El humo
del cigarrillo formaba una delgada columna que ascendía, serpenteante, en el
aire frío de finales de noviembre. Como cada tarde, la espera apoyado contra la
pared de su portal, con la mirada perdida y la mente alerta.
La
vida no la componen los hechos; la vida está hecha de recuerdos. Esta verdad
tan sencilla, tan absoluta, tan universal, hace mucho tiempo que se ha convertido
en su principio rector. Como si de un historiador se tratase, había consagrado
su existencia a alterar recuerdos y, con ello, los propios hechos. Se sentía
inmensamente poderoso; pocas personas tienen una capacidad de creación
semejante. Personalmente, él no conoce a ninguna. Al principio, anotaba los
hechos tergiversados en un cuaderno y los repasaba cada noche, memorizándolos,
para no decir nada que pudiera delatarlo; pero de eso hacía mucho tiempo, era casi
un niño. Ahora, lo que empezó como un juego se había transformado en su forma
de vida y las mentiras salían de sus labios con tal naturalidad que nunca nadie
había sospechado nada. El poder de cambiar los recuerdos le permitía, a su vez,
alterar el presente. Y, con ello, su propia vida. Podía ser quien quisiera ser. Y eso era algo enorme.
Como
cada tarde, vuelve del trabajo agotada. Como un autómata, sale del metro y
enfila el camino a casa. Tiene la sensación de que su vida transcurre entre las
cuatro paredes de la oficina, bañada por las luces de los tubos fluorescentes.
Y, sin embargo, la angustia que esa tarde le oprime el pecho nada tiene que ver
con el trabajo. A mediodía le ha pedido a su compañero que haga una llamada de
teléfono por ella. Era una llamada sencilla, pero muy importante y no ha tenido
el valor de hacerla sola. La llamada le ha confirmado aquello que venía
sospechando desde hace algún tiempo: después de todo, no es arquitecto. O, al
menos, en el despacho donde dice trabajar, nadie lo conoce. No es la primera
mentira que ha descubierto y ahora necesita todo el valor que pueda reunir para
hacerle frente a la situación. Todo el valor que no tiene. Con el pulso
acelerado y paso inseguro, dobla la esquina. Allí está él, como cada tarde,
apoyado junto al portal, fumando un pitillo. ¡Ah! ¡Cómo desprecia esos
cigarrillos! La sacan de quicio. Siente auténtica aversión por su olor y no
puede ocultar las muecas de asco cada vez que él, haciendo caso omiso de sus
peticiones de que, por favor, no fume en su casa, de que no fume en su coche,
sonríe sarcástico y enciende un nuevo piti.
El simbolismo de la situación es tan fuerte que es la única parcela de su
intimidad en la que ella se atreve a protestar, a quejarse, a exigir. En balde.
Al final, él siempre acaba fumándose su cigarrillo.
La
ha visto acercarse por el callejón, pero finge no haberse dado cuenta y sigue
dando caladas de su cigarro. Detesta la forma en la que ella lo mira cuando
fuma, censurándolo, como si fuera un delincuente, lanzándole invisibles cuchillos
de hielo con los ojos. A veces tiene que hacer un verdadero esfuerzo por
recordar por qué sigue con ella. Pero sí, así es más fácil; con ella todo es
más fácil. Es una pieza clave del puzle de su realidad. Le ayuda a que todo
encaje y nunca hace muchas preguntas. Confía en él y cree en él. A veces,
incluso Dios necesita una secretaria.
Por
fin, ella llega hasta él y entran juntos al apartamento. Ella se sienta lejos,
todo lo lejos que le permiten los escasos veinte metros cuadrados, y la
discusión empieza. Tiene miedo, mucho miedo. Nota el corazón latirle con fuerza
en el pecho y la respiración agitada, no ve ni piensa con claridad e intenta seguir
el hilo de la conversación. Pero él lo está haciendo otra vez: está cambiando
sus palabras, alterando los hechos; la confunde, ya ni sabe lo que ha dicho. “Ten
cuidado. Que no se entere de que lo sabes.” Después de todo, no sería la
primera vez que se pone violento. “No lo digas.” Finalmente, él la ayuda: “Entonces,
¿quieres dejarlo?” Está fumando, ¿por qué está fumando en su casa? ¿Cómo es
posible? ¿En qué momento se ha encendido el piti?
“Sí, yo ya no puedo más.” Y él se marcha. Es increíble, ¿ya está? ¿Se ha marchado de
verdad? No puede creerlo. Aún le tiemblan las manos. Por si acaso, decide
apagar el móvil.
Ya
en la calle, mientras apura su cigarrillo (le gusta fumarlo hasta el filtro),
piensa en lo que ha pasado. ¿Acaso sospechará algo? Imposible. Piensa en cómo
puede reescribir ese recuerdo; después de todo, tal y como ha ocurrido, no le
conviene. ¿Qué se ha creído? No lo piensa permitir. Las cosas no van a quedarse
así.
Me ha conmovido su calidad literaria y su verdad profunda
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