Ese día
amaneció más gris de lo acostumbrado para la pequeña Annetje. Debía ir al
mercado, pero decidió remolonear un poco en la cama. La habitación estaba
helada y no le apetecía nada salir de entre las cálidas mantas. Además, no
tenía ánimos de nada; sentía una pena muy honda que la tenía contrariada. Nunca
antes en su joven vida había sufrido la pérdida de un ser querido. Podía
decirse que, hasta ese momento, había llevado una infancia feliz. Si bien su
familia era humilde, nunca le había faltado un plato que llevarse a la boca.
Sus padres habían sido siempre atentos y amables con ella e incluso disponía de
una cama propia en el dormitorio principal. Además, como todos los niños de la
época, gozaba de amplia libertad para entrar y salir de la casa a su antojo.
Una vez acabadas sus labores domésticas, Madre le permitía darse largos paseos
por el pueblo hasta el anochecer. Acudía a la parroquia con regularidad, donde
estaba aprendiendo a leer, y tenía algunas compañeras con las que había
entablado amistad y con las que solía deambular por la ciudad, observando a los
adultos, tan enigmáticos y lejanos para ellas.
Su ruta
favorita las llevaba desde su casa en la Kruitenbergstraat hasta el Lago del
Amor, donde se detenían a menudo a contemplar el reflejo de los árboles y los
paseantes sobre las aguas oscuras y tranquilas del lago. A su alrededor se
extendía un parque donde crecían pinos y robles centenarios, entre los que se
perdían las jóvenes parejas de prometidos para pasear los domingos por la
mañana. Era su rincón encantado de la ciudad; parecía como si los edificios
quedasen engullidos por la vegetación. Eso le permitía evadirse mejor en sus
cuentos de hadas. Le gustaba sentarse en el borde del agua y dejar volar su
imaginación: soñaba despierta que viajaba a lejanos mundos de aguas claras y
cielos azules, cuyos habitantes se asemejaban a pequeñas figurillas de fino
cristal de colores y donde en lugar de una luna, había tres. Eso permitía que
siempre hubiera una que estuviera llena; y es que, a pesar de las
supersticiones sobre las noches de luna llena, con sus hombres lobo y sus
vampiros, a ella le encantaban. Solía ensimismarse, mirándola por la ventana.
Le parecía entrever un rostro entre los cráteres de su superficie. Un rostro
triste, además. Y ella le hablaba y le cantaba para que no se sintiera sola,
pues Annetje sabía bien que ése era el motivo de que estuviera tan apenada, su
soledad en medio de la cúpula negra del cielo nocturno.
Ese día, sin
embargo, parecía que toda la magia del mundo se hubiese desvanecido, como los
reflejos en el agua cuando Annetje arrojaba piedras al lago. Aquella fría
mañana de febrero no tenía el cuerpo para cuentos de hadas, así que continuó
metida en la cama con las mantas tapándole la nariz, asomando tan sólo los ojos.
Miraba fijamente el techo de la habitación. Las manchas de humedad de las
esquinas, territorio de las arañas, dibujaban extrañas siluetas. Las ajadas vigas
de madera crujían cuando el viento soplaba con fuerza. y, a menudo, este ruido
le impedía conciliar el sueño por la noche; sonaba como los pasos de seres de
otros mundos, tenebrosos y malvados.
A medio día,
su estómago se quejó lastimero y se levantó, extrañada de que Madre no la
hubiese llamado. Dobló su camisón de lana recia y lo guardó en el arcón de
madera situado a los pies de la cama grande. Hizo la suya torpemente, sus
cortos bracitos todavía no llegaban bien a los extremos. No obstante, quedó
satisfecha con el resultado, le gustaba ayudar a Madre en lo que podía. La casa
estaba inquietantemente tranquila esa mañana. Salió del cuarto despacio, casi
de puntillas. No se atrevía a romper el denso silencio. Además del dormitorio,
estaban la cocina y el desván, cuya puerta estaba siempre cerrada con llave.
Madre solía decir que allá arriba estaban los recuerdos de otras épocas y que
los niños no deben andar husmeando en el pasado. Por eso, Annetjie nunca había
subido. De todas maneras, aunque hubiese tenido la oportunidad, tampoco lo
habría hecho. Estaba segura de que allí era donde vivían los seres cuyos pasos
la dejaban en vela tantas y tantas madrugadas. Se había hecho una idea muy
clara de cómo serían, diminutos y perversos, con risas macabras y muecas
espeluznantes en el rostro. Vestían en tonos ocre y salían cuando todos se
habían ido a dormir.
Las dos
estancias restantes de la casa eran el dormitorio y la cocina. A Annetje le
gustaba especialmente la cocina, porque el fogón siempre estaba encendido y
olía a aderezos y a caldos que Madre o Abuela preparaban para cenar. También le
gustaban las cortinas de cuadros rojos, a juego con el mantel de la mesa
central. El color rojo era su preferido y se sentía contenta de tener una
cocina tan alegre. Abuela las venía a visitar casi todos los días y solía traer
flores que ponía en un tarro de cristal, en el centro de la mesa de cuadros.
Annetje solía pasar muchas horas allí sentada en su taburete de madera, más
alto que las sillas de los adultos para poder llegar bien, y se distraía
escuchando conversaciones acerca de los precios del mercado, de los encajes que
las mujeres tejían en la Walplein, del trabajo de padre y de otras cosas que
ella no entendía.
Pero esa
mañana había flores en la mesa, ni siquiera el mantel estaba colocado. Tampoco
olía a col hervida ni a sopa de pescado, ni a especias, ni a nada. Sintió frío
y miró hacia el hogar. Estaba apagado. «Eso sí que es raro», pensó la pequeña.
Nunca había pasado frío en la cocina antes. El cuarto era otra cosa, motivo
también por el que no le gustaba demasiado. Sólo lo usaba para vestirse y
dormir. De todas formas, aparte de las camas, el arcón y un armario del que en
cualquier momento podría salir un duende despistado de camino al desván, no
había nada más. Tampoco cortinas de cuadros rojos y blancos, sólo unos sucios visillos con
encaje en el extremo inferior. Sosos.
Llamó a Madre.
Silencio. Llamó a Madre una vez más. Nada. «Habrá salido a recoger agua a la
fuente, se me olvidó hacerlo a mí», pensó con una punzada de arrepentimiento.
Así que, para arreglarlo de algún modo encendió el hogar. Lo había visto hacer
suficientes veces y había ayudado otras tantas, de modo que la tarea no le
llevó demasiado tiempo. Una vez la estancia se hubo caldeado se sintió más a
gusto y se sentó a esperar a Madre, que llegaría en cualquier momento con
sendos cubos de agua fresca. Y haría el almuerzo. El día anterior había sido
largo y ya entrada la noche, cuando ella llevaba algunas horas durmiendo, oyó
que madre sollozaba en su cama. Las dos, aunque por separado, habían regresado
tarde del cementerio. Annetje se quedó mucho rato junto a padre, rezando.
Conocía bien la muerte, la veía a menudo por las calles de Brujas, pero nunca
antes la había mirado a los ojos; se estuvo preguntando y estuvo preguntándole
a él, si era verdad todo lo que contaban sobre el cielo y la felicidad
prometida por toda la eternidad. Porque allí, arrodillada en el lodo junto a la
tumba de su padre, empapada bajo el aguacero, a Annetje le costaba mucho creer
en todas esas historias.
No obstante,
la vida tenía que seguir y ella tenía hambre. Como Madre no llegaba, la niña se
impacientó y buscó algo de comer en los cajones de la cocina. Halló un trozo de
pan, suficientemente grande como para saciar el hambre, pero suficientemente
duro como para que le resultase difícil masticarlo. Resolvió tostarlo al fuego
y completarlo con una manzana un poco picada que quedaba en el frutero. Una vez
hubo comido se sintió con ánimo, ya que Madre no regresaba, para ir a buscarla
a casa de Abuela. No vivía muy lejos, a un par de manzanas dirección Burgplein,
cruzando uno de los canales por el puente de Saint-Jans Nepomucenus.
De manera que
Annetje salió de casa dando un tirón de la pesada puerta de madera, bajó las
escaleras del edificio y se encontró en la calle. «Vaya», fuera estaba
lloviendo. No se había dado cuenta y ahora era tarde para subir a por su gruesa
capa con capucha, ya que nadie le abriría la puerta. Pero allá que se aventuró
por las callejas grises de la ciudad. El camino no era largo; aún así, llegaría
calada hasta los huesos. La niña lo observaba todo con gran atención, Padre
siempre le decía que hay que prestar mucha atención a los detalles, pues nunca
se sabe en qué momento pueden marcar la diferencia entre vivir o morir, entre
ser próspero o mendigo, entre hallar el amor o continuar solo. Y por eso, ella
siempre caminaba con sus grandes ojos claros bien abiertos y atenta a los
colores, a la muchedumbre, a los edificios y a las nubes, buscando y buscando
aquello que marcaría la diferencia, pues sabía que, cuando lo viera, lo
reconocería.
Había llegado
a la Jozef Suveestraat, ya estaba muy cerca del puente. Caminaba apresurada con
la cabeza encogida entre los hombros, como si eso pudiera protegerla del agua.
Las heladas gotas de lluvia habían empapado su pelo y le resbalaban por la
frente. Annetje no pensaba en nada especial, simplemente en que había muy poco
rojo en su camino. Alguna capa o sombrero, alguna contraventana y nada más. Las
flores que tanto adoraba hibernaban, esperando épocas más cálidas para mostrar
sus hermosos colores. Y así, entre pensamiento y pensamiento, llegó al puente.
Allí, como si fuese la primera vez que lo veía, descubrió de pronto a
Saint-Jans Nepomucenus: indiferente y distante, pero con mirada piadosa, muy
lejos, en lo alto de su pedestal.
Sus ojos
grandes lo miraron con una mezcla de admiración y curiosidad. ¿Cómo era posible
que pasara por allí casi a diario y nunca se hubiese detenido a observar al
santo? Le impresionó su silueta oscura recortada contra el cielo gris,
brillante de lluvia y salpicada por los destellos que provocaban las gotas al
precipitarse contra él. Le pareció grandioso y bueno, por lo que allí mismo se
arrodilló a rezar, pidiendo por Padre y por Madre, por que su pena y su
angustia desaparecieran, para que ningún día más faltaran calor en el hogar ni
una buena sopa caliente que saciara su apetito. Llevaba así un rato, no sabía
cuánto, cuando alguien tropezó con ella. La niña alzó la cabeza con gesto
enfurruñado y miró hacia atrás, las trenzas mojadas cayendo pesadas a ambos
lados de su cara. Un hombre alto y fuerte se alejaba a paso ligero con un
montón de tablas envueltas en lienzo debajo del brazo izquierdo. Iba absorto en
sus pensamientos, seguramente ni había reparado en ella. Llevaba una chaqueta
de cuero negro y el pelo largo y taheño recogido a la altura de la nuca con una
cinta, también negra. No prestaba atención al resto de la gente e iba
abriéndose paso entre unos y otros a lo largo del abarrotado Dijver. Annetje
sintió un escalofrió; ese hombre… Se incorporó para continuar su camino a casa
de Abuela con la certeza de que no sería la última vez que viera a ese hombre
de cabellos rojizos… y de que no le traería nada bueno.
Llegó, por
fin, a su destino. Empapada, llamó a la puerta con sus nudillos de niña. Los
tímidos golpecitos sonaron contra la madera, pero nadie abrió. La pequeña, en
su inocencia, no se inquietó. Seguramente, Madre y Abuela estarían juntas
haciendo algún recado, creyendo que ella estaba en la parroquia. Así que se
sentó en el escalón a esperar; afortunadamente, había dejado de llover.
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