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Los enólogos bordeleses afirman que un Grand Cru
Classé debe madurar entre ocho y quince años en botella antes de alcanzar su
momento de consumo ideal.
Hay estudios que demuestran que el subconsciente
toma nuestras decisiones mucho antes de lo que podamos llegar siquiera a
imaginar.
Otra mudanza más. Con
esta, pasaban ya de la veintena. Tres internacionales, otras siete
interregionales y las restantes —perdió la cuenta hacía años—, locales, aunque
no por ello menos estresantes. Pocas cosas hay en la vida tan perturbadoras
como una mudanza. Y esta última era la tercera internacional. Aunque esperaba
que fuera también la última, el ansiado regreso a casa. Eso deseaba, pero en el
fondo de su ser, no se lo creía.
Alicia abría cajas
con gesto mecánico. Los mozos de la agencia las habían ido dejando en las
estancias que indicaban sus rótulos y ahora ella debía ocuparse de poner cada
cosa en su lugar. Como no soportaba el silencio que se había instalado en la
enorme casa tras marcharse el personal de la mudanza, seleccionó en su smartphone una lista de rancheras que
tronó a través del hilo musical, magnificada por el eco del espacio vacío. A
los veinticinco años había cambiado el coleccionismo de vinilos por una
suscripción premium a la app y por vez primera paladeó el placer que provoca el
cumplimiento inmediato de un deseo a golpe de clic. Ajustó el volumen y se
alegró de haberse decidido a instalar el hilo. Hija del siglo XX, seguía
teniendo ciertas reservas respecto al exceso de tecnología en el hogar y esta
había sido una de sus escasas concesiones.
Ordenar su cuarto le
pareció lo más urgente. Buscó la caja con la ropa de cama, seleccionó las
sábanas y la vistió con esmero. Como se viste a una criatura. Recordó cómo Zipi
y Zape la arroparon sobre un colchón sin somier tirado en el suelo la primera
noche que pasó en su pisito de Ginebra. Hacía tantos años de eso… Ahora, sus
gatos la observaban estáticos desde el cuadro multifoto que reposaba apoyado
contra la pared del fondo. Tenía que comprar ganchos cuelga fácil. Una cosa más
que añadir a la lista.
Acompañada por los
desgarrados lamentos de Vicente Fernández, Alicia se dispuso a disfrutar de la
tarea de colocar su ropa en las baldas y barras de su nuevo y flamante
vestidor. A los treinta y tres había renegado de la fast fashion y había empezado a coleccionar prendas prêt-à-porter
de pequeñas firmas independientes. Preferiblemente, españolas. Por lo demás, en
su armario abundaba la ropa vintage de segunda mano y deportiva. Le gustaba seleccionar
sus outfits con el cuidado que se
pone al pintar una acuarela. El mismo mimo en la combinación de colores,
texturas y formas. Y solía cambiar de peinado o corte de pelo entre dos y tres
veces al año. Le resultaba muy útil a la hora de fechar las fotos a simple
vista. El bob desfilado con flequillo
recto fue a primeros de año y para verano cambió a media melena recta con
flequillo de lado, más cómodo de peinar cuando se bañaba en el mar. Y
recientemente había vuelto a atreverse con un pixie algo crecido, con patillas largas y flequillo también largo.
Le aportaba un plus de sofisticación incluso cuando empuñaba sus piolets y
ascendía por estrechos corredores de nieve y hielo.
Practicó la
escalada y el alpinismo hasta los treinta y cinco, cuando los cambió por el running al mudarse a Burdeos. Y a sus cuarenta
y cuatro seguía corriendo, aunque un poco más sola que antes. Apartó con pesar una
caja rotulada con un escueto «Kira» —¿por qué la habían dejado en su cuarto?—y
la dejó en el pasillo, junto a otras que debía subir al desván. Con eso, la
habitación había quedado bastante despejada y tan solo quedaban dos pequeñas
cajas sobre la cómoda. En una podía leerse «Deco
máster bedroom» y en la otra, «Félix». Cogió con cuidado la segunda, la
llevó a la sala de estar y la colocó sobre la mesa de centro. Aquí todavía no
había avanzado mucho, pero el sofá y el resto del mobiliario los habían dejado
montados los mozos, y no tenía ninguna prisa por colocar las piezas de
artesanía que adornaban las vitrinas.
Al desplomarse en
el sofá cayó en la cuenta de lo cansada que estaba. Abrió la caja con un cúter
y extrajo su contenido: una botella de vino, una carpeta de gomas y unos
álbumes de fotos. Félix… Al igual que a las montañas, Alicia abandonó a Félix después
de llegar a Francia. De su último encuentro conservaba esa botella Chateau
Soutard Grand Cru Classé, cosecha de 2023, que tenía un sobre pegado con cinta
adhesiva en el que podía leerse «No abrir hasta el 15 de octubre de 2033». El
quince de octubre de dos mil treinta y tres era el próximo fin de semana y era
también el día de su cuadragésimo quinto cumpleaños. Casi diez años la
separaban del momento en el que compraron la botella y guardaron sus deseos
para el futuro en ese sobre, hoy amarillento. Pero a Alicia no le gustaba
demasiado pensar en ese día, por eso se había limitado a trasladar la caja de
una casa a otra. Siempre con el máximo cuidado. Siempre en su coche, a salvo
del camión de mudanzas. Y siempre cerrada.
La inactividad la
hizo estremecerse de frío en el sofá y se levantó para encender la chimenea. En
la casa del pueblo era siempre Félix el que se ocupaba de eso, pero no le costó
demasiado conseguir prender un buen fuego. Aprovechó para envolverse en una
bata suave con forro de borreguito y se sirvió una copa de sauvignon blanc. De nuevo en el sofá, apartó los álbumes con
delicadeza y abrió la carpeta de gomas. De ella sacó los correos electrónicos
que Félix le había ido enviando en ese tiempo. Uno por cada cumpleaños. Nueve
mensajes como nueve cantos al aire que ella había impreso y guardado con celo, aguardando
al momento en el que sabría responder. Volvió a leerlos todos. Por orden, del primero
al último. Se sorprendió al releer los más antiguos; lloró. Estuvo hasta
tentada de repasar también los álbumes. La soledad no está tan mal, cuando eres
tú quien la elige. Es mil veces preferible al abandono. Pero en pocos días ella
cumpliría cuarenta y cinco y deseaba beberse esa botella de vino con Félix.
Abrir el sobre juntos, sorprenderse también al leer sus propias palabras, ya
olvidadas, escritas por una Alicia a la que hoy día —estaba segura— le costaría
incluso reconocer. Descubrir qué había decidido escribir él. Alguna ñoñada,
seguro. Sonrió. Jugueteó un poco con la botella entre las manos, sopesando las
distintas posibilidades y por fin agarró el teléfono móvil.
Acababan de dar las
ocho de la tarde, por lo que la librería aún debía estar abierta. Aunque quizá
él estuviese de mañana esa semana. Tardaron una eternidad en responder y la voz
al otro lado de la línea no le resultó conocida. Tampoco era de extrañar. Al
preguntar por Félix su voz tembló levemente y sonó más aguda de lo que era en
realidad. Tuvo que repetir la pregunta y, mientras escuchaba, el leve sonrojo
que adornaba sus mejillas se fue tornando blanquecino. Temblorosa, dio las
gracias y colgó con torpeza.
Horas, más tarde,
Alicia despertó echa un ovillo en el sofá. El fuego casi se había consumido,
apenas quedaba un pequeño tronco incandescente. Despacio, se incorporó hasta
sentarse. Despegó con cuidado el sobre de la botella de vino. Fue hasta la
cocina, cogió un sacacorchos y una copa limpia y regresó al salón. Abrió la
botella Chateau Soutard Grand Cru Classé, cosecha de 2023, y la dejó respirar.
Se agachó para recoger un par de troncos de la leñera y se dispuso a avivar las
llamas. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos, y la mirada perdida. Se echó un
poco de vino en la copa y lo cató como catan el vino los profesionales. Color púrpura
con reflejos morados. Potentes aromas a fruta madura, canela y especias. En
boca, taninos equilibrados, sedoso, afrutado y sabroso. Sí, estaba rico, así
que se sirvió la copa completa. A su espalda, el fuego ya crepitaba con fuerza.
Se volvió para calentarse y, sin pensarlo dos veces, agarró el sobre y lo lanzó
a las llamas. Mientras observaba cómo sus esquinas comenzaban a doblarse, sucumbiendo
al calor, Alicia alzó su copa y musitó «Que la tierra te sea leve, cariño».
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