martes, 28 de marzo de 2017

Del Capítulo 7 de la I Parte

Annetje estaba en la cama, enferma. Tiritaba de frío y miedo. Había vuelto a vomitar junto a la cama, y el olor de la papilla que se resecaba en el suelo se unía al otro, el de putrefacción que inundaba la casa y la escalera, y que impedía a la niña sentirse mejor. Tras largo rato en la cama, entendió que estaba sola, ya que no escuchaba pasos de su madre en el desván. Se sentía un poco mejor, no sabía si es que la pestilencia había remitido un poco o era ella, que se había acostumbrado. De cualquier manera, se levantó y salió a la cocina en busca de algo que comer. Se sentía muy débil después de dos días sin probar bocado. La cocina estaba desierta, ni rastro de alimentos. Estaba a punto de echarse a llorar cuando escuchó pasos en la escalera del edificio: era el lechero que traía leche fresca. Su instinto de supervivencia se avivó cuando notó pasos en el desván; tenía que hacerse con esa botella antes que su madre, por lo que se dirigió a la puerta de la entrada y pegó la oreja para escuchar mejor al lechero. El inconfundible tintineo de las botellas de cristal chocando entre ellas ascendía por la escalera. Una pausa. La cesta descansando en el suelo y más tintineo de cristales, el hombre cambiaba la botella vacía de la vecina por una nueva. De nuevo, pasos ascendentes y la niña nerviosa al oír el sonido metálico de las llaves allá arriba, intentando abrir la puerta del desván. «¡Dese prisa, dese prisa! ¡Por favor, señor lechero!», rogó la chiquilla en silencio con las palmas de las manos unidas en un gesto de súplica. Por fin, los pasos se alejaron escaleras abajo a la par que el chirriar de los goznes de la puerta del piso de arriba delataba la presencia de madre en la casa. Annetje abrió la puerta y en ese momento, la mujer, al darse cuenta de lo que sucedía, comenzó a chillar.

—¡Ladrona, ladrona! ¡Esa leche es mía, pequeña arpía! ¡Ni se te ocurra llevártela porque lo pagarás caro!

Pero Annetje ya corría escaleras abajo con la botella agarrada firmemente entre sus bracitos. Corrió y corrió hasta que se vio a salvo, aunque su madre ni siquiera la había seguido fuera del portal. La niña miró a su alrededor y se dio cuenta de que estaba en camisón y zuecos en medio del parque del Lago del Amor con una botella de leche en las manos. Se sintió muy desgraciada y empezó a llorar, sentada en la orilla. Tenía mucho frío y ni siquiera tenía fuerzas para desenroscar la tapa de la botella y beber un poco. Si no se movía, moriría congelada allí mismo, por lo que a duras penas se levantó y desanduvo el camino hacia casa, que le pareció eterno. Su cabecita no paraba de darle vueltas a lo que diría Madre cuando la viera aparecer, dudaba incluso que quisiera abrirle la puerta. Caminando por las calles de la ciudad, se dio cuenta de que la gente mayor la miraba con lástima, pero nadie se acercó a preguntarle si necesitaba algo. El mundo era en verdad un lugar tan frío y tan gris como el cielo que se recortaba sobre los tejados de las casas. La humedad de los canales le entumecía los huesos y para cuando llegó a su casa, la niña apenas se tenía en pie. Se cayó en medio de la escalera, las fuerzas le habían abandonado entre el primer y el segundo piso, y allí se quedó, echada contra la pared, los deditos rígidos y medio congelados.

Cuando despertó, no sabía dónde estaba. Las sábanas entre las que dormía no eran las suyas. Ese techo tampoco, pues estaba más descuidado aún si cabe que el que se alzaba sobre su cama. La cabeza le dolía mucho y, poco a poco, fue recordando lo que había sucedido. Se acordó de la leche y se incorporó de la cama nerviosa. Miró a su alrededor y no reconoció ninguno de los objetos que la rodeaban. Sin embargo, la atmósfera no le era del todo ajena; en el aire flotaba el mismo fétido olor que en su casa. Cuando estaba empezando a adivinar dónde se encontraba, entró en la habitación una anciana encogida de pelo blanco, que traía en sus manos un tazón de leche caliente con sopas de pan flotando en ella. Annetje la reconoció, a pesar de que sólo la había visto a través de la ranura de la puerta cuando se asomaba a la escalera para verlas a ella y a su madre subir o bajar. A esa señora le encantaba controlar cuándo entraban y salían, aunque nunca había entendido qué importancia podía eso tener para ella. Sin embargo, en ese momento, mientras sorbía la leche caliente que le recomponía su castigado cuerpecito, la niña creyó adivinar el motivo. La pobre estaba muy sola allí, sin hablar nunca con nadie. Sintió ternura por la anciana.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Annetje.
Geertje, niña. Pero come, come, ya hablaremos cuando te hayas saciado. La mujer se quedó allí, sentada junto a la niña en el borde de la cama, mirándola. Eso no incomodó a Annetje, muy al contrario; le gustaba que la mujer estuviera pendiente de ella.
Ya está, estaba muy bueno. Muchas gracias, señora.
Llámame Geertje, que señora es muy serio la anciana le guiñó un ojo, arrancando una sonrisa en los labios de la pequeña. Hablaron durante mucho rato. Geertje le explicó que había oído cómo se desmayaba en la escalera y había acudido a ayudarla. «Pobrecilla, estabas helada, cariño». Era una mujer de buen corazón, de eso Annetje se dio cuenta en seguida. No le recordaba a su abuela, a pesar de que tendría la misma edad. Esta era más frágil, más vieja y, pese al escaso contacto físico que habían tenido, era además y sin ningún tipo de duda, mucho más cariñosa.
No te pareces en nada a mi abuela, ¿sabes? dijo la pequeña, tras esta reflexión.
¿En serio? ¿Y eso es malo, mi niña?
Mmmm la chiquilla lo meditó un instante. No, yo creo que no. Es mejor.
Me alegro mucho la anciana sonreía con dulzura. Y ahora, dime, ¿sigues teniendo hambre?

Annetje no era consciente (aunque lo sospechaba) de la suerte que había tenido al ir a dar con Geertje. La buena mujer estaba muy sola desde que su hijo la dejó para luchar las guerras de los españoles. Era un joven rebelde y de espíritu bravo, y ella lo quería con locura. Tenía miedo de que cualquier día un comunicado oficial le confirmara lo que llevaba temiendo durante unos meses; no era normal que su hijo se retrasara tanto con el correo. Solía ser muy puntual. Así que pasaba el día en casa, sola, y esperaba, sentada en su sillón, que ocurriera algo. Por supuesto, se había enterado de lo sucedido en el piso de arriba, la trágica muerte de Pieter y el repentino cambio de humor de la señora Vermeer. En los tiempos que corrían, no era fácil ser viuda con una niña pequeña a cargo, pero de todos modos saltaba a la vista que nadie se había ocupado de la pobre Annetje durante días. Su madre estaba perdiendo el juicio, lo que daba mucho que hablar entre la gente de la ciudad. Además, estaba lo del olor… olía a muerte, sí, era eso a lo que olía, Geertje lo sabía muy bien, aunque no quiso decirle nada a la niña. Cada día era más fuerte, adhiriéndose a la sopa, a los muebles, al alma. La gente comenzaba a evitar pasar por esa calle, «la calle de las brujas». A ella también la llamaban así, esas pobres gentes incultas no sabían nada, pero les encantaba hablar de todo. Y esa niña de ojos grandes y claros se había quedado muy sola sin saberlo, pues una niña sin madre deja de ser una niña y no puede dar marcha atrás nunca más.
La anciana mujer reflexionaba seria, mientras tejía sentada en su sillón junto a la ventana, aprovechando las últimas horas de luz. Como todas las mujeres de la época, Geertje sabía tejer encajes muy bien. Era el principal producto que Brujas seguía produciendo y exportando; atrás habían quedado los años de abundancia y de esplendor económico como primera ciudad flamenca, en los que el comercio textil jugó un papel primordial. No obstante, para ella el encaje era una manera de salir adelante, un medio de sobrevivir a la decadencia económica. No podía permitirse muchos caprichos, pero tampoco le iba tan mal. Cuando hacía buen tiempo acudía con otras encajeras a la Walplein, donde se reunían y charlaban mientras realizaban sus labores. Dominaba el «punto de bruja», para el cual necesitaba entre unos 300 y 700 husos, y no quería morirse sin transmitir ese arte a alguna hija o nieta; lo adoraba.

La niña estuvo en la cama durante una semana, y durante todo ese tiempo, Geertje se estuvo ocupando de ella. Le daba friegas con agua fría cuando le subía la temperatura, infusiones para la fiebre y cuidó de que estuviera bien alimentada e hidratada. Para Annetje, por su parte, esos días fueron un buceo casi constante entre sueños nebulosos y vigilias inquietas. Apenas se enteraba de nada de lo que ocurría, no era consciente del espacio ni del tiempo, le parecía haber dormido apenas unas horas. Cuando despertó, al cabo de una semana, llamó a Geertje.

¡Geertje, Geertje! ¡Ya estoy bien! Voy a subir a casa, seguro que madre está preocupada, pues desde que me fui ayer con la leche no me ha visto.
¡Pobrecita mía! Llevas durmiendo muchos días, pero no te preocupes por tu madre, que ya subí yo a decirle que estabas aquí.
¿Sí? ¿Y ha venido a verme?
¿Sabes qué? —contestó la anciana, evitando la pregunta de la niña Será mejor que te levantes y vengas a la cocina a comer algo. ¡Debes de estar hambrienta!

Annetje se quedó pensativa, recordando. Y fue en ese momento cuando tomó conciencia de que ya no podría seguir contando con el cariño de Madre. Tampoco con el de Padre. Ni mucho menos con el de Abuela. Sentada en una silla de la cocina, empezó a llorar amargamente mientras la mujer intentaba consolarla.

Mi niña, no llores. Tu madre está triste y ahora mismo no es ella, eso es lo que le pasa. Ten paciencia, la pena es un mal muy grande y ni el más sabio de entre los sabios puede decir cuándo y cómo se curará, pues la cura la tiene ella misma, aunque no lo sabe. Sécate las lágrimas y come un poco.

Sirvió patatas y col cocidas en un tazón que puso delante de la niña, junto con una chuleta de cerdo. La pequeña miró a la mujer asombrada con los ojos enrojecidos del llanto; sabía que la carne era un lujo.

Tienes que reponer fuerzas para que no regrese la fiebre. Come, come. Yo me pondré un poco y te acompañaré.

Annetje no se hizo de rogar y comió con avidez. Eran sus primeros bocados sólidos en muchos días. Geertje la miraba con una sombra de preocupación en la cara. Sospechaba lo que ocurriría cuando la niña subiera a su casa y hablase con su madre. Temía que la rechazara, que la echara a la calle como a una rata. O peor, que la maltratara. Le había tomado cariño a la niña de ojos claros, en cierto modo estaba tan sola en el mundo como ella.

Te propongo una cosa, Annetje. Mira, ahora cuando termines de comer subes a casa para que tu madre vea que estás bien, ¿de acuerdo? Es tu casa y ella es tu madre, y es ahí donde tienes que estar los ojos de la niña se inundaron de lágrimas. No seas boba, escúchame bien: podrás venir a verme cuando quieras, vivimos muy cerquita ¿no es verdad? Annetje asintió. Claro que sí, no hay ningún problema, nos veremos mucho. Incluso puede que te enseñe a tejer encajes, ¿quieres?

Annetje asintió entre pucheros. Era consciente de que tenía que ir a su casa, aunque era lo último que le apetecía hacer. Se encontraba muy a gusto con Geertje, en cierto modo era como tener una abuela nueva. Tras hacerse la remolona un rato en la silla, balanceando las piernas y mirándose las manos, se puso en pie y se dirigió al dormitorio para vestirse, pero una vez allí se dio cuenta de que no tenía ropa, pues había llegado en camisón. Volvió a la cocina, donde la anciana mujer fregaba en un barreño los pocos platos que habían usado. Se quedó observándola y sintió que ya no temía subir arriba y enfrentarse a sus miedos, pues ahora tenía a alguien dispuesta a ayudarla. Se sintió más grande, más adulta, al darse cuenta de todo lo que la mujer había hecho por ella mientras había estado enferma. La mujer se volvió a la niña al notar su mirada en la espalda.

¿Necesitas algo más, pequeña?
Annetje se acercó despacio y abrazó con fuerza a la mujer, quería darte las gracias.

Y dicho esto, salió de la casa a toda prisa, e incluso sonreía. Subió el tramo de veinte escaleras (las contaba a menudo cuando iba y venía de la escuela) que la separaban de su madre con decisión y llamó a la puerta de su casa. Para su sorpresa, su madre no tardó en abrir. Abrió y la miró sin reconocerla. Su rostro expresaba impaciencia.

¿Trae usted la leche? preguntó Hace días que no la recibimos.
¿Madre? Annetje no entendía nada. El semblante de su cara cambió, pareció ensombrecerse de pronto, como si hubiera visto algo que no le gustaba en absoluto.
Vaya, eres tú. Dime qué quieres, pequeña ladrona. Desde el día que desapareciste no hemos vuelto a recibir ni una gota de leche, a saber qué le dijiste a ese pobre hombre para que tema volver por aquí.
Yo no le dije nada respondió Annetje muy seria, me llevé la leche porque tenía hambre.
Eres una desgraciada y una desagradecida. ¡Yo te di la vida, mocosa! Aunque eso no tenga ningún valor para ti.
Sí, ¡pero estaba enferma y usted no se ocupó de mí!
¡Maldita niña, ya eres mayorcita! Pasa dentro, entra frío de la calle y no quiero enfermar yo también. ¿Dónde has estado todo este tiempo, ¿eh? Pequeña zorra… ¡a saber lo que habrás hecho!
Annetje no le dijo a su madre que había estado en la casa de abajo, con la buena de Geertje, intuyó que era mejor callar y tener un lugar donde su madre no pudiera encontrarla.
¿Y por qué huele tan mal? ahora Annetje se rebeló, encontraba en su interior una fuerza desconocida al enfrentarse a esa mujer que un día la quiso tanto ¡Esconde tanta comida ahí arriba que se pudre antes de que se la pueda comer toda! ¡Y mientras, yo pasando hambre!
—¡No tienes ni idea de lo que dices! No entiendes nada, ¡métete en tus asuntos y no me molestes más! ¡Y ahora, vete! ¡Largo de mi vista, ya no eres mi hija!
¡Dígame por qué! ¿Qué pasa, madre? ¿Por qué está así?
Estúpida, tu padre ya no está y él era todo lo que me ataba a este mundo: sin tu padre, mi vida no tiene razón de ser, y sin él, tampoco tú significas nada para mí.


Esas palabras fueron demasiado para la niña, que se metió corriendo en el dormitorio cerrando la puerta tras de sí. Se metió en la cama sollozando. Mientras, en la cocina, su madre continuaba lanzando palabras de reproche contra ella. Al cabo de un rato, Annetje no sabría decir cuánto, los gritos cesaron y ella se quedó dormida. Tenía bien agarrado en su mano un manojo de menta que le había dado Geertje. Le había dicho que eso la ayudaría a dormirse cuando la pestilencia no la dejase conciliar el sueño. En efecto, ayudó y mucho. La niña consiguió evadir los problemas y soñó con un reino lejano, situado justo encima de la primera estrella de la noche, esa que tanto brilla, y donde ella reinaba. Soñó que la luna llena era su vecina, que cocinaba exquisitos platos para ella y que a su alrededor todo era fresco e intenso. No quería despertar, pero finalmente lo hizo. Fue un golpe seco lo que la devolvió de vuelta a la realidad. Venía de arriba, fue sólo un momento. Todo volvía a estar en calma.

Ya había anochecido y Anneje fue a la cocina. No tenía hambre, pero empezó a abrir cajones y puertas. No sabía bien lo que buscaba, pero seguro que lo encontraría, puesto que sería algo que marcaría la diferencia, ya se lo decía siempre padre. Encontró un carboncillo afilado que se guardó enseguida en el bolsillo de su delantal. Aunque no era lo que estaba buscando, era un hallazgo estupendo, con eso podría practicar su caligrafía. Al seguir registrando los muebles de la cocina, dio con algo que la dejó pensativa mucho rato. Eran cinco tinajas de cerámica anchas y alargadas que habían sido ocultadas con recelo en un doble fondo de uno de los muebles de la cocina, justo donde Madre guardaba las perolas. Se había dado cuenta del falso fondo al retirar uno de los utensilios. Una pesada tapadera metálica cayó al fondo con tal fortuna que entreabrió una grieta en las maderas del fondo, permitiéndole ver la cavidad de debajo. Allí estaban las cinco tinajas, con sus respectivas tapaderas completamente selladas. Estaban llenas, de eso estaba segura, pues pesaban mucho, y tenían una inscripción en su parte superior. Intentó leerla, «cedri succus», pero no supo, no reconocía las palabras. Decidió que tenía que investigar qué era aquello y por qué motivo había que esconderlo tan bien. Lo volvió a dejar todo donde estaba, no sin antes apuntar con su carboncillo aquellas dos extrañas palabras en un trozo de tela.

miércoles, 22 de marzo de 2017

De la melodía

Lleva meses nadando sin notar una gran evolución. Habitualmente, sesenta largos. Los días que está más cansada pueden ser cincuenta y los que tiene más energía, hasta setenta. En sus entrenamientos, cuenta los largos y mira el reloj. Piensa en la posición de los brazos, en mantener las piernas altas, apretando bien los abdominales. Hasta llegar a sesenta. Y luego, a estirar y a la ducha.

Un día se le ocurre comprar unos auriculares sumergibles con reproductor mp3 integrado, especiales para natación y practicar deporte, y empieza a nadar con ellos. Ha grabado de todo; en la música es tan ecléctica como en sus otros gustos y aficiones. Y, desde ese día, la experiencia cambia. La piscina se convierte en una sala de conciertos y las sesiones de nado, en un videoclip en el que ella se desliza sobre el agua, impulsada por la música. Ahora, sus brazos entran en el agua al compás de la canción que suena en sus oídos, avanzando más o menos rápido en función del ritmo, como si bailara. Disfruta mucho más de una actividad que antes ya le gustaba y su mente divaga con mayor libertad. Los pensamientos vienen y van, a su libre albedrío, como en una sesión de meditación.

Es en ese momento cuando cae en la cuenta de que ha dejado de contar. La meta ya no son los sesenta largos, sino esos cuarenta minutos de intimidad entre el agua y ella. Ella, el agua y la música. Y sus pensamientos. Y su baile acuático. Y su cuerpo avanzando, rápido, creando pequeñas olas a su paso que le hacen sonreír. Y la sensación de libertad. Ya no cuenta, ahora fluye. Todo, gracias a la música.

Y en su vida, como en el deporte, también está intentando dejar de contar. Solo es cuestión de encontrar la melodía que la impulse... y dejarse llevar.

martes, 14 de marzo de 2017

De las leyes de la física

Descubrí por casualidad que la velocidad del sonido es más lenta que la de la luz. Sucedió una tarde cualquiera, mientras observaba por la ventana al chico del que estaba enamorada en secreto (a voces). En esa época, la casualidad quiso que el chico en cuestión fuese mi vecino; la verdad es que siempre he sido muy enamoradiza, lo cual tiene sus ventajas. Antes de acordarme de llorar la pena del último desengaño, ya tenía la mente ocupada en un nuevo candidato. A rey muerto… que si me entiendes.

Desde mi juvenil dormitorio, mientras escuchaba grandes éxitos de los noventa y los grababa en un casete (REC+PLAY, STOP, REC+PLAY, STOP; había que intentar no grabar la voz del locutor), observaba a mi vecino jugar al fútbol. ¡Qué guapo era! Con sus rizos rubio oscuro y su piel morena. Esa camiseta amarillo mostaza le quedaba tan bien… Es cierto que no era el mejor jugador del grupo, pero a mí eso me daba igual. Sentada ante el libro de física mientras fingía estudiar, canturreaba distraída, contenta por las fabulosas vistas que ofrecía mi dormitorio al improvisado campo de fútbol.

En esas estaba, cuando me di cuenta de un detalle que llevaba un rato rondándome la cabeza: escuchaba el sonido de la patada al balón cuando este ya volaba por el aire, hacia la mitad de su trayectoria. ¡Qué curioso! «Debería sonar justo cuando el pie lo golpea», pensé. Lo comprobé varias veces más y, no cabía duda, así era. Puesto que uno de mis grandes defectos (o virtudes, según se mire) ha sido siempre la curiosidad, empecé a buscar el motivo de ese fenómeno en mi libro de física; estaba segura de que algo de eso me habían explicado en clase. Dicho y hecho: allá que me enfrasqué en la búsqueda de la respuesta, sumergiéndome en la lectura de la lección hasta que la encontré: el sonido viaja a unos 343 metros por segundo, mientras que la velocidad de la luz es de 299 792 458 metros por segundo. ¡Impresionante! Apenas era capaz de imaginar esa distancia, ¡con razón veía primero la pelota y luego escuchaba la patada!

Me sentía muy satisfecha, como una especie de Isa Newton o Galilea Galilei. Orgullosa del hallazgo, volví a mirar hacia el campo para comprobarlo una vez más. Sin embargo, para mi sorpresa, descubrí que ya había oscurecido, que la cancha estaba desierta y que el casete hacía rato que se había parado, grabando unos 45 minutos de radio, voz del locutor y anuncios incluidos.

Veintitantos años después, la lección no se me ha olvidado, mientras que apenas guardo un borroso recuerdo de la cara del chico. Afortunadamente, los hombres guapos nunca han conseguido distraerme demasiado de mis auténticas inquietudes.

viernes, 10 de marzo de 2017

De los silencios

¿Conocen esa sensación de querer gritarle al mundo: ¡estoy aquí!? ¿Y, en lugar de eso, echar a correr? Meter la cabeza en el agujero, desaparecer. Esa sensación de querer algo más, o, al menos, algo diferente. Pero no conseguir sino ocultarse tras espesos muros. El desasosiego como forma de vida. El descontrol del alma, injustificado, pero constante. El silencio como forma de comunicación.

El hombre que camina sin pisar las uniones entre las desgastadas baldosas conoce bien esa sensación. Tan bien, que no sabe vivir de otra manera. Al principio todo eso le causaba angustia; hasta que un día, la angustia dio paso a la indiferencia. La indiferencia, a la monotonía. La monotonía, a la falta de ilusión. La desilusión, a una sucesión de días grises, cada uno como un calco del anterior. Días controlados, en los que las posibles sorpresas estaban tan absolutamente limitadas que casi se diría que no podrían ocurrir.

Dentro de esa gris realidad de sensaciones dormidas y tareas automatizadas, un (pre)sentimiento había empezado a crecer dentro del hombre. Surgió un día como cualquier otro; al principio ni siquiera le hizo caso. Oyó a un compañero recomendar una película — había ganado varios Oscar y decidió verla esa noche. ¿Por qué no se fue a casa, como de costumbre, donde lo esperaban la cena y la programación deportiva? No sabría decirlo. Pero está seguro de que todo esto empezó al salir del cine. La película lo había conmovido. El protagonista había sufrido un terrible accidente en el que había perdido a su familia y ahora su vida era un mero trámite, sin poder salir de una profunda depresión. Se había sentido muy identificado con el personaje principal. Y, sin embargo, él no había vivido ninguna gran tragedia.

Con el paso de los días, esa comparación entre sí mismo y el personaje de la película le fue haciendo sentirse cada vez más culpable. Le hizo pensar en su familia. ¿Qué sería de ellos? Hacía varios meses que no hablaba con su madre. Su poder de control sobre los acontecimientos y, lo más importante, sobre sus sentimientos, empezó a tambalearse. Su zona de confort, que con tanto esfuerzo había construido, empezaba a resultarle de lo más incómoda. Tenía ideas raras, deseos, impulsos de hablar con alguien. Empezó a echar de menos el contacto de otra piel contra la suya. Ansiaba un abrazo. Desesperadamente, urgentemente. Intentó relacionarse con sus compañeros de trabajo, pero solo percibió miradas en su nuca y burlas detrás de las puertas. De nuevo quiso gritar. Otra vez sintió miedo y ganas de echar a correr.

La situación empeoraba; no era capaz de volver a tomar las riendas. Se sentía solo y fue la angustia la que regresó para hacerle compañía. El insomnio se apoderó de sus noches. Y conforme peor se sentía, más y más grande era la culpa. Tanto, que le impedía pensar. Entonces, en una de esas eternas noches que sucedía a otro día gris de temores y desasosiegos, como a quien se le aparece la virgen, le volvió la fortaleza. La recuperó de pronto, fue algo casi místico. Entonces pudo dormir plácidamente durante unas horas, antes de enfrentarse a su destino. Después de descansar, se puso en pie, seguro, tranquilo. No recordaba la última vez que se había sentido tan bien. Vestido con sus mejores galas se enfrentó al mundo, lo veía a sus pies. La ciudad despertaba y él había despertado con ella de un letargo que duraba ya demasiado tiempo. Satisfecho, rio. Rio con ganas y, por fin (ahora sí), gritó. Le gritó al mundo que ahí estaba él para hacerle frente, que ya no sentía miedo y que era grande. Que estaba dispuesto a hacer algo grande. Como respuesta: el silencio. Pero no se dejó amilanar y, sin más, dio el gran paso. Ese paso que requiere el mayor de los corajes: el coraje de terminar con esa existencia gris.

Mientras cae, consigue no pensar en nada. Sigue sereno, el viento en la cara le despeja la mente. Cierra los ojos; el viaje dura apenas unos instantes. El golpe ha retumbado en la calle, pero nadie lo ha oído. Tampoco lo ha visto nadie; es demasiado temprano. Sus problemas se alejan, calle abajo, diluidos en el hilillo de sangre que ensucia el asfalto. Por fin es libre.