Descubrí
por casualidad que la velocidad del sonido es más lenta que la de la luz.
Sucedió una tarde cualquiera, mientras observaba por la ventana al chico del
que estaba enamorada en secreto (a voces). En esa época, la casualidad quiso
que el chico en cuestión fuese mi vecino; la verdad es que siempre he sido muy
enamoradiza, lo cual tiene sus ventajas. Antes de acordarme de llorar la pena
del último desengaño, ya tenía la mente ocupada en un nuevo candidato. A rey
muerto… que si me entiendes.
Desde mi juvenil dormitorio, mientras escuchaba grandes éxitos de los noventa y los grababa en un casete (REC+PLAY, STOP, REC+PLAY, STOP; había que intentar no grabar la voz del locutor), observaba a mi vecino jugar al fútbol. ¡Qué guapo era! Con sus rizos rubio oscuro y su piel morena. Esa camiseta amarillo mostaza le quedaba tan bien… Es cierto que no era el mejor jugador del grupo, pero a mí eso me daba igual. Sentada ante el libro de física mientras fingía estudiar, canturreaba distraída, contenta por las fabulosas vistas que ofrecía mi dormitorio al improvisado campo de fútbol.
En esas estaba, cuando me di cuenta de un detalle que llevaba un rato rondándome la cabeza: escuchaba el sonido de la patada al balón cuando este ya volaba por el aire, hacia la mitad de su trayectoria. ¡Qué curioso! «Debería sonar justo cuando el pie lo golpea», pensé. Lo comprobé varias veces más y, no cabía duda, así era. Puesto que uno de mis grandes defectos (o virtudes, según se mire) ha sido siempre la curiosidad, empecé a buscar el motivo de ese fenómeno en mi libro de física; estaba segura de que algo de eso me habían explicado en clase. Dicho y hecho: allá que me enfrasqué en la búsqueda de la respuesta, sumergiéndome en la lectura de la lección hasta que la encontré: el sonido viaja a unos 343 metros por segundo, mientras que la velocidad de la luz es de 299 792 458 metros por segundo. ¡Impresionante! Apenas era capaz de imaginar esa distancia, ¡con razón veía primero la pelota y luego escuchaba la patada!
Me sentía muy satisfecha, como una especie de Isa Newton o Galilea Galilei. Orgullosa del hallazgo, volví a mirar hacia el campo para comprobarlo una vez más. Sin embargo, para mi sorpresa, descubrí que ya había oscurecido, que la cancha estaba desierta y que el casete hacía rato que se había parado, grabando unos 45 minutos de radio, voz del locutor y anuncios incluidos.
Veintitantos
años después, la lección no se me ha olvidado, mientras que apenas guardo un
borroso recuerdo de la cara del chico. Afortunadamente, los hombres guapos nunca
han conseguido distraerme demasiado de mis auténticas inquietudes.
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