¿Conocen esa sensación de querer gritarle al mundo: ¡estoy aquí!? ¿Y, en lugar de eso,
echar a correr? Meter la cabeza en el agujero, desaparecer. Esa sensación de
querer algo más, o, al menos, algo diferente. Pero no conseguir sino ocultarse
tras espesos muros. El desasosiego como forma de vida. El descontrol del alma,
injustificado, pero constante. El silencio como forma de comunicación.
El
hombre que camina sin pisar las uniones entre las desgastadas baldosas conoce
bien esa sensación. Tan bien, que no sabe vivir de otra manera. Al principio
todo eso le causaba angustia; hasta que un día, la angustia dio paso a la
indiferencia. La indiferencia, a la monotonía. La monotonía, a la falta de ilusión.
La desilusión, a una sucesión de días grises, cada uno como un calco del
anterior. Días controlados, en los que las posibles sorpresas estaban tan
absolutamente limitadas que casi se diría que no podrían ocurrir.
Dentro
de esa gris realidad de sensaciones dormidas y tareas automatizadas, un
(pre)sentimiento había empezado a crecer dentro del hombre. Surgió un día como
cualquier otro; al principio ni siquiera le hizo caso. Oyó a un compañero recomendar
una película — había ganado varios Oscar y decidió verla esa noche. ¿Por qué no
se fue a casa, como de costumbre, donde lo esperaban la cena y la programación
deportiva? No sabría decirlo. Pero está seguro de que todo esto empezó al salir
del cine. La película lo había conmovido. El protagonista había sufrido un
terrible accidente en el que había perdido a su familia y ahora su vida era un mero
trámite, sin poder salir de una profunda depresión. Se había sentido muy
identificado con el personaje principal. Y, sin embargo, él no había vivido
ninguna gran tragedia.
Con
el paso de los días, esa comparación entre sí mismo y el personaje de la
película le fue haciendo sentirse cada vez más culpable. Le hizo pensar en su familia. ¿Qué
sería de ellos? Hacía varios meses que no hablaba con su madre. Su poder de
control sobre los acontecimientos y, lo más importante, sobre sus sentimientos,
empezó a tambalearse. Su zona de confort, que con tanto esfuerzo había
construido, empezaba a resultarle de lo más incómoda. Tenía ideas raras,
deseos, impulsos de hablar con alguien. Empezó a echar de menos el contacto de
otra piel contra la suya. Ansiaba un abrazo. Desesperadamente, urgentemente. Intentó
relacionarse con sus compañeros de trabajo, pero solo percibió miradas en su
nuca y burlas detrás de las puertas. De nuevo quiso gritar. Otra vez sintió
miedo y ganas de echar a correr.
La
situación empeoraba; no era capaz de volver a tomar las riendas. Se sentía solo
y fue la angustia la que regresó para hacerle compañía. El insomnio se apoderó
de sus noches. Y conforme peor se sentía, más y más grande era la culpa. Tanto,
que le impedía pensar. Entonces, en una de esas eternas noches que sucedía a
otro día gris de temores y desasosiegos, como a quien se le aparece la virgen,
le volvió la fortaleza. La recuperó de pronto, fue algo casi místico. Entonces pudo dormir plácidamente durante unas horas, antes de enfrentarse a su
destino. Después de descansar, se puso en pie, seguro, tranquilo. No
recordaba la última vez que se había sentido tan bien. Vestido con sus mejores
galas se enfrentó al mundo, lo veía a sus pies. La ciudad despertaba y él había
despertado con ella de un letargo que duraba ya demasiado tiempo. Satisfecho,
rio. Rio con ganas y, por fin (ahora sí), gritó. Le gritó al mundo que ahí
estaba él para hacerle frente, que ya no sentía miedo y que era grande. Que
estaba dispuesto a hacer algo grande. Como respuesta: el silencio. Pero no se dejó
amilanar y, sin más, dio el gran paso. Ese paso que requiere el mayor de los
corajes: el coraje de terminar con esa existencia gris.
Mientras
cae, consigue no pensar en nada. Sigue sereno, el viento en la cara le despeja
la mente. Cierra los ojos; el viaje dura apenas unos instantes. El golpe ha retumbado
en la calle, pero nadie lo ha oído. Tampoco lo ha visto nadie; es demasiado temprano. Sus problemas se
alejan, calle abajo, diluidos en el hilillo de sangre que ensucia el asfalto.
Por fin es libre.
Sin miramiento, sin piedad, ni pudor,
ResponderEliminargrandes y altas murallas en torno mío levantaron.
Y ahora estoy aquí sin esperanza.
No pienso sino que este destino devora mi razón;
porque fuera, mucho tenía yo que hacer.
¿Por qué, ay, no reparé cuando iban levantando la muralla?
Mas nunca oí el ruido ni la voz de sus autores.
Sin sentirlo, fuera del mundo me cercaron.
Cavafis (trad. Pedro Bádenas de la Peña)