miércoles, 9 de noviembre de 2016

Del Capítulo 2 de la I Parte

Llevaba un día de perros, era una auténtica pesadilla. Se había dormido y había perdido una cita con un posible comprador, lo que en los tiempos que corrían era una desgracia terrible. A comienzos del siglo XVII, Brujas era una ciudad en decadencia; la pérdida del puerto comercial debido al enarenamiento del río Zwin aceleró su declive como capital de las artes y finanzas. La situación era precaria, especialmente para un hombre como él, que lo había dejado todo para dedicarse a su gran pasión: la pintura. La ciudad había conocido tiempos mejores, desbancando incluso a París de su trono como capital del arte. Sin embargo, ahora, «maldita sea mi suerte», todo estaba cambiando. Seguía habiendo buenos clientes, pero cada vez era más difícil dar con ellos. Además, no eran pocos los que se dedicaban al arte. La pintura holandesa era bien apreciada, pero había que ceñirse a las reglas y los temas religiosos no eran su fuerte. Era un hombre temeroso de Dios y asistía a misa con regularidad, pero consideraba que había temas mejores para plasmar en sus lienzos. Le interesaban más los viajes, los paisajes y las aventuras, afición que  hacía que sus pinturas se acumularan bajo el polvo de su cuartucho de la calle Groenerei. Caminaba cabizbajo y apresurado en dirección a la Pleinmark. Llovía.

Llevaba algunas de estas tablas, las de menor peso, bajo el brazo. Estaba decidido a vender. Durante su camino cruzó el puente de Sait-Jans Nepomucenus. Sin saber por qué reparó un instante en una niña pequeña y pobremente vestida que rezaba a los pies del santo. Le resultó vagamente familiar, pero enseguida la olvidó. «Maldita sea, si consiguiera llegar a tiempo para montar un pequeño puesto en algún rincón discreto del mercado, quizá alguna familia pudiente se fije en mis obras». Incluso había llevado consigo su favorita, que representaba una cabra negra que, incorporada sobre sus dos patas traseras, tocaba el arpa con las delanteras. Era un tema mitológico, con algunas alteraciones de cosecha propia. La figura principal estaba enmarcada por un paisaje triste y gris, páramos con escasa vegetación y un acantilado a su izquierda por el que se despeñaba un pastor. Sobrevolando el cielo opaco de la pintura se advertían cuervos negros acechando en círculo sobre una imagen apenas perceptible al fondo de la composición. Él sabía quién era el cadáver del cuadro, aunque jamás lo había revelado a nadie.

El empedrado del suelo y las casas de ladrillo a ambos lados de la calle le producían una sensación de claustrofobia que no sabía explicar. Se había pasado toda la noche bebiendo cerveza en la posada del Asno Ciego. Le dolía la cabeza, era lógico. «Una manera muy inteligente de gastar los pocos vellones que me quedan», se dijo. Pero lo cierto era que esta escena se repetía de continuo casi los siete días de la semana. Tenía algún conocido, no podría llamarlo amigo. Compañeros de borracheras, habituales de aquella tasca que se reunían allí con los mismos fines que él: evadirse de los problemas y la dureza de aquellos tiempos en los que la ciudad era cada vez más un mero reflejo de sí misma. De todas maneras, el dolor de cabeza no estaba producido simplemente por el alcohol ingerido la noche de antes. Había otras cosas que le preocupaban.

Cuando Hendrick de Hooch llegó esa noche a la posada del Asno Ciego notó enseguida que la atmósfera que allí se respiraba era diferente. Los bebedores estaban más callados de lo habitual y miraban sus vasos, pensativos. Entre la gente localizó a Marten, un hombre de mediana edad que, en ese momento, se sentaba a una mesa redonda y bebía una jarra de cerveza negra, bebida a la que probablemente debía su generosa barriga. Se acercó a él; solían beber juntos. Lo saludó con un gesto, al tiempo que pedía a la posadera otra jarra para él y tomó asiento en un taburete junto a su colega. Mientras esperaba la cerveza pensó en lo irónica que es la vida, que lo lleva a uno a lugares y situaciones en los que, en otras circunstancias, nunca se habría inmiscuido. Por ejemplo, aquel hombre, agradable de trato, pero sucio y ordinario como pocos. Coleccionaba manchas que se iban a reunir sobre su enorme estómago, coloreando de una tonalidad indefinible la tela de su camisa. Era sonrosado y alegre, mofletudo y charlatán. Se sentaba con él porque de esta manera evitaba tener que hablar con posibles interlocutores espontáneos a lo largo de la noche. Su amigo Marten siempre lo haría por él encantado. Era zapatero, de manos grandes y recias siempre sucias, con las uñas negras de betún. Hendrick pensaba que, con el tiempo, le habían empezado a salir directamente de ese color, para así ahorrarse la molestia de tener que lavárselas.

Fue al grano y le preguntó qué ocurría, la gente no estaba igual aquella noche.
- ¿No lo sabes? Ha muerto Pieter, Pieter Vermeer. Lo conocías, ¿no?
- Sí, vagamente... -fue la respuesta de Hendrick- ¿Cómo ha sido?
- Pues ese es precisamente el problema… la gente está asustada. Estaba perfectamente, era un hombre sano y fuerte, un tío legal, del gremio. Nunca había tenido problemas con nadie.
- Ya, ¿y qué? ¿Por qué está asustada la gente? Mueren personas aparentemente sanas cada día y no se arma ningún revuelo.
- Ya, sí… si llevas razón... supongo que es por los rumores. La gente habla, ya lo sabes. Y no siempre lo que se dice es bueno...
- No sé por qué te vas tanto por las ramas, Marten, no es tu estilo, ¡dime de una maldita vez lo que le ha pasado a ese pobre desgraciado!

Marten lo miró con desagrado. Hizo una mueca ambigua con la cara y suspiró. Varios hombres los miraban desafiantes desde mesas contiguas. En ese momento, la posadera sirvió la jarra de cerveza. La interrupción devolvió a cada cual a sus asuntos y Marten hizo un intento por desviar el rumbo de la conversación.

- Bueno amigo, ¿y qué me cuentas tú? ¿Consigues vender alguna de tus tablas? Aunque si sigues empeñándote en pintar semejantes esbirros como la cabra esa que te gusta tanto no sé si empezarán a irte bien las cosas algún día… Deberías pintar alguna virgen, retratos, esas cosas... tienes talento, amigo mío, no lo desaproveches.
- ¿Puedes aclararme quién eres tú ahora para opinar sobre mi pintura como si tuvieras alguna idea de lo que estás hablando? Además, creo que todavía no hemos zanjado la cuestión que te estaba planteando. Habla claro.
- Tienes muy mal genio, ¿sabes? Y eso no es ninguna virtud, precisamente -a Marten no le gustaba el tono con el que el pintor se dirigía a él-. De todas maneras, nunca llegarás a ninguna parte si no eres capaz de aceptar una buena crítica. Acércate, espero que sepas ser discreto con este asunto.
- Marten, Marten, no creo que seas tú la persona más adecuada para hablarme de discreción...

Aunque sin mucho entusiasmo, el gordo Marten le había acabado contado las habladurías. Pieter estaba como cada día en el taller, curtiendo pieles para hacer cueros, cuando comenzó a sentirse mal. «Pues no veo nada raro en eso», apuntó Hendrick. «Calla y déjame seguir». Lo cierto es que el hombre habló con el capataz, que no le hizo caso y lo mandó al trabajo de inmediato y sin ningún tipo de excusas. Pieter siguió con su tarea, cada vez más despacio y con menos fuerzas. En un momento dado empezó a delirar, gritaba, decía que tenía insectos bajo la piel, que extrañas mariposas negras estaban poniendo huevos en sus ojos y que se le estaba cayendo el pelo. Estaba muy nervioso, agarró un cuchillo, y bajo la mirada atónita del capataz comenzó a hacerse cortes en los brazos y las piernas, intentando sacar los invisibles insectos de allí. Decía que las larvas de mariposa le estaban chupando la sangre. El capataz estaba asustado, pero pensó que era un numerito para poder irse a casa, pues Pieter no tenía nada visible a los ojos del hombre. Lo agarró con fuerza y le pidió que recobrara la cordura, que no tenía nada. Le quitó el cuchillo, pero Pieter se había provocado ya algunos cortes bastante profundos. No sabía qué hacer.

- Imagínate la escena, Pieter había perdido el juicio, gritaba, se golpeaba y saltaba, intentó echar a correr, pero el capataz lo detuvo. Todo esto sucedía mientras la gente se agolpaba ante la puerta del taller. Pidió ayuda y algunos curtidores se acercaron a ver. Tuvieron que agarrarlo entre tres, tal era la fuerza que adquirió Pieter en aquellos momentos previos al fin. Se había quedado ciego de pronto, sus pupilas estaban blancas, como cubiertas por una cortina blanquecina. Los hombres no daban crédito. Pieter murió entre convulsiones y espasmos, y sólo cuando estuvo muerto y bien muerto su piel se hinchó en cientos de picaduras con costras de sangre seca y por todo su cuerpo se encontró una especie de baba verdosa que manchaba incluso su ropa. El capataz jura que vio una mariposa negra posarse sobre una de las mesas del taller.

- Eso es ridículo, Marten.

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