martes, 1 de agosto de 2017

De Benahoare

Mi amigo Antonio le dice con frecuencia a su pareja: “Bésame, que se nos escapa la vida”. Y dejando a un lado la ternura de la situación, que siempre me hace sonreír, lo cierto es que lo que dice no es ninguna tontería.

En estos dos últimos meses, no es que no haya escrito; sí que lo he hecho, y mucho. Pero he escrito para mí, he plasmado mis reflexiones en el papel, a la antigua usanza, con un bolígrafo, en alguna de mis muchas de libretas. Y he visto cómo el tiempo se escurría entre mis dedos, deprisa, tal y como pasa el tiempo cuando se disfruta. Últimamente he adquirido una conciencia casi física de lo efímeros que resultan los momentos buenos; y los malos, por ende. Aunque se perciban de modo diferente. Curiosamente, esta nueva conciencia me permite ser menos ansiosa ante la espera (por ejemplo, de un viaje), saborear mejor los momentos dulces y relativizar los días grises.

Estos meses han sido unos meses intensos, con varios viajes que han concluido con mi reciente visita a Benahoare, como llamaban los aborígenes a la isla de La Palma; la Isla Bonita. Ha sido mi primer viaje en solitario y una experiencia que aguardaba con ilusión desde que empecé a planificarla en primavera. Curiosamente, y a pesar de que sin ninguna duda han sido cinco días magníficos, allí el tiempo no pasaba tan aprisa. Parecía suspendido entre el cielo y el océano, a medio camino entre el mar de nubes que se acumulaba en las cumbres de la Caldera de Taburiente y las costas pedregosas de la isla. Y experimenté la calma. El deambular sin seguir una ruta programada, improvisando, contemplando. He tenido tiempo para todo, menos para aburrirme. Se me da bien estar conmigo misma. Siempre me ha gustado tener una pequeña dosis diaria de soledad y aunque desde hace un tiempo esa dosis dista mucho de ser pequeña, la sigo disfrutando igual. Recuerdo que la última vez que visité a mi abuela, esta me dijo, como quien confiesa algo malo, que disfrutaba mucho estando sola: “Yo me siento en mi salita, con mi costura, un libro o la tele, y a menudo pienso que poca gente habrá en el mundo que esté tan a gusto como me encuentro yo en este momento.” Hay que saber estar a solas con uno mismo; creo que sobra explicar por qué la adoro tanto. 

Al contrario de lo que algunos pensarán, en este viaje no he llegado a ningún conocimiento profundo de mi ser, ni he tenido ninguna revelación trascendental. He reflexionado, claro que sí, y he escrito, mucho más que en los últimos meses, pero sobre todo he estado allí, presente en esos momentos y en esos lugares, aprehendiéndolo todo con los ojos, las manos, el alma. Y aprendiendo. Y deseando saber más. ¿Qué son estos árboles? ¿Por qué son distintos a un lado y otro de la isla? ¿Cómo se llamará este pajarillo que me acompaña durante mi ruta? Ya lo he visto en otros rincones… ¿Cuál es el nombre de todas estas especies de cactus? ¿A qué se dedican los distintos telescopios del Roque de los Muchachos? ¿Cómo puede ser que no consiga encontrar a Casiopea? Claro que estamos más al sur, pero… Miro ahora la naturaleza como quien se asoma por la ventana a un fascinante mundo que, si bien puede ver, apenas llega a tocar, a entender. Y vuelvo a ser consciente de lo mucho que no sé, y eso me hace sentir pequeña. Y esa sensación me reconforta, pues en mi insignificancia, estoy donde debo estar. Y desde ella puedo seguir avanzando segura, y ahora reconozco al lagarto papazul, al cernícalo o al pinzón canario. Y los tiles y los pinos canarios, y sé que la isla por la que camino fue la penúltima del archipiélago en surgir del mar y que las tierras del sur apenas tienen trescientos años, pues son resultado de la erupción del volcán de San Antonio en el siglo XVII. Y que el telescopio que visité se llama William Herschel en honor al astrónomo que descubrió Urano, ya bien cumplidos los cuarenta y tras iniciarse en la disciplina a los treinta y cinco. Ya ves… después de todo, aún tengo mucho tiempo por delante para aprender. Y para hacer.

El viaje finaliza en el sur, como no podía ser de otro modo, y mientras camino entre los conos y los campos de escoria volcánica que se extienden hasta el mar, llega hasta mis manos la foto de un perrillo abandonado. Algo dentro de mí se ha revuelto y no consigo sacármelo de la cabeza, como si hubiera estado destinado a suceder. Y decido que se quedará conmigo frente al Roque de Teneguía. Y decido, también, que se llamará Roque.

El tiempo pasa más despacio en Benahoare, el clima es más suave y las ideas fluyen mejor, como contagiadas de su calma e impulsadas por los incesantes alisios. Vuelvo con una libreta llena de notas, el cuerpo y el alma llenos de energía y un nuevo compañero de alegrías.