martes, 31 de marzo de 2020

Momentos con una guitarra

Es una soleada tarde de finales de primavera y estoy sentada en una silla de plástico blanca, en el patio. Las plantas abundan, exuberantes: las gitanillas están a rebosar de flores rosas y rojas, y el olor del jazmín y el azahar impregna el ambiente. Recuerdo unas manitas rechonchas que intentan torpemente alcanzar la posición correcta sobre los trastes de una guitarra. Mi padre está intentando enseñarme a tocar algunos acordes sencillos; La, Re, Do. Toma mis pequeños dedos entre los suyos e intenta llevarlos a la posición correcta de la cuerda y el traste. Yo me esfuerzo por estirar los deditos todo lo que puedo. Nada, no hay manera. Pronto queda claro que tendremos que esperar un poco a que esas manos crezcan lo suficiente como para poder encajar en la guitarra.
Me fascina ver a mi padre tocar y cantar, esa facilidad con la que desgarra las cuerdas, arrancando hermosas melodías que acompaña con su voz grave y profunda. Cuando papá toca la guitarra, su ojos están más vivos que nunca y no deja de sonreír. Su felicidad resulta tan contagiosa que se transmite a quien esté presente, y todo el mundo acaba siempre cantando con él. Papá conoce las canciones que todos queremos oír y sabe amenizar cualquier velada. Por eso quiero aprender a tocar; me gustaría ser como mi padre.
Pasan los años y el deseo infantil de aprender a tocar hace tiempo que quedó olvidado en el fondo de un cajón. Entonces, un día el curso de los acontecimientos cambia y necesito un pretexto para pasar más tiempo con mi padre. Porque ya no vive en casa y el régimen de visitas me resulta incómodo e insuficiente. Así que me acuerdo otra vez de la guitarra y de mi primer intento por aprender. Con mucha ilusión, juntos improvisamos unas clases en el salón, alrededor de la mesa camilla, aderezadas con aroma a tabaco negro y café. Unos sencillos esquemas en un cuaderno de cuadros que me ayuden a recordar la posición de los dedos en los trastes y de nuevo los viejos acordes La, Re, Do. Llegados a ese punto, mis manos han adquirido un tamaño de sobra adecuado para tocar y, satisfecha, empiezo a practicar. Pienso en los buenos momentos que compartiremos en adelante. Ya no hay nada que me impida aprender.
Y, sin embargo, las clases se ven de nuevo bruscamente interrumpidas. Esta vez no tienen la culpa mis manos, ni el tamaño de la guitarra, ni es por falta de motivación. Pero ninguno de los dos supimos prever el infarto que se lo llevaría así, sin avisar, una calurosa noche de verano. Una noche como esas en las que toda la familia, reunida en torno a papá y su guitarra, cantábamos y festejábamos hasta bien entrada la madrugada.
Durante los meses siguientes solo hay una cosa que me ayuda aliviar el inabarcable dolor que siento. Frustrada, me encierro en mi cuarto a tocar, obsesivamente, los pocos acordes que quedaron dibujados en esas hojas de cuaderno. Como si ese ejercicio, a ratos incluso automático, pudiera devolverme una parte de las horas que me habían sido arrebatadas de una forma tan injusta y repentina; una parte del tiempo que ya nunca más compartiría con mi padre.
En la actualidad, sigo conservando esas hojas cuadriculadas en la funda de mi (su) guitarra, junto con todas las canciones que me gusta tocar. Sí, al final aprendí a tocar. Y no solo eso. Aprendí también que ni el más banal de los momentos, ni el más rutinario de los besos puede darse por sentado ni por hecho. Vivamos y cuidémonos de forma consciente, pues no sabemos cuándo podría sernos arrebatado.


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