lunes, 17 de enero de 2022

Grand Cru Classé

https://go.ivoox.com/sq/1444933


Los enólogos bordeleses afirman que un Grand Cru Classé debe madurar entre ocho y quince años en botella antes de alcanzar su momento de consumo ideal.

Hay estudios que demuestran que el subconsciente toma nuestras decisiones mucho antes de lo que podamos llegar siquiera a imaginar.

 

Otra mudanza más. Con esta, pasaban ya de la veintena. Tres internacionales, otras siete interregionales y las restantes —perdió la cuenta hacía años—, locales, aunque no por ello menos estresantes. Pocas cosas hay en la vida tan perturbadoras como una mudanza. Y esta última era la tercera internacional. Aunque esperaba que fuera también la última, el ansiado regreso a casa. Eso deseaba, pero en el fondo de su ser, no se lo creía.

Alicia abría cajas con gesto mecánico. Los mozos de la agencia las habían ido dejando en las estancias que indicaban sus rótulos y ahora ella debía ocuparse de poner cada cosa en su lugar. Como no soportaba el silencio que se había instalado en la enorme casa tras marcharse el personal de la mudanza, seleccionó en su smartphone una lista de rancheras que tronó a través del hilo musical, magnificada por el eco del espacio vacío. A los veinticinco años había cambiado el coleccionismo de vinilos por una suscripción premium a la app y por vez primera paladeó el placer que provoca el cumplimiento inmediato de un deseo a golpe de clic. Ajustó el volumen y se alegró de haberse decidido a instalar el hilo. Hija del siglo XX, seguía teniendo ciertas reservas respecto al exceso de tecnología en el hogar y esta había sido una de sus escasas concesiones.

Ordenar su cuarto le pareció lo más urgente. Buscó la caja con la ropa de cama, seleccionó las sábanas y la vistió con esmero. Como se viste a una criatura. Recordó cómo Zipi y Zape la arroparon sobre un colchón sin somier tirado en el suelo la primera noche que pasó en su pisito de Ginebra. Hacía tantos años de eso… Ahora, sus gatos la observaban estáticos desde el cuadro multifoto que reposaba apoyado contra la pared del fondo. Tenía que comprar ganchos cuelga fácil. Una cosa más que añadir a la lista.

Acompañada por los desgarrados lamentos de Vicente Fernández, Alicia se dispuso a disfrutar de la tarea de colocar su ropa en las baldas y barras de su nuevo y flamante vestidor. A los treinta y tres había renegado de la fast fashion y había empezado a coleccionar prendas prêt-à-porter de pequeñas firmas independientes. Preferiblemente, españolas. Por lo demás, en su armario abundaba la ropa vintage de segunda mano y deportiva. Le gustaba seleccionar sus outfits con el cuidado que se pone al pintar una acuarela. El mismo mimo en la combinación de colores, texturas y formas. Y solía cambiar de peinado o corte de pelo entre dos y tres veces al año. Le resultaba muy útil a la hora de fechar las fotos a simple vista. El bob desfilado con flequillo recto fue a primeros de año y para verano cambió a media melena recta con flequillo de lado, más cómodo de peinar cuando se bañaba en el mar. Y recientemente había vuelto a atreverse con un pixie algo crecido, con patillas largas y flequillo también largo. Le aportaba un plus de sofisticación incluso cuando empuñaba sus piolets y ascendía por estrechos corredores de nieve y hielo.

Practicó la escalada y el alpinismo hasta los treinta y cinco, cuando los cambió por el running al mudarse a Burdeos. Y a sus cuarenta y cuatro seguía corriendo, aunque un poco más sola que antes. Apartó con pesar una caja rotulada con un escueto «Kira» —¿por qué la habían dejado en su cuarto?—y la dejó en el pasillo, junto a otras que debía subir al desván. Con eso, la habitación había quedado bastante despejada y tan solo quedaban dos pequeñas cajas sobre la cómoda. En una podía leerse «Deco máster bedroom» y en la otra, «Félix». Cogió con cuidado la segunda, la llevó a la sala de estar y la colocó sobre la mesa de centro. Aquí todavía no había avanzado mucho, pero el sofá y el resto del mobiliario los habían dejado montados los mozos, y no tenía ninguna prisa por colocar las piezas de artesanía que adornaban las vitrinas.

Al desplomarse en el sofá cayó en la cuenta de lo cansada que estaba. Abrió la caja con un cúter y extrajo su contenido: una botella de vino, una carpeta de gomas y unos álbumes de fotos. Félix… Al igual que a las montañas, Alicia abandonó a Félix después de llegar a Francia. De su último encuentro conservaba esa botella Chateau Soutard Grand Cru Classé, cosecha de 2023, que tenía un sobre pegado con cinta adhesiva en el que podía leerse «No abrir hasta el 15 de octubre de 2033». El quince de octubre de dos mil treinta y tres era el próximo fin de semana y era también el día de su cuadragésimo quinto cumpleaños. Casi diez años la separaban del momento en el que compraron la botella y guardaron sus deseos para el futuro en ese sobre, hoy amarillento. Pero a Alicia no le gustaba demasiado pensar en ese día, por eso se había limitado a trasladar la caja de una casa a otra. Siempre con el máximo cuidado. Siempre en su coche, a salvo del camión de mudanzas. Y siempre cerrada.

La inactividad la hizo estremecerse de frío en el sofá y se levantó para encender la chimenea. En la casa del pueblo era siempre Félix el que se ocupaba de eso, pero no le costó demasiado conseguir prender un buen fuego. Aprovechó para envolverse en una bata suave con forro de borreguito y se sirvió una copa de sauvignon blanc. De nuevo en el sofá, apartó los álbumes con delicadeza y abrió la carpeta de gomas. De ella sacó los correos electrónicos que Félix le había ido enviando en ese tiempo. Uno por cada cumpleaños. Nueve mensajes como nueve cantos al aire que ella había impreso y guardado con celo, aguardando al momento en el que sabría responder. Volvió a leerlos todos. Por orden, del primero al último. Se sorprendió al releer los más antiguos; lloró. Estuvo hasta tentada de repasar también los álbumes. La soledad no está tan mal, cuando eres tú quien la elige. Es mil veces preferible al abandono. Pero en pocos días ella cumpliría cuarenta y cinco y deseaba beberse esa botella de vino con Félix. Abrir el sobre juntos, sorprenderse también al leer sus propias palabras, ya olvidadas, escritas por una Alicia a la que hoy día —estaba segura— le costaría incluso reconocer. Descubrir qué había decidido escribir él. Alguna ñoñada, seguro. Sonrió. Jugueteó un poco con la botella entre las manos, sopesando las distintas posibilidades y por fin agarró el teléfono móvil.

Acababan de dar las ocho de la tarde, por lo que la librería aún debía estar abierta. Aunque quizá él estuviese de mañana esa semana. Tardaron una eternidad en responder y la voz al otro lado de la línea no le resultó conocida. Tampoco era de extrañar. Al preguntar por Félix su voz tembló levemente y sonó más aguda de lo que era en realidad. Tuvo que repetir la pregunta y, mientras escuchaba, el leve sonrojo que adornaba sus mejillas se fue tornando blanquecino. Temblorosa, dio las gracias y colgó con torpeza.

 

Horas, más tarde, Alicia despertó echa un ovillo en el sofá. El fuego casi se había consumido, apenas quedaba un pequeño tronco incandescente. Despacio, se incorporó hasta sentarse. Despegó con cuidado el sobre de la botella de vino. Fue hasta la cocina, cogió un sacacorchos y una copa limpia y regresó al salón. Abrió la botella Chateau Soutard Grand Cru Classé, cosecha de 2023, y la dejó respirar. Se agachó para recoger un par de troncos de la leñera y se dispuso a avivar las llamas. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos, y la mirada perdida. Se echó un poco de vino en la copa y lo cató como catan el vino los profesionales. Color púrpura con reflejos morados. Potentes aromas a fruta madura, canela y especias. En boca, taninos equilibrados, sedoso, afrutado y sabroso. Sí, estaba rico, así que se sirvió la copa completa. A su espalda, el fuego ya crepitaba con fuerza. Se volvió para calentarse y, sin pensarlo dos veces, agarró el sobre y lo lanzó a las llamas. Mientras observaba cómo sus esquinas comenzaban a doblarse, sucumbiendo al calor, Alicia alzó su copa y musitó «Que la tierra te sea leve, cariño».


lunes, 20 de diciembre de 2021

De tu nombre, de vuestro nombre

 

  Vive mi soledad en tu nombre

Mi soledad incurable

Mi soledad que muerde

Mi soledad aciaga

 

Una losa que me aplasta

fría, como la escarcha

que hace temblar mis piernas

y que flaqueen las fuerzas

 

No soy una roca, no

y hasta hay montañas que colapsan

en la noche más oscura

de mis pesadillas más arduas

 

Mi soledad

Mi profundo desamparo

Mi eterno desarraigo

Mi incomprensible abandono

 

Yo maldigo vuestro nombre

Ese que tanto adoro

Que os hace marchar muy pronto

Y trae consigo la condena

de vuestra insoportable ausencia


¡Ya llega, padre, tu sobrino querido!

¡Ríe, toca, canta para él!

Que no se acabe nunca el baile

¡Y viva! por siempre vuestro arte


Que no se pierda ese semblante

siempre joven

siempre manso

pues no me queda otro consuelo

que saberos celebrando

 

  

A mi querido primo Jota

A mi amado padre José Juan

D.E.P.

Siempre con nosotros

domingo, 2 de mayo de 2021

30 de abril

Abro los ojos y noto que estoy sola. Claro, no está Jesús. Tuvo que irse ayer. Pero, aún así, es raro. Me incorporo un poco y miro hacia los pies de la cama. Nada. Allí tampoco. Me quedo así, tumbada, con los ojos abiertos, pensando. Es el último día del mes de abril y con él se marchan también las lluvias. Lo sé por la luz que se cuela entre las rendijas de la persiana, más limpia y clara que los días anteriores. Va a hacer sol.

Recuerdo entonces la mañana en la que murió mi padre. Y no siento tristeza, ni angustia. Solo imágenes en mi mente. Imágenes que vienen y se van.

Al cabo de un rato, Eddie siente que estoy despierta y se acerca, maullando bajito. Detrás de él oigo otras pisadas, amortiguadas y torpes. Y oigo también cómo alguien salta al baúl de mimbre que está a los pies de mi cama. No me hace falta mirar para saber que se trata de Micho. Pero me incorporo, porque quiero verlo. No quiero dejar de verlo. Eddie ya está sentado en la cama, pero él es más sigiloso, ni lo he notado subir.

Llamo despacio a Micho, siseando con la lengua, haciéndole gestos con los dedos. Como se llama a los gatos. Me mira con los ojos entrecerrados y salta a la cama. Se acerca unos pasos y se detiene. Ha llegado justo al hueco que forman mis piernas arqueadas y allí se queda agazapado, como si le fallasen las fuerzas. Entonces entra Roque, como un remolino, golpeándolo todo a su paso con la cola. Y Micho parece asustarse.

No sé cuánto tiempo estoy así. Esta mañana todo parece funcionar a ralentí. Como en una película de slow motion. Pero, en algún momento, salgo de la cama. Preparo el desayuno. Recojo el lavavajillas. Desayuno. Recojo el desayuno. Limpio el arenero. Barro. Pongo de comer a las fieras. Y empiezo a vestirme.

Plantada delante del armario, dudo sobre qué ponerme. ¿Falda o pantalón? ¿Camisa o jersey? Tardo un rato en darme cuenta de lo que estoy haciendo y vuelvo a pensar en el día en que enterraron a mi padre. ¿Qué me puse ese día? No consigo recordarlo. Seguramente no vestí de negro. Tenía poca ropa negra por aquel entonces. Creo que empecé a comprarla más tarde.

Al final, me decido por un pantalón chino, color camel. Quiero vestir colores claros; el día es primaveral. Y hace sol. Encuentro la camiseta al segundo intento. Tras descartar una beige con motas de colores opto por una blanca, lisa, de manga corta. ¿Y encima? Me gusta la rebeca beige de gruesa lana y punto de ochos, con botones de falso carey. Pero temo que sea demasiado invernal. Pruebo entonces con una camisa vaquera de color negro lavado, pero es demasiado oscura. Lo intento con una azul. Demasiado vulgar. Será, por fin, la rebeca de lana gruesa.

Para los pies escojo unos calcetines nuevos, también beige, de canalé, que compré porque me recordaban a los que estrenaba cada Domingo de Ramos. Se verán bien con los zapatos planos de piel marrón natural, con tiras desde el empeine hasta el tobillo. El espejo me devuelve una imagen satisfactoria y me preparo para salir. Pero Micho me mira inmóvil desde la cama y me tumbo a su lado. ¿O eso fue antes? Recuerdo la mañana en la que me tumbé al lado de mi padre hasta que llegó la ambulancia. Ese día el tiempo también parecía ir más despacio de lo normal.

Salgo entonces a la calle con Roque y observo que, sin proponérmelo, vestimos a juego. Bajamos hasta el parque de la cuesta. Me dijo Jesús que antes del parque hubo aquí un cuartel abandonado. ¿Era un cuartel? Cruzo al descampado por el agujero de la valla. «Siempre hay un agujero en la valla». Y si alguna vez lo arreglan, no hay que esperar más de 24 horas para que reaparezca. Roque va directo al otro lado, al otro descampado que se extiende al cruzar una enorme puerta de hierro que siempre está abierta. Hay muchos grafitis ahí. Cada día más. Y observo que hoy hay algunos nuevos. Camino detrás de Roque sin pensar en nada —bueno, sí, pienso en estas líneas que escribiré más tarde. Y descubro una senda entre la hierba alta que me lleva hasta la parte trasera del recinto. La tomo y me acerco por primera vez hasta allí, curiosa. Sin embargo, a raíz de cómo se desenvuelve, diría que no es la primera vez que Roque corretea por aquí. Y allí, en el muro del fondo, descubro el grafiti de lo que parece un gato —sí, es un gato— con alas y cuerpo de fantasma. Pero es naranja. Al mirarme los pies me doy cuenta de que el rocío me ha mojado los zapatos. Será mejor salir de aquí.

De regreso a casa el tiempo se acelera de pronto. Casi es la hora. Rosa me llama, que está aparcando. Minutos después toca a mi puerta. Ya está todo listo. Con cuidado, tomo a Micho en brazos y lo meto en su trasportín. No se resiste. Lo cubro con un pareo y salimos. Eva nos espera abajo. De un salto, atravesamos Molinos y llegamos a la clínica. Javi nos aguarda y nos hace pasar en el acto. Se nos une María. Hacemos un breve repaso. Que no está bien. Que, de hecho, cada hora que pasa está peor. Que no quiere comer. Ni beber. Que está débil. Que no tiene sentido hacerle el análisis de sangre. Que es irreversible. Que no, que no se lo hacemos. Que va a ser rápido. Que lo van preparando todo.

Vértigo. Tengo a Micho en brazos; todavía está entre mis brazos. Vértigo. No pesa nada, ha perdido tanto peso. María me pide amablemente que se lo deje, que a mí me da impresión. Le abren la vía. No veo nada. Son las lágrimas; pido papel. Trato de calmarme y vuelvo a su lado. Lo abrazo. Eva me abraza a mí. Javi me explica. Primero la sedación. Va a ser rápido. Y vaya si lo es. Le susurro que estoy con él. En cuestión de segundos se queda dormido. Rompo a llorar. Ahora viene Rosa. Y la anestesia. Y yo insisto: «estoy contigo». Pero ya no me oye. Pero yo no lo suelto. Y llega la tercera inyección. La última. Y lo tengo entre mis manos. Y le acaricio la frente. Como le gusta. Estoy contigo. Estoy contigo. Estoy contigo. Y lo beso antes de salir.

Salimos de la clínica y el tiempo, de nuevo, desacelera. Con el trasportín vacío en una mano y un vacío aún más grande en el alma decido tomarme un café con mis amigas. El día que murió mi padre también tomé café y me reí con mis amigas. Antes de volver a casa, pasamos por la floristería y Rosa me regala una pequeña planta de hojas rosadas, en macetero blanco. Tenía que ser blanco.

Ya subo la escalera hasta el tercer piso, infinitamente más sola de lo que la bajé hace una hora, pero también más tranquila. Micho duerme en paz y yo he estado con él.

miércoles, 7 de octubre de 2020

domingo, 26 de abril de 2020

La bicicleta de Aleixo


Esa mañana, como cada mañana de domingo desde hace ya más de cuatro años, el despertador de Aleixo suena antes del amanecer. Le cuesta ubicarse, pero cuando consigue espabilare un poco salta animado de la cama. A pesar de ser el día que más madruga de toda la semana, es también el que menos le cuesta, pues lo hace para visitar a su abuelo, que es probablemente la persona a quien más quiere del mundo.
Para ver al abuelo, Aleixo tiene que recorrer un trayecto de unos quince kilómetros ida y otros quince vuelta hasta la aldea en la que vive. Su familia emigró a la ciudad con el auge de la construcción naval y aunque ahora están algo mejor, sus escasos recursos no le alcanzan para comprarle una bicicleta con la que desplazarse. Por eso, todos los domingos, Aleixo madruga para poder llegar a mediodía a la aldea y pasarse las horas sentado con su abuelo, remendando redes de pesca mientras rememoran historias de otras épocas mil veces narradas: de cuando navegaba en alta mar, de cómo conoció y cortejó a la abuela María —una de sus historias preferidas—, de cuando nació su madre…

Sin embargo, ese domingo es especial. Hoy Aleixo cumple doce años y por fin, después de salir durante muchos meses con su madre a mariscar, sus padres han conseguido reunir el dinero suficiente para regalarle una bicicleta de segunda mano. ¡Su abuelo no se lo va a creer! Ahora no solo podrá ir a verlo los domingos, ¡sino todo lo a menudo que quiera! Está tan emocionado que ha madrugado tanto como cuando tiene que ir andando, solo para sorprenderlo mientras desayuna. No puede esperar a ver su cara de asombro cuando lo vea aparecer montado sobre su bici. Ni siquiera le había contado que estuviera saliendo a mariscar, para que la sorpresa fuese aún mayor. ¡Estará muy orgulloso de él!

Tras despedirse de sus padres con un beso apresurado —«Con sentidiño, rapaz, con sentidiño», le grita su madre desde la puerta—, Aleixo toma la carretera como un rayo, pedaleando todo lo rápido que se lo permiten las piernas. A su derecha quedan los imponentes acantilados de la Costa da Morte, cuyas vistas nunca lo dejan indiferente. Pero ese día no, ese día tiene demasiada prisa por llegar. Mientras pedalea, imagina de mil y una formas distintas cómo será el encuentro con su abuelo, la alegría tan grande que se llevará, la exquisita tarta que habrá preparado la abuela para merendar…

No son ni las diez de la mañana cuando Aleixo atisba las primeras casas de la aldea. Como una exhalación llega a casa de los abuelos, pero el recibimiento que le aguarda le hace frenar en seco varios metros antes. Su abuela está de pie ante el umbral, llorando, mientras un par de vecinas tratan de consolarla. En ese mismo momento llega también hasta sus oídos el tañido de las campanas de la ermita llamando a muerto. A cámara lenta, observa a los vecinos acercándose desde todos los rincones, con gesto sombrío y vestidos de luto. Un escalofrío le recorre la espalda al comprender lo sucedido y antes siquiera de que su abuela perciba su presencia, Aleixo se da la media vuelta y se marcha de allí a toda prisa.

Por segunda vez en pocas horas, trata de pedalear todo lo rápido que se lo permiten sus ya agotadas piernas. Como si alejarse de allí pudiera cambiar el curso de los hechos. Pero las lágrimas no le dejan ver la carretera y al poco debe detenerse en el arcén para tomar aliento.

Allí de pie, postrado ante la inmensidad del mar siente tanta rabia que piensa que va a volverse loco y nota cómo un intenso impulso por lanzarse al vacío se apodera de él. A lo mejor de ese modo consigue aplacar el sufrimiento que le atraviesa en dos el pecho. Se queda mirando su bicicleta, la magnífica bicicleta que iba a permitirle visitar a su abuelo no solo los domingos, sino varias veces por semana. Un sueño hecho realidad que, sin embargo, se ha visto truncado antes siquiera de llegar a abrir los ojos. Dirige entonces su rabia contra ese objeto adquirido con tantos meses de trabajo y esfuerzo. Al final, ¿para qué? En un último gesto desesperado, la agarra sin miramientos y con un desgarrador grito de dolor, la arroja al acantilado. El estruendo de las olas rompiendo furiosas contra la costa amortigua el ruido de la bicicleta al caer, pero la imagen de los hierros destrozándose contra las rocas ejerce un efecto catártico en el alma de Aleixo que permite que, lentamente, este salga de su trance y recupere el control. Angustiado, toma conciencia de lo que acaba de hacer.

—«Agora xa foi»— piensa, —te toca volver andando a casa—.

sábado, 25 de abril de 2020

Cuento de la bailarina y el dragón


Había una vez, una bailarina que vivía en una cajita de madera que estaba encima de la mesita de noche de Simón. Y cada vez que la cajita se abría, la bailarina bailaba y bailaba, dando vueltas sobre sí misma, al son de la música que salía del interior de la cajita. A la bailarina le gustaba mucho bailar, pero a veces se aburría, porque la música era siempre la misma y además, no salía nunca de su cajita.
Su mejor amigo era un dragón de peluche que vivía encima de la cama de Simón. Pero Simón tenía muchos otros juguetes más modernos y divertidos, con luces y que hacían todo tipo de sonidos, y era con esos con los que más le gustaba jugar. Ya no le interesaban mucho la bailarina y el dragón, porque pensaba que eran de «niños pequeños».
La bailarina, que era muy lista, se había dado cuenta de eso y quería viajar. Ya que Simón prefería jugar con otros juguetes, ella dejaría su cajita y saldría fuera, a explorar el mundo. ¡Era una idea fantástica! Pero cada vez que quería saltar fuera de la cajita, decidida a coger su mochila y marcharse, su amigo el dragón, le decía muy preocupado:
—¡Pero, bailarina! ¿A dónde vas a ir tú solita? ¡El mundo es muy grande y te puede atropellar un coche al cruzar la calle! ¡Y también te puedes perder!
Y así seguía un buen rato, hablándole de todos los peligros que podía encontrarse, hasta que la bailarina se asustaba mucho y se encogía mucho, de tanto miedo que le daba, y volvía a encerrarse dentro de su cajita durante muchos días más, pensando que bailar no estaba tan mal, después de todo.
El tiempo iba pasando y cada vez que la bailarina se sentía preparada para marcharse, el dragón de peluche la convencía de que no lo hiciera. Y como el dragón era su amigo, ella siempre acababa haciéndole caso. Hasta que un buen día, la cajita de la bailarina se abrió y cuando ella empezó a bailar se fijó en que su amigo no estaba encima de la cama. ¿Dónde se habría metido el dragón? ¿A lo mejor se había ido de vacaciones sin ella? ¿Sería posible que hubiera dejado de tener miedo y hubiese emprendido una aventura sin decírselo? Era muy raro... Dragón era muy miedoso... ¡Y además, era su amigo! Y los amigos no se van sin avisar. No, lo más seguro es que le hubiese pasado algo. ¡Seguro que estaba en problemas!
Y cuando la bailarina se dio cuenta de que su amigo podría necesitar su ayuda, ¡no se lo pensó dos veces! Se asomó al borde de su cajita, calculó bien la distancia, cogió carrerilla y... ¡dio un enorme salto y aterrizó sobre la cama! ¡Sí, lo había logrado! Ahora solo tenía que encontrar a su amigo.
Sin pensar en todas las cosas malas que Dragón siempre le decía que podrían pasarle, la bailarina empezó a buscar a su amigo en todas las habitaciones: en el cuarto de la mamá y el papá de Simón, en el cuarto de baño, en el dormitorio de la hermanita pequeña de Simón, en el salón... Pero nada, ¡no había manera! ¿Dónde podría estar? Entonces se dio cuenta de que todavía le faltaba una habitación, al final del pasillo. ¡Claro! ¡Se le había olvidado mirar en la cocina! Y en efecto, ¡allí estaba su amigo! ¡Dentro de la lavadora, para ser más exactos! Dando vueltas y más vueltas, como la bailarina cuando bailaba en su cajita.
Y así estaban los dos, la bailarina mirando a su amigo girar, sin saber qué hacer y el dragón de peluche dando vueltas sin parar, muy asustado dentro de la lavadora, cuando de pronto, la máquina se paró y la puerta se abrió. ¡Con qué alegría se abrazaron al reencontrarse! Aunque claro, como estaba empapado, Dragón puso chorreando a Bailarina. ¡Pero no les importó nada, y los dos daban saltitos de alegría, cogidos de la mano!
Entonces, Dragón miró muy serio a su amiga y le dijo:
—Bailarina, dentro de esa lavadora me he dado cuenta de lo aburrida que tienes que estar siempre, nada más que dando vueltas y vueltas, bailando en tu cajita de madera. Además, has sido muy valiente viniendo a buscarme, a pesar de todas las cosas malas que te dije que podrían pasarte. ¡Muchas gracias, amiga mía! He decidido que te acompañaré en ese viaje y que, juntos, descubriremos muchos sitios bonitos y nos ayudaremos si hubiese algún problema. Igual que tú me has ayudado a mí.
La Bailarina se puso muy contenta y abrazó muy fuerte a su amigo. Y los dos hicieron las maletas y cogieron un autobús a la playa para empezar sus aventuras. ¿Y quién sabe a qué magníficos lugares les habrán llevado sus pasos?

jueves, 16 de abril de 2020

Mi luz


Que la deje; todo el mundo igual. Que si no me conviene, que si segundas partes nunca fueron buenas, que si con lo que me costó dejarla la última vez... Pero nadie se molesta en preguntarme qué quiero yo. Cuáles son mis motivos. Nadie se da cuenta de que ella es mi luz al final del túnel. Del túnel de mierda en el que vivo, de los días de dolor, de la angustia, del frío, la pobreza y el hambre. Joder, si no fuera por ella no tendría ni un solo motivo para seguir vivo. Y si un día me mata, que me mate. Me da igual, te juro que me suda la polla. Al menos será una muerte dulce. Y si alguna vez os habéis metido un pico seguro que sabréis de lo que os hablo. Esa sensación de flotar, ese bienestar que te atraviesa la médula y se reproduce en cada célula de tu ser, multiplicando por cien el mejor de los orgasmos que hayas sentido en toda tu puñetera vida. Así es ella, te eleva a los cielos y te hunde en el infierno, tres, cinco, seis veces en un mismo día. Por ella haces lo que sea, te pinchas donde sea, entre los dedos de los pies, en la yugular, hasta en el rabo si hace falta. Lo único es que, como las mujeres bonitas, ella también sale cara, la jodía. Pero siempre hay maneras, uno se las arregla. Pues la alternativa ni se plantea. En serio. ¿Pensáis que sabéis lo que es un mono porque habéis visto Trainspotting o Réquiem por un sueño? Y una mierda; no sabéis una mierda. Pensad en la peor gripe que hayáis pasado. Y no me refiero a la mierda esta del coronavirus, que ya os digo yo que a mí no me va a matar, si no lo han hecho ya el caballo, el VIH o la hepatitis. Superviviente de los ochenta y aquí estoy, me cago en mi calavera.

¿Qué estaba diciendo? Ah, sí, eso, lo del mono. Pues eso, que penséis en la vez que más malos os hayáis sentido, alguna vez que hayáis pensado, «joder, de esta no salgo». O a lo mejor es que nunca os habéis sentido así, niñitos de mamá. Pero ojo, que me alegro por vosotros, ¿eh? De verdad que sí. Bueno, pues coged todo ese malestar, esos dolores infernales de cabeza, de huesos, de articulaciones, esos tembleques incontrolables, los escalofríos atravesándote la espina dorsal, los sudores fríos... y multiplicadlos por infinito. Y no me jodáis los matemáticos. Sí se puede. Os lo digo yo, que lo he sufrido. Y más de una vez. Nadie daba un duro por mí. He enterrado a más amigos de los que tenéis en vuestras ridículas cuentas de redes sociales. Porque hablo de amigos de verdad, no de esos de los que tanto presumís y con los que no sabríais ni de qué hablar, si tuvieseis que tomaros una birra con ellos. Así que no, no la voy a dejar. Al menos mientras siga sin encontrar curro y sin salir del hoyo... No. Mientras siga así, seguiré visitando su luz.

Y ahora, si no os importa, dejadme solo, por favor, que me han dado unas ganas locas de colocarme.