operación mental. Hemos llegado a Saint-Lazare. Podríamos haber llegado a Montparnasse o a la Gare du Nord. Los destinos son distintos, no cabe duda, no nos cruzamos.

Sin embargo, suspendida en el espacio-tiempo, flota esa latente proximidad. Cada persona constituye, en apariencia, una isla. Pero hay edificios, entramados de calles, descoloridos carteles publicitarios y rojizos letreros fluorescentes impresos en los cuerpos, en las cabezas. Ha sucedido con una indiferencia fingida, la mirada taciturna, ya seamos amante a la espera de un encuentro en el vestíbulo, secretario de dirección o empleada de banca. El atraque en París constituye una falsa liberación, aunque el paso rápido quiera dar la impresión contraria al cruzar el andén. Desde la neutralidad, hemos disimulado mucho. Y es que existe una satisfacción oculta y profunda, casi una felicidad secreta en formar parte del viaje, en cruzar infinitamente hacia París capital, en no llegar nunca al destino. En estar en la vida.