martes, 22 de noviembre de 2016

Del capítulo 3 de la I Parte

Ese día amaneció más gris de lo acostumbrado para la pequeña Annetje. Debía ir al mercado, pero decidió remolonear un poco en la cama. La habitación estaba helada y no le apetecía nada salir de entre las cálidas mantas. Además, no tenía ánimos de nada; sentía una pena muy honda que la tenía contrariada. Nunca antes en su joven vida había sufrido la pérdida de un ser querido. Podía decirse que, hasta ese momento, había llevado una infancia feliz. Si bien su familia era humilde, nunca le había faltado un plato que llevarse a la boca. Sus padres habían sido siempre atentos y amables con ella e incluso disponía de una cama propia en el dormitorio principal. Además, como todos los niños de la época, gozaba de amplia libertad para entrar y salir de la casa a su antojo. Una vez acabadas sus labores domésticas, Madre le permitía darse largos paseos por el pueblo hasta el anochecer. Acudía a la parroquia con regularidad, donde estaba aprendiendo a leer, y tenía algunas compañeras con las que había entablado amistad y con las que solía deambular por la ciudad, observando a los adultos, tan enigmáticos y lejanos para ellas.

Su ruta favorita las llevaba desde su casa en la Kruitenbergstraat hasta el Lago del Amor, donde se detenían a menudo a contemplar el reflejo de los árboles y los paseantes sobre las aguas oscuras y tranquilas del lago. A su alrededor se extendía un parque donde crecían pinos y robles centenarios, entre los que se perdían las jóvenes parejas de prometidos para pasear los domingos por la mañana. Era su rincón encantado de la ciudad; parecía como si los edificios quedasen engullidos por la vegetación. Eso le permitía evadirse mejor en sus cuentos de hadas. Le gustaba sentarse en el borde del agua y dejar volar su imaginación: soñaba despierta que viajaba a lejanos mundos de aguas claras y cielos azules, cuyos habitantes se asemejaban a pequeñas figurillas de fino cristal de colores y donde en lugar de una luna, había tres. Eso permitía que siempre hubiera una que estuviera llena; y es que, a pesar de las supersticiones sobre las noches de luna llena, con sus hombres lobo y sus vampiros, a ella le encantaban. Solía ensimismarse, mirándola por la ventana. Le parecía entrever un rostro entre los cráteres de su superficie. Un rostro triste, además. Y ella le hablaba y le cantaba para que no se sintiera sola, pues Annetje sabía bien que ése era el motivo de que estuviera tan apenada, su soledad en medio de la cúpula negra del cielo nocturno.

Ese día, sin embargo, parecía que toda la magia del mundo se hubiese desvanecido, como los reflejos en el agua cuando Annetje arrojaba piedras al lago. Aquella fría mañana de febrero no tenía el cuerpo para cuentos de hadas, así que continuó metida en la cama con las mantas tapándole la nariz, asomando tan sólo los ojos. Miraba fijamente el techo de la habitación. Las manchas de humedad de las esquinas, territorio de las arañas, dibujaban extrañas siluetas. Las ajadas vigas de madera crujían cuando el viento soplaba con fuerza. y, a menudo, este ruido le impedía conciliar el sueño por la noche; sonaba como los pasos de seres de otros mundos, tenebrosos y malvados.

A medio día, su estómago se quejó lastimero y se levantó, extrañada de que Madre no la hubiese llamado. Dobló su camisón de lana recia y lo guardó en el arcón de madera situado a los pies de la cama grande. Hizo la suya torpemente, sus cortos bracitos todavía no llegaban bien a los extremos. No obstante, quedó satisfecha con el resultado, le gustaba ayudar a Madre en lo que podía. La casa estaba inquietantemente tranquila esa mañana. Salió del cuarto despacio, casi de puntillas. No se atrevía a romper el denso silencio. Además del dormitorio, estaban la cocina y el desván, cuya puerta estaba siempre cerrada con llave. Madre solía decir que allá arriba estaban los recuerdos de otras épocas y que los niños no deben andar husmeando en el pasado. Por eso, Annetjie nunca había subido. De todas maneras, aunque hubiese tenido la oportunidad, tampoco lo habría hecho. Estaba segura de que allí era donde vivían los seres cuyos pasos la dejaban en vela tantas y tantas madrugadas. Se había hecho una idea muy clara de cómo serían, diminutos y perversos, con risas macabras y muecas espeluznantes en el rostro. Vestían en tonos ocre y salían cuando todos se habían ido a dormir.

Las dos estancias restantes de la casa eran el dormitorio y la cocina. A Annetje le gustaba especialmente la cocina, porque el fogón siempre estaba encendido y olía a aderezos y a caldos que Madre o Abuela preparaban para cenar. También le gustaban las cortinas de cuadros rojos, a juego con el mantel de la mesa central. El color rojo era su preferido y se sentía contenta de tener una cocina tan alegre. Abuela las venía a visitar casi todos los días y solía traer flores que ponía en un tarro de cristal, en el centro de la mesa de cuadros. Annetje solía pasar muchas horas allí sentada en su taburete de madera, más alto que las sillas de los adultos para poder llegar bien, y se distraía escuchando conversaciones acerca de los precios del mercado, de los encajes que las mujeres tejían en la Walplein, del trabajo de padre y de otras cosas que ella no entendía.

Pero esa mañana había flores en la mesa, ni siquiera el mantel estaba colocado. Tampoco olía a col hervida ni a sopa de pescado, ni a especias, ni a nada. Sintió frío y miró hacia el hogar. Estaba apagado. «Eso sí que es raro», pensó la pequeña. Nunca había pasado frío en la cocina antes. El cuarto era otra cosa, motivo también por el que no le gustaba demasiado. Sólo lo usaba para vestirse y dormir. De todas formas, aparte de las camas, el arcón y un armario del que en cualquier momento podría salir un duende despistado de camino al desván, no había nada más. Tampoco cortinas de cuadros rojos y blancos, sólo unos sucios visillos con encaje en el extremo inferior. Sosos.

Llamó a Madre. Silencio. Llamó a Madre una vez más. Nada. «Habrá salido a recoger agua a la fuente, se me olvidó hacerlo a mí», pensó con una punzada de arrepentimiento. Así que, para arreglarlo de algún modo encendió el hogar. Lo había visto hacer suficientes veces y había ayudado otras tantas, de modo que la tarea no le llevó demasiado tiempo. Una vez la estancia se hubo caldeado se sintió más a gusto y se sentó a esperar a Madre, que llegaría en cualquier momento con sendos cubos de agua fresca. Y haría el almuerzo. El día anterior había sido largo y ya entrada la noche, cuando ella llevaba algunas horas durmiendo, oyó que madre sollozaba en su cama. Las dos, aunque por separado, habían regresado tarde del cementerio. Annetje se quedó mucho rato junto a padre, rezando. Conocía bien la muerte, la veía a menudo por las calles de Brujas, pero nunca antes la había mirado a los ojos; se estuvo preguntando y estuvo preguntándole a él, si era verdad todo lo que contaban sobre el cielo y la felicidad prometida por toda la eternidad. Porque allí, arrodillada en el lodo junto a la tumba de su padre, empapada bajo el aguacero, a Annetje le costaba mucho creer en todas esas historias.

No obstante, la vida tenía que seguir y ella tenía hambre. Como Madre no llegaba, la niña se impacientó y buscó algo de comer en los cajones de la cocina. Halló un trozo de pan, suficientemente grande como para saciar el hambre, pero suficientemente duro como para que le resultase difícil masticarlo. Resolvió tostarlo al fuego y completarlo con una manzana un poco picada que quedaba en el frutero. Una vez hubo comido se sintió con ánimo, ya que Madre no regresaba, para ir a buscarla a casa de Abuela. No vivía muy lejos, a un par de manzanas dirección Burgplein, cruzando uno de los canales por el puente de Saint-Jans Nepomucenus.

De manera que Annetje salió de casa dando un tirón de la pesada puerta de madera, bajó las escaleras del edificio y se encontró en la calle. «Vaya», fuera estaba lloviendo. No se había dado cuenta y ahora era tarde para subir a por su gruesa capa con capucha, ya que nadie le abriría la puerta. Pero allá que se aventuró por las callejas grises de la ciudad. El camino no era largo; aún así, llegaría calada hasta los huesos. La niña lo observaba todo con gran atención, Padre siempre le decía que hay que prestar mucha atención a los detalles, pues nunca se sabe en qué momento pueden marcar la diferencia entre vivir o morir, entre ser próspero o mendigo, entre hallar el amor o continuar solo. Y por eso, ella siempre caminaba con sus grandes ojos claros bien abiertos y atenta a los colores, a la muchedumbre, a los edificios y a las nubes, buscando y buscando aquello que marcaría la diferencia, pues sabía que, cuando lo viera, lo reconocería.

Había llegado a la Jozef Suveestraat, ya estaba muy cerca del puente. Caminaba apresurada con la cabeza encogida entre los hombros, como si eso pudiera protegerla del agua. Las heladas gotas de lluvia habían empapado su pelo y le resbalaban por la frente. Annetje no pensaba en nada especial, simplemente en que había muy poco rojo en su camino. Alguna capa o sombrero, alguna contraventana y nada más. Las flores que tanto adoraba hibernaban, esperando épocas más cálidas para mostrar sus hermosos colores. Y así, entre pensamiento y pensamiento, llegó al puente. Allí, como si fuese la primera vez que lo veía, descubrió de pronto a Saint-Jans Nepomucenus: indiferente y distante, pero con mirada piadosa, muy lejos, en lo alto de su pedestal.

Sus ojos grandes lo miraron con una mezcla de admiración y curiosidad. ¿Cómo era posible que pasara por allí casi a diario y nunca se hubiese detenido a observar al santo? Le impresionó su silueta oscura recortada contra el cielo gris, brillante de lluvia y salpicada por los destellos que provocaban las gotas al precipitarse contra él. Le pareció grandioso y bueno, por lo que allí mismo se arrodilló a rezar, pidiendo por Padre y por Madre, por que su pena y su angustia desaparecieran, para que ningún día más faltaran calor en el hogar ni una buena sopa caliente que saciara su apetito. Llevaba así un rato, no sabía cuánto, cuando alguien tropezó con ella. La niña alzó la cabeza con gesto enfurruñado y miró hacia atrás, las trenzas mojadas cayendo pesadas a ambos lados de su cara. Un hombre alto y fuerte se alejaba a paso ligero con un montón de tablas envueltas en lienzo debajo del brazo izquierdo. Iba absorto en sus pensamientos, seguramente ni había reparado en ella. Llevaba una chaqueta de cuero negro y el pelo largo y taheño recogido a la altura de la nuca con una cinta, también negra. No prestaba atención al resto de la gente e iba abriéndose paso entre unos y otros a lo largo del abarrotado Dijver. Annetje sintió un escalofrió; ese hombre… Se incorporó para continuar su camino a casa de Abuela con la certeza de que no sería la última vez que viera a ese hombre de cabellos rojizos… y de que no le traería nada bueno.


Llegó, por fin, a su destino. Empapada, llamó a la puerta con sus nudillos de niña. Los tímidos golpecitos sonaron contra la madera, pero nadie abrió. La pequeña, en su inocencia, no se inquietó. Seguramente, Madre y Abuela estarían juntas haciendo algún recado, creyendo que ella estaba en la parroquia. Así que se sentó en el escalón a esperar; afortunadamente, había dejado de llover.


miércoles, 9 de noviembre de 2016

Del Capítulo 2 de la I Parte

Llevaba un día de perros, era una auténtica pesadilla. Se había dormido y había perdido una cita con un posible comprador, lo que en los tiempos que corrían era una desgracia terrible. A comienzos del siglo XVII, Brujas era una ciudad en decadencia; la pérdida del puerto comercial debido al enarenamiento del río Zwin aceleró su declive como capital de las artes y finanzas. La situación era precaria, especialmente para un hombre como él, que lo había dejado todo para dedicarse a su gran pasión: la pintura. La ciudad había conocido tiempos mejores, desbancando incluso a París de su trono como capital del arte. Sin embargo, ahora, «maldita sea mi suerte», todo estaba cambiando. Seguía habiendo buenos clientes, pero cada vez era más difícil dar con ellos. Además, no eran pocos los que se dedicaban al arte. La pintura holandesa era bien apreciada, pero había que ceñirse a las reglas y los temas religiosos no eran su fuerte. Era un hombre temeroso de Dios y asistía a misa con regularidad, pero consideraba que había temas mejores para plasmar en sus lienzos. Le interesaban más los viajes, los paisajes y las aventuras, afición que  hacía que sus pinturas se acumularan bajo el polvo de su cuartucho de la calle Groenerei. Caminaba cabizbajo y apresurado en dirección a la Pleinmark. Llovía.

Llevaba algunas de estas tablas, las de menor peso, bajo el brazo. Estaba decidido a vender. Durante su camino cruzó el puente de Sait-Jans Nepomucenus. Sin saber por qué reparó un instante en una niña pequeña y pobremente vestida que rezaba a los pies del santo. Le resultó vagamente familiar, pero enseguida la olvidó. «Maldita sea, si consiguiera llegar a tiempo para montar un pequeño puesto en algún rincón discreto del mercado, quizá alguna familia pudiente se fije en mis obras». Incluso había llevado consigo su favorita, que representaba una cabra negra que, incorporada sobre sus dos patas traseras, tocaba el arpa con las delanteras. Era un tema mitológico, con algunas alteraciones de cosecha propia. La figura principal estaba enmarcada por un paisaje triste y gris, páramos con escasa vegetación y un acantilado a su izquierda por el que se despeñaba un pastor. Sobrevolando el cielo opaco de la pintura se advertían cuervos negros acechando en círculo sobre una imagen apenas perceptible al fondo de la composición. Él sabía quién era el cadáver del cuadro, aunque jamás lo había revelado a nadie.

El empedrado del suelo y las casas de ladrillo a ambos lados de la calle le producían una sensación de claustrofobia que no sabía explicar. Se había pasado toda la noche bebiendo cerveza en la posada del Asno Ciego. Le dolía la cabeza, era lógico. «Una manera muy inteligente de gastar los pocos vellones que me quedan», se dijo. Pero lo cierto era que esta escena se repetía de continuo casi los siete días de la semana. Tenía algún conocido, no podría llamarlo amigo. Compañeros de borracheras, habituales de aquella tasca que se reunían allí con los mismos fines que él: evadirse de los problemas y la dureza de aquellos tiempos en los que la ciudad era cada vez más un mero reflejo de sí misma. De todas maneras, el dolor de cabeza no estaba producido simplemente por el alcohol ingerido la noche de antes. Había otras cosas que le preocupaban.

Cuando Hendrick de Hooch llegó esa noche a la posada del Asno Ciego notó enseguida que la atmósfera que allí se respiraba era diferente. Los bebedores estaban más callados de lo habitual y miraban sus vasos, pensativos. Entre la gente localizó a Marten, un hombre de mediana edad que, en ese momento, se sentaba a una mesa redonda y bebía una jarra de cerveza negra, bebida a la que probablemente debía su generosa barriga. Se acercó a él; solían beber juntos. Lo saludó con un gesto, al tiempo que pedía a la posadera otra jarra para él y tomó asiento en un taburete junto a su colega. Mientras esperaba la cerveza pensó en lo irónica que es la vida, que lo lleva a uno a lugares y situaciones en los que, en otras circunstancias, nunca se habría inmiscuido. Por ejemplo, aquel hombre, agradable de trato, pero sucio y ordinario como pocos. Coleccionaba manchas que se iban a reunir sobre su enorme estómago, coloreando de una tonalidad indefinible la tela de su camisa. Era sonrosado y alegre, mofletudo y charlatán. Se sentaba con él porque de esta manera evitaba tener que hablar con posibles interlocutores espontáneos a lo largo de la noche. Su amigo Marten siempre lo haría por él encantado. Era zapatero, de manos grandes y recias siempre sucias, con las uñas negras de betún. Hendrick pensaba que, con el tiempo, le habían empezado a salir directamente de ese color, para así ahorrarse la molestia de tener que lavárselas.

Fue al grano y le preguntó qué ocurría, la gente no estaba igual aquella noche.
- ¿No lo sabes? Ha muerto Pieter, Pieter Vermeer. Lo conocías, ¿no?
- Sí, vagamente... -fue la respuesta de Hendrick- ¿Cómo ha sido?
- Pues ese es precisamente el problema… la gente está asustada. Estaba perfectamente, era un hombre sano y fuerte, un tío legal, del gremio. Nunca había tenido problemas con nadie.
- Ya, ¿y qué? ¿Por qué está asustada la gente? Mueren personas aparentemente sanas cada día y no se arma ningún revuelo.
- Ya, sí… si llevas razón... supongo que es por los rumores. La gente habla, ya lo sabes. Y no siempre lo que se dice es bueno...
- No sé por qué te vas tanto por las ramas, Marten, no es tu estilo, ¡dime de una maldita vez lo que le ha pasado a ese pobre desgraciado!

Marten lo miró con desagrado. Hizo una mueca ambigua con la cara y suspiró. Varios hombres los miraban desafiantes desde mesas contiguas. En ese momento, la posadera sirvió la jarra de cerveza. La interrupción devolvió a cada cual a sus asuntos y Marten hizo un intento por desviar el rumbo de la conversación.

- Bueno amigo, ¿y qué me cuentas tú? ¿Consigues vender alguna de tus tablas? Aunque si sigues empeñándote en pintar semejantes esbirros como la cabra esa que te gusta tanto no sé si empezarán a irte bien las cosas algún día… Deberías pintar alguna virgen, retratos, esas cosas... tienes talento, amigo mío, no lo desaproveches.
- ¿Puedes aclararme quién eres tú ahora para opinar sobre mi pintura como si tuvieras alguna idea de lo que estás hablando? Además, creo que todavía no hemos zanjado la cuestión que te estaba planteando. Habla claro.
- Tienes muy mal genio, ¿sabes? Y eso no es ninguna virtud, precisamente -a Marten no le gustaba el tono con el que el pintor se dirigía a él-. De todas maneras, nunca llegarás a ninguna parte si no eres capaz de aceptar una buena crítica. Acércate, espero que sepas ser discreto con este asunto.
- Marten, Marten, no creo que seas tú la persona más adecuada para hablarme de discreción...

Aunque sin mucho entusiasmo, el gordo Marten le había acabado contado las habladurías. Pieter estaba como cada día en el taller, curtiendo pieles para hacer cueros, cuando comenzó a sentirse mal. «Pues no veo nada raro en eso», apuntó Hendrick. «Calla y déjame seguir». Lo cierto es que el hombre habló con el capataz, que no le hizo caso y lo mandó al trabajo de inmediato y sin ningún tipo de excusas. Pieter siguió con su tarea, cada vez más despacio y con menos fuerzas. En un momento dado empezó a delirar, gritaba, decía que tenía insectos bajo la piel, que extrañas mariposas negras estaban poniendo huevos en sus ojos y que se le estaba cayendo el pelo. Estaba muy nervioso, agarró un cuchillo, y bajo la mirada atónita del capataz comenzó a hacerse cortes en los brazos y las piernas, intentando sacar los invisibles insectos de allí. Decía que las larvas de mariposa le estaban chupando la sangre. El capataz estaba asustado, pero pensó que era un numerito para poder irse a casa, pues Pieter no tenía nada visible a los ojos del hombre. Lo agarró con fuerza y le pidió que recobrara la cordura, que no tenía nada. Le quitó el cuchillo, pero Pieter se había provocado ya algunos cortes bastante profundos. No sabía qué hacer.

- Imagínate la escena, Pieter había perdido el juicio, gritaba, se golpeaba y saltaba, intentó echar a correr, pero el capataz lo detuvo. Todo esto sucedía mientras la gente se agolpaba ante la puerta del taller. Pidió ayuda y algunos curtidores se acercaron a ver. Tuvieron que agarrarlo entre tres, tal era la fuerza que adquirió Pieter en aquellos momentos previos al fin. Se había quedado ciego de pronto, sus pupilas estaban blancas, como cubiertas por una cortina blanquecina. Los hombres no daban crédito. Pieter murió entre convulsiones y espasmos, y sólo cuando estuvo muerto y bien muerto su piel se hinchó en cientos de picaduras con costras de sangre seca y por todo su cuerpo se encontró una especie de baba verdosa que manchaba incluso su ropa. El capataz jura que vio una mariposa negra posarse sobre una de las mesas del taller.

- Eso es ridículo, Marten.

martes, 1 de noviembre de 2016

De los solsticios

Philippe Delerm es un escritor francés al que conocí por casualidad. En realidad, conocí primero a su hijo, Vincent Delerm, compositor y cantautor que escuchaba ya en mi época universitaria. A Philippe fui a conocerlo algunos años más tarde, cuando estudiaba el máster en Salamanca, en la asignatura de traducción literaria de francés. Me animé mucho con la grata coincidencia (familia de artistas) y como práctica traduje alguno de los relatos cortos de su obra El primer trago de cerveza y otros pequeños placeres de la vida, trabajo con el que disfruté enormemente.

Hoy es el cumpleaños de mi madre y quiero dedicarle un breve relato de este autor que me ha parecido apropiado para la ocasión. Está incluido en su obra Le trottoir au soleil (La acera del sol, no publicada en español). Me estreno con una traducción y espero estar a la altura; después de todo, de entre todas mis aficiones, esta es la que me da de comer:

"21 de marzo: primavera, equinoccio. Buscamos con impaciencia el menor signo de que los días se alargan. El año se desata, todo se acelera. Ponemos rumbo al verano. Pasado el 21 de julio, los días ya empiezan a acortarse, aunque apenas nos damos cuenta. Sin duda, los mejores días del verano están aún por llegar: los paseos por las recalentadas calles, las cenas en las terrazas o en el jardín, a la luz de las velas.
- Y, sin embargo, -siempre hay alguien que hace el comentario, suscitando gestos de reprobación a su alrededor- sin embargo, los días son más cortos...

A los sesenta años hace mucho que pasamos el solsticio de verano. Seguirá habiendo tardes agradables, amistades, niños y motivos de esperanza. Y aún así: tenemos la certeza de haber pasado el solsticio. Puede ser un buen momento para intentar quedarse con lo mejor: una gota de nostalgia se filtra hasta el núcleo mismo de cada sensación, haciéndola más duradera y frágil. Conservar la serenidad en cada instante, con las palabras. Puede que el solsticio de verano sea ya el veranillo de San Martín y que la duda invada las estaciones, los colores. El tiempo no es un juego; no hay tiempo que perder.

Desprender la energía del sol en las palabras. Ya sé lo que podría alegarse en ese sentido: que la esencia está en la sombra, en el misterio, el trayecto nocturno. Además, ¿cómo pretender deslumbrar cuando la humanidad sufre por doquier, cuando el sufrimiento físico y moral, la violencia y la guerra lo invaden todo? Bueno, uno puede querer irradiar luz precisamente por todo esto. Constatar y denunciar son tareas esenciales. Pero digamos que otra cosa es posible. A medida que pasan los días, más ganas tengo de buscar la luz, y con mucho más motivo si esta empieza a desvanecerse. Quiero quedarme en el lado del sol."