Llevaba un día de perros, era una
auténtica pesadilla. Se había dormido y había perdido una cita con un posible
comprador, lo que en los tiempos que corrían era una desgracia terrible. A
comienzos del siglo XVII, Brujas era una ciudad en decadencia; la pérdida del
puerto comercial debido al enarenamiento del río Zwin aceleró su declive como capital de las artes y finanzas. La situación era
precaria, especialmente para un hombre como él, que lo había dejado todo para
dedicarse a su gran pasión: la pintura. La ciudad había conocido tiempos
mejores, desbancando incluso a París de su trono como capital del arte. Sin
embargo, ahora, «maldita sea mi suerte», todo estaba cambiando. Seguía habiendo
buenos clientes, pero cada vez era más difícil dar con ellos. Además, no eran
pocos los que se dedicaban al arte. La pintura holandesa era bien apreciada, pero
había que ceñirse a las reglas y los temas religiosos no eran su fuerte. Era un
hombre temeroso de Dios y asistía a misa con regularidad, pero consideraba que
había temas mejores para plasmar en sus lienzos. Le interesaban más los viajes, los paisajes y las aventuras, afición que hacía que sus pinturas se acumularan bajo el polvo de su
cuartucho de la calle Groenerei. Caminaba cabizbajo y apresurado en dirección a
la Pleinmark. Llovía.
Llevaba algunas de estas tablas,
las de menor peso, bajo el brazo. Estaba decidido a vender. Durante su camino
cruzó el puente de Sait-Jans Nepomucenus. Sin saber por qué reparó un instante
en una niña pequeña y pobremente vestida que rezaba a los pies del santo. Le
resultó vagamente familiar, pero enseguida la olvidó. «Maldita sea, si
consiguiera llegar a tiempo para montar un pequeño puesto en algún rincón
discreto del mercado, quizá alguna familia pudiente se fije en mis obras». Incluso había llevado consigo su favorita, que representaba una
cabra negra que, incorporada sobre sus dos patas traseras, tocaba el arpa con
las delanteras. Era un tema mitológico, con algunas alteraciones de cosecha propia.
La figura principal estaba enmarcada por un paisaje triste y gris, páramos con
escasa vegetación y un acantilado a su izquierda por el que se despeñaba un
pastor. Sobrevolando el cielo opaco de la pintura se advertían cuervos negros
acechando en círculo sobre una imagen apenas perceptible al fondo de la composición.
Él sabía quién era el cadáver del cuadro, aunque jamás lo había revelado a
nadie.
El empedrado del suelo y las
casas de ladrillo a ambos lados de la calle le producían una sensación de
claustrofobia que no sabía explicar. Se había pasado toda la noche bebiendo
cerveza en la posada del Asno Ciego. Le dolía la cabeza, era lógico. «Una
manera muy inteligente de gastar los pocos vellones que me quedan», se dijo.
Pero lo cierto era que esta escena se repetía de continuo casi los siete días
de la semana. Tenía algún conocido, no podría llamarlo amigo. Compañeros de
borracheras, habituales de aquella tasca que se reunían allí con los mismos
fines que él: evadirse de los problemas y la dureza de aquellos tiempos en los
que la ciudad era cada vez más un mero reflejo de sí misma. De todas maneras,
el dolor de cabeza no estaba producido simplemente por el alcohol ingerido la
noche de antes. Había otras cosas que le preocupaban.
Cuando Hendrick de Hooch llegó
esa noche a la posada del Asno Ciego notó enseguida que la atmósfera que allí
se respiraba era diferente. Los bebedores estaban más callados de lo habitual y
miraban sus vasos, pensativos. Entre la gente localizó a Marten, un hombre
de mediana edad que, en ese momento, se sentaba a una mesa redonda y bebía una jarra de cerveza negra, bebida a la que probablemente debía su generosa barriga. Se acercó a él; solían beber juntos. Lo
saludó con un gesto, al tiempo que pedía a la posadera otra jarra para él y tomó
asiento en un taburete junto a su colega. Mientras esperaba la cerveza pensó en
lo irónica que es la vida, que lo lleva a uno a lugares y situaciones en los
que, en otras circunstancias, nunca se habría inmiscuido. Por ejemplo, aquel
hombre, agradable de trato, pero sucio y ordinario como pocos. Coleccionaba
manchas que se iban a reunir sobre su enorme estómago, coloreando de una tonalidad indefinible la tela de su camisa. Era sonrosado y alegre, mofletudo y
charlatán. Se sentaba con él porque de esta manera evitaba tener que hablar con
posibles interlocutores espontáneos a lo largo de la noche. Su amigo Marten
siempre lo haría por él encantado. Era zapatero, de manos grandes y recias siempre
sucias, con las uñas negras de betún. Hendrick pensaba que, con el tiempo, le
habían empezado a salir directamente de ese color, para así ahorrarse la
molestia de tener que lavárselas.
Fue al grano y le preguntó qué
ocurría, la gente no estaba igual aquella noche.
- ¿No lo sabes?
Ha muerto Pieter, Pieter Vermeer. Lo conocías, ¿no?
- Sí,
vagamente... -fue la respuesta de Hendrick- ¿Cómo ha sido?
- Pues ese es
precisamente el problema… la gente está asustada. Estaba perfectamente, era un
hombre sano y fuerte, un tío legal, del gremio. Nunca había tenido problemas
con nadie.
- Ya, ¿y qué? ¿Por qué está asustada la gente? Mueren personas aparentemente sanas cada día y no se arma ningún revuelo.
- Ya, sí… si llevas
razón... supongo que es por los rumores. La gente habla, ya lo sabes. Y no
siempre lo que se dice es bueno...
- No sé por qué
te vas tanto por las ramas, Marten, no es tu estilo, ¡dime de una
maldita vez lo que le ha pasado a ese pobre desgraciado!
Marten lo miró con desagrado.
Hizo una mueca ambigua con la cara y suspiró. Varios hombres los miraban desafiantes
desde mesas contiguas. En ese momento, la posadera sirvió la jarra de cerveza.
La interrupción devolvió a cada cual a sus asuntos y Marten hizo un intento por
desviar el rumbo de la conversación.
- Bueno amigo,
¿y qué me cuentas tú? ¿Consigues vender alguna de tus tablas?
Aunque si sigues empeñándote en pintar semejantes esbirros como la cabra esa
que te gusta tanto no sé si empezarán a irte bien las cosas algún día… Deberías
pintar alguna virgen, retratos, esas cosas... tienes talento,
amigo mío, no lo desaproveches.
- ¿Puedes
aclararme quién eres tú ahora para opinar sobre mi pintura como si tuvieras
alguna idea de lo que estás hablando? Además, creo que todavía no hemos zanjado
la cuestión que te estaba planteando. Habla claro.
- Tienes muy mal
genio, ¿sabes? Y eso no es ninguna virtud, precisamente -a Marten no le
gustaba el tono con el que el pintor se dirigía a él-. De todas maneras, nunca
llegarás a ninguna parte si no eres capaz de aceptar una buena crítica.
Acércate, espero que sepas ser discreto con este
asunto.
- Marten,
Marten, no creo que seas tú la persona más adecuada para hablarme de discreción...
Aunque sin mucho entusiasmo, el
gordo Marten le había acabado contado las habladurías. Pieter estaba como cada
día en el taller, curtiendo pieles para hacer cueros, cuando comenzó a sentirse
mal. «Pues no veo nada raro en eso», apuntó Hendrick. «Calla y déjame seguir».
Lo cierto es que el hombre habló con el capataz, que no le hizo caso y lo mandó
al trabajo de inmediato y sin ningún tipo de excusas. Pieter siguió con su
tarea, cada vez más despacio y con menos fuerzas. En un momento dado empezó a
delirar, gritaba, decía que tenía insectos bajo la piel, que extrañas mariposas
negras estaban poniendo huevos en sus ojos y que se le estaba cayendo el pelo.
Estaba muy nervioso, agarró un cuchillo, y bajo la mirada atónita del capataz
comenzó a hacerse cortes en los brazos y las piernas, intentando sacar los
invisibles insectos de allí. Decía que las larvas de mariposa le estaban chupando
la sangre. El capataz estaba asustado, pero pensó que era un numerito para
poder irse a casa, pues Pieter no tenía nada visible a los ojos del hombre. Lo
agarró con fuerza y le pidió que recobrara la cordura, que no tenía nada. Le
quitó el cuchillo, pero Pieter se había provocado ya algunos cortes
bastante profundos. No sabía qué hacer.
- Imagínate la
escena, Pieter había perdido el juicio, gritaba, se golpeaba y saltaba, intentó
echar a correr, pero el capataz lo detuvo. Todo esto sucedía mientras la gente
se agolpaba ante la puerta del taller. Pidió ayuda y algunos curtidores se
acercaron a ver. Tuvieron que agarrarlo entre tres, tal era la fuerza que adquirió Pieter
en aquellos momentos previos al fin. Se había quedado ciego de pronto, sus
pupilas estaban blancas, como cubiertas por una cortina blanquecina. Los hombres
no daban crédito. Pieter murió entre convulsiones y espasmos, y sólo cuando
estuvo muerto y bien muerto su piel se hinchó en cientos de picaduras con
costras de sangre seca y por todo su cuerpo se encontró una especie de baba
verdosa que manchaba incluso su ropa. El capataz jura que vio una mariposa negra
posarse sobre una de las mesas del taller.
- Eso es ridículo, Marten.
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