martes, 21 de febrero de 2017

De la catarsis

El humo del cigarrillo formaba una delgada columna que ascendía, serpenteante, en el aire frío de finales de noviembre. Como cada tarde, la espera apoyado contra la pared de su portal, con la mirada perdida y la mente alerta.

La vida no la componen los hechos; la vida está hecha de recuerdos. Esta verdad tan sencilla, tan absoluta, tan universal, hace mucho tiempo que se ha convertido en su principio rector. Como si de un historiador se tratase, había consagrado su existencia a alterar recuerdos y, con ello, los propios hechos. Se sentía inmensamente poderoso; pocas personas tienen una capacidad de creación semejante. Personalmente, él no conoce a ninguna. Al principio, anotaba los hechos tergiversados en un cuaderno y los repasaba cada noche, memorizándolos, para no decir nada que pudiera delatarlo; pero de eso hacía mucho tiempo, era casi un niño. Ahora, lo que empezó como un juego se había transformado en su forma de vida y las mentiras salían de sus labios con tal naturalidad que nunca nadie había sospechado nada. El poder de cambiar los recuerdos le permitía, a su vez, alterar el presente. Y, con ello, su propia vida. Podía ser quien quisiera ser. Y eso era algo enorme.

Como cada tarde, vuelve del trabajo agotada. Como un autómata, sale del metro y enfila el camino a casa. Tiene la sensación de que su vida transcurre entre las cuatro paredes de la oficina, bañada por las luces de los tubos fluorescentes. Y, sin embargo, la angustia que esa tarde le oprime el pecho nada tiene que ver con el trabajo. A mediodía le ha pedido a su compañero que haga una llamada de teléfono por ella. Era una llamada sencilla, pero muy importante y no ha tenido el valor de hacerla sola. La llamada le ha confirmado aquello que venía sospechando desde hace algún tiempo: después de todo, no es arquitecto. O, al menos, en el despacho donde dice trabajar, nadie lo conoce. No es la primera mentira que ha descubierto y ahora necesita todo el valor que pueda reunir para hacerle frente a la situación. Todo el valor que no tiene. Con el pulso acelerado y paso inseguro, dobla la esquina. Allí está él, como cada tarde, apoyado junto al portal, fumando un pitillo. ¡Ah! ¡Cómo desprecia esos cigarrillos! La sacan de quicio. Siente auténtica aversión por su olor y no puede ocultar las muecas de asco cada vez que él, haciendo caso omiso de sus peticiones de que, por favor, no fume en su casa, de que no fume en su coche, sonríe sarcástico y enciende un nuevo piti. El simbolismo de la situación es tan fuerte que es la única parcela de su intimidad en la que ella se atreve a protestar, a quejarse, a exigir. En balde. Al final, él siempre acaba fumándose su cigarrillo.

La ha visto acercarse por el callejón, pero finge no haberse dado cuenta y sigue dando caladas de su cigarro. Detesta la forma en la que ella lo mira cuando fuma, censurándolo, como si fuera un delincuente, lanzándole invisibles cuchillos de hielo con los ojos. A veces tiene que hacer un verdadero esfuerzo por recordar por qué sigue con ella. Pero sí, así es más fácil; con ella todo es más fácil. Es una pieza clave del puzle de su realidad. Le ayuda a que todo encaje y nunca hace muchas preguntas. Confía en él y cree en él. A veces, incluso Dios necesita una secretaria.

Por fin, ella llega hasta él y entran juntos al apartamento. Ella se sienta lejos, todo lo lejos que le permiten los escasos veinte metros cuadrados, y la discusión empieza. Tiene miedo, mucho miedo. Nota el corazón latirle con fuerza en el pecho y la respiración agitada, no ve ni piensa con claridad e intenta seguir el hilo de la conversación. Pero él lo está haciendo otra vez: está cambiando sus palabras, alterando los hechos; la confunde, ya ni sabe lo que ha dicho. “Ten cuidado. Que no se entere de que lo sabes.” Después de todo, no sería la primera vez que se pone violento. “No lo digas.” Finalmente, él la ayuda: “Entonces, ¿quieres dejarlo?” Está fumando, ¿por qué está fumando en su casa? ¿Cómo es posible? ¿En qué momento se ha encendido el piti? “Sí, yo ya no puedo más.” Y él se marcha. Es increíble, ¿ya está? ¿Se ha marchado de verdad? No puede creerlo. Aún le tiemblan las manos. Por si acaso, decide apagar el móvil.


Ya en la calle, mientras apura su cigarrillo (le gusta fumarlo hasta el filtro), piensa en lo que ha pasado. ¿Acaso sospechará algo? Imposible. Piensa en cómo puede reescribir ese recuerdo; después de todo, tal y como ha ocurrido, no le conviene. ¿Qué se ha creído? No lo piensa permitir. Las cosas no van a quedarse así.

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