Lleva meses nadando sin notar
una gran evolución. Habitualmente, sesenta largos. Los días que está más
cansada pueden ser cincuenta y los que tiene más energía, hasta setenta. En sus
entrenamientos, cuenta los largos y mira el reloj. Piensa en la posición de los
brazos, en mantener las piernas altas, apretando bien los abdominales. Hasta
llegar a sesenta. Y luego, a estirar y a la ducha.
Un día se le ocurre
comprar unos auriculares sumergibles con reproductor mp3 integrado, especiales
para natación y practicar deporte, y empieza a nadar con ellos. Ha grabado de
todo; en la música es tan ecléctica como en sus otros gustos y aficiones. Y,
desde ese día, la experiencia cambia. La piscina se convierte en una sala de
conciertos y las sesiones de nado, en un videoclip en el que ella se desliza
sobre el agua, impulsada por la música. Ahora, sus brazos entran en el agua al
compás de la canción que suena en sus oídos, avanzando más o menos rápido en
función del ritmo, como si bailara. Disfruta mucho más de una
actividad que antes ya le gustaba y su mente divaga con mayor libertad. Los
pensamientos vienen y van, a su libre albedrío, como en una sesión de
meditación.
Es en ese momento cuando cae
en la cuenta de que ha dejado de contar. La meta ya no son los sesenta largos,
sino esos cuarenta minutos de intimidad entre el agua y ella. Ella, el agua y
la música. Y sus pensamientos. Y su baile acuático. Y su cuerpo avanzando,
rápido, creando pequeñas olas a su paso que le hacen sonreír. Y la sensación de
libertad. Ya no cuenta, ahora fluye. Todo, gracias a la música.
Y en su vida, como en el
deporte, también está intentando dejar de contar. Solo es cuestión de encontrar la
melodía que la impulse... y dejarse llevar.
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