domingo, 26 de abril de 2020

La bicicleta de Aleixo


Esa mañana, como cada mañana de domingo desde hace ya más de cuatro años, el despertador de Aleixo suena antes del amanecer. Le cuesta ubicarse, pero cuando consigue espabilare un poco salta animado de la cama. A pesar de ser el día que más madruga de toda la semana, es también el que menos le cuesta, pues lo hace para visitar a su abuelo, que es probablemente la persona a quien más quiere del mundo.
Para ver al abuelo, Aleixo tiene que recorrer un trayecto de unos quince kilómetros ida y otros quince vuelta hasta la aldea en la que vive. Su familia emigró a la ciudad con el auge de la construcción naval y aunque ahora están algo mejor, sus escasos recursos no le alcanzan para comprarle una bicicleta con la que desplazarse. Por eso, todos los domingos, Aleixo madruga para poder llegar a mediodía a la aldea y pasarse las horas sentado con su abuelo, remendando redes de pesca mientras rememoran historias de otras épocas mil veces narradas: de cuando navegaba en alta mar, de cómo conoció y cortejó a la abuela María —una de sus historias preferidas—, de cuando nació su madre…

Sin embargo, ese domingo es especial. Hoy Aleixo cumple doce años y por fin, después de salir durante muchos meses con su madre a mariscar, sus padres han conseguido reunir el dinero suficiente para regalarle una bicicleta de segunda mano. ¡Su abuelo no se lo va a creer! Ahora no solo podrá ir a verlo los domingos, ¡sino todo lo a menudo que quiera! Está tan emocionado que ha madrugado tanto como cuando tiene que ir andando, solo para sorprenderlo mientras desayuna. No puede esperar a ver su cara de asombro cuando lo vea aparecer montado sobre su bici. Ni siquiera le había contado que estuviera saliendo a mariscar, para que la sorpresa fuese aún mayor. ¡Estará muy orgulloso de él!

Tras despedirse de sus padres con un beso apresurado —«Con sentidiño, rapaz, con sentidiño», le grita su madre desde la puerta—, Aleixo toma la carretera como un rayo, pedaleando todo lo rápido que se lo permiten las piernas. A su derecha quedan los imponentes acantilados de la Costa da Morte, cuyas vistas nunca lo dejan indiferente. Pero ese día no, ese día tiene demasiada prisa por llegar. Mientras pedalea, imagina de mil y una formas distintas cómo será el encuentro con su abuelo, la alegría tan grande que se llevará, la exquisita tarta que habrá preparado la abuela para merendar…

No son ni las diez de la mañana cuando Aleixo atisba las primeras casas de la aldea. Como una exhalación llega a casa de los abuelos, pero el recibimiento que le aguarda le hace frenar en seco varios metros antes. Su abuela está de pie ante el umbral, llorando, mientras un par de vecinas tratan de consolarla. En ese mismo momento llega también hasta sus oídos el tañido de las campanas de la ermita llamando a muerto. A cámara lenta, observa a los vecinos acercándose desde todos los rincones, con gesto sombrío y vestidos de luto. Un escalofrío le recorre la espalda al comprender lo sucedido y antes siquiera de que su abuela perciba su presencia, Aleixo se da la media vuelta y se marcha de allí a toda prisa.

Por segunda vez en pocas horas, trata de pedalear todo lo rápido que se lo permiten sus ya agotadas piernas. Como si alejarse de allí pudiera cambiar el curso de los hechos. Pero las lágrimas no le dejan ver la carretera y al poco debe detenerse en el arcén para tomar aliento.

Allí de pie, postrado ante la inmensidad del mar siente tanta rabia que piensa que va a volverse loco y nota cómo un intenso impulso por lanzarse al vacío se apodera de él. A lo mejor de ese modo consigue aplacar el sufrimiento que le atraviesa en dos el pecho. Se queda mirando su bicicleta, la magnífica bicicleta que iba a permitirle visitar a su abuelo no solo los domingos, sino varias veces por semana. Un sueño hecho realidad que, sin embargo, se ha visto truncado antes siquiera de llegar a abrir los ojos. Dirige entonces su rabia contra ese objeto adquirido con tantos meses de trabajo y esfuerzo. Al final, ¿para qué? En un último gesto desesperado, la agarra sin miramientos y con un desgarrador grito de dolor, la arroja al acantilado. El estruendo de las olas rompiendo furiosas contra la costa amortigua el ruido de la bicicleta al caer, pero la imagen de los hierros destrozándose contra las rocas ejerce un efecto catártico en el alma de Aleixo que permite que, lentamente, este salga de su trance y recupere el control. Angustiado, toma conciencia de lo que acaba de hacer.

—«Agora xa foi»— piensa, —te toca volver andando a casa—.

sábado, 25 de abril de 2020

Cuento de la bailarina y el dragón


Había una vez, una bailarina que vivía en una cajita de madera que estaba encima de la mesita de noche de Simón. Y cada vez que la cajita se abría, la bailarina bailaba y bailaba, dando vueltas sobre sí misma, al son de la música que salía del interior de la cajita. A la bailarina le gustaba mucho bailar, pero a veces se aburría, porque la música era siempre la misma y además, no salía nunca de su cajita.
Su mejor amigo era un dragón de peluche que vivía encima de la cama de Simón. Pero Simón tenía muchos otros juguetes más modernos y divertidos, con luces y que hacían todo tipo de sonidos, y era con esos con los que más le gustaba jugar. Ya no le interesaban mucho la bailarina y el dragón, porque pensaba que eran de «niños pequeños».
La bailarina, que era muy lista, se había dado cuenta de eso y quería viajar. Ya que Simón prefería jugar con otros juguetes, ella dejaría su cajita y saldría fuera, a explorar el mundo. ¡Era una idea fantástica! Pero cada vez que quería saltar fuera de la cajita, decidida a coger su mochila y marcharse, su amigo el dragón, le decía muy preocupado:
—¡Pero, bailarina! ¿A dónde vas a ir tú solita? ¡El mundo es muy grande y te puede atropellar un coche al cruzar la calle! ¡Y también te puedes perder!
Y así seguía un buen rato, hablándole de todos los peligros que podía encontrarse, hasta que la bailarina se asustaba mucho y se encogía mucho, de tanto miedo que le daba, y volvía a encerrarse dentro de su cajita durante muchos días más, pensando que bailar no estaba tan mal, después de todo.
El tiempo iba pasando y cada vez que la bailarina se sentía preparada para marcharse, el dragón de peluche la convencía de que no lo hiciera. Y como el dragón era su amigo, ella siempre acababa haciéndole caso. Hasta que un buen día, la cajita de la bailarina se abrió y cuando ella empezó a bailar se fijó en que su amigo no estaba encima de la cama. ¿Dónde se habría metido el dragón? ¿A lo mejor se había ido de vacaciones sin ella? ¿Sería posible que hubiera dejado de tener miedo y hubiese emprendido una aventura sin decírselo? Era muy raro... Dragón era muy miedoso... ¡Y además, era su amigo! Y los amigos no se van sin avisar. No, lo más seguro es que le hubiese pasado algo. ¡Seguro que estaba en problemas!
Y cuando la bailarina se dio cuenta de que su amigo podría necesitar su ayuda, ¡no se lo pensó dos veces! Se asomó al borde de su cajita, calculó bien la distancia, cogió carrerilla y... ¡dio un enorme salto y aterrizó sobre la cama! ¡Sí, lo había logrado! Ahora solo tenía que encontrar a su amigo.
Sin pensar en todas las cosas malas que Dragón siempre le decía que podrían pasarle, la bailarina empezó a buscar a su amigo en todas las habitaciones: en el cuarto de la mamá y el papá de Simón, en el cuarto de baño, en el dormitorio de la hermanita pequeña de Simón, en el salón... Pero nada, ¡no había manera! ¿Dónde podría estar? Entonces se dio cuenta de que todavía le faltaba una habitación, al final del pasillo. ¡Claro! ¡Se le había olvidado mirar en la cocina! Y en efecto, ¡allí estaba su amigo! ¡Dentro de la lavadora, para ser más exactos! Dando vueltas y más vueltas, como la bailarina cuando bailaba en su cajita.
Y así estaban los dos, la bailarina mirando a su amigo girar, sin saber qué hacer y el dragón de peluche dando vueltas sin parar, muy asustado dentro de la lavadora, cuando de pronto, la máquina se paró y la puerta se abrió. ¡Con qué alegría se abrazaron al reencontrarse! Aunque claro, como estaba empapado, Dragón puso chorreando a Bailarina. ¡Pero no les importó nada, y los dos daban saltitos de alegría, cogidos de la mano!
Entonces, Dragón miró muy serio a su amiga y le dijo:
—Bailarina, dentro de esa lavadora me he dado cuenta de lo aburrida que tienes que estar siempre, nada más que dando vueltas y vueltas, bailando en tu cajita de madera. Además, has sido muy valiente viniendo a buscarme, a pesar de todas las cosas malas que te dije que podrían pasarte. ¡Muchas gracias, amiga mía! He decidido que te acompañaré en ese viaje y que, juntos, descubriremos muchos sitios bonitos y nos ayudaremos si hubiese algún problema. Igual que tú me has ayudado a mí.
La Bailarina se puso muy contenta y abrazó muy fuerte a su amigo. Y los dos hicieron las maletas y cogieron un autobús a la playa para empezar sus aventuras. ¿Y quién sabe a qué magníficos lugares les habrán llevado sus pasos?

jueves, 16 de abril de 2020

Mi luz


Que la deje; todo el mundo igual. Que si no me conviene, que si segundas partes nunca fueron buenas, que si con lo que me costó dejarla la última vez... Pero nadie se molesta en preguntarme qué quiero yo. Cuáles son mis motivos. Nadie se da cuenta de que ella es mi luz al final del túnel. Del túnel de mierda en el que vivo, de los días de dolor, de la angustia, del frío, la pobreza y el hambre. Joder, si no fuera por ella no tendría ni un solo motivo para seguir vivo. Y si un día me mata, que me mate. Me da igual, te juro que me suda la polla. Al menos será una muerte dulce. Y si alguna vez os habéis metido un pico seguro que sabréis de lo que os hablo. Esa sensación de flotar, ese bienestar que te atraviesa la médula y se reproduce en cada célula de tu ser, multiplicando por cien el mejor de los orgasmos que hayas sentido en toda tu puñetera vida. Así es ella, te eleva a los cielos y te hunde en el infierno, tres, cinco, seis veces en un mismo día. Por ella haces lo que sea, te pinchas donde sea, entre los dedos de los pies, en la yugular, hasta en el rabo si hace falta. Lo único es que, como las mujeres bonitas, ella también sale cara, la jodía. Pero siempre hay maneras, uno se las arregla. Pues la alternativa ni se plantea. En serio. ¿Pensáis que sabéis lo que es un mono porque habéis visto Trainspotting o Réquiem por un sueño? Y una mierda; no sabéis una mierda. Pensad en la peor gripe que hayáis pasado. Y no me refiero a la mierda esta del coronavirus, que ya os digo yo que a mí no me va a matar, si no lo han hecho ya el caballo, el VIH o la hepatitis. Superviviente de los ochenta y aquí estoy, me cago en mi calavera.

¿Qué estaba diciendo? Ah, sí, eso, lo del mono. Pues eso, que penséis en la vez que más malos os hayáis sentido, alguna vez que hayáis pensado, «joder, de esta no salgo». O a lo mejor es que nunca os habéis sentido así, niñitos de mamá. Pero ojo, que me alegro por vosotros, ¿eh? De verdad que sí. Bueno, pues coged todo ese malestar, esos dolores infernales de cabeza, de huesos, de articulaciones, esos tembleques incontrolables, los escalofríos atravesándote la espina dorsal, los sudores fríos... y multiplicadlos por infinito. Y no me jodáis los matemáticos. Sí se puede. Os lo digo yo, que lo he sufrido. Y más de una vez. Nadie daba un duro por mí. He enterrado a más amigos de los que tenéis en vuestras ridículas cuentas de redes sociales. Porque hablo de amigos de verdad, no de esos de los que tanto presumís y con los que no sabríais ni de qué hablar, si tuvieseis que tomaros una birra con ellos. Así que no, no la voy a dejar. Al menos mientras siga sin encontrar curro y sin salir del hoyo... No. Mientras siga así, seguiré visitando su luz.

Y ahora, si no os importa, dejadme solo, por favor, que me han dado unas ganas locas de colocarme.