Es
una soleada tarde de finales de primavera y estoy sentada en una silla de
plástico blanca, en el patio. Las plantas abundan, exuberantes: las gitanillas están
a rebosar de flores rosas y rojas, y el olor del jazmín y el azahar impregna el
ambiente. Recuerdo unas manitas rechonchas que intentan torpemente alcanzar la
posición correcta sobre los trastes de una guitarra. Mi padre está intentando
enseñarme a tocar algunos acordes sencillos; La, Re, Do. Toma mis pequeños
dedos entre los suyos e intenta llevarlos a la posición correcta de la cuerda y
el traste. Yo me esfuerzo por estirar los deditos todo lo que puedo. Nada, no
hay manera. Pronto queda claro que tendremos que esperar un poco a que esas
manos crezcan lo suficiente como para poder encajar en la guitarra.
Me
fascina ver a mi padre tocar y cantar, esa facilidad con la que desgarra las
cuerdas, arrancando hermosas melodías que acompaña con su voz grave y profunda.
Cuando papá toca la guitarra, su ojos están más vivos que nunca y no deja de
sonreír. Su felicidad resulta tan contagiosa que se transmite a quien esté
presente, y todo el mundo acaba siempre cantando con él. Papá conoce las
canciones que todos queremos oír y sabe amenizar cualquier velada. Por eso
quiero aprender a tocar; me gustaría ser como mi padre.
Pasan
los años y el deseo infantil de aprender a tocar hace tiempo que quedó olvidado
en el fondo de un cajón. Entonces, un día el curso de los acontecimientos
cambia y necesito un pretexto para pasar más tiempo con mi padre. Porque ya no
vive en casa y el régimen de visitas me resulta incómodo e insuficiente. Así que
me acuerdo otra vez de la guitarra y de mi primer intento por aprender. Con
mucha ilusión, juntos improvisamos unas clases en el salón, alrededor de la
mesa camilla, aderezadas con aroma a tabaco negro y café. Unos sencillos
esquemas en un cuaderno de cuadros que me ayuden a recordar la posición de los
dedos en los trastes y de nuevo los viejos acordes La, Re, Do. Llegados a ese
punto, mis manos han adquirido un tamaño de sobra adecuado para tocar y,
satisfecha, empiezo a practicar. Pienso en los buenos momentos que compartiremos
en adelante. Ya no hay nada que me impida aprender.
Y,
sin embargo, las clases se ven de nuevo bruscamente interrumpidas. Esta vez no
tienen la culpa mis manos, ni el tamaño de la guitarra, ni es por falta de
motivación. Pero ninguno de los dos supimos prever el infarto que se lo
llevaría así, sin avisar, una calurosa noche de verano. Una noche como esas en
las que toda la familia, reunida en torno a papá y su guitarra, cantábamos y
festejábamos hasta bien entrada la madrugada.
Durante
los meses siguientes solo hay una cosa que me ayuda aliviar el inabarcable dolor
que siento. Frustrada, me encierro en mi cuarto a tocar, obsesivamente, los
pocos acordes que quedaron dibujados en esas hojas de cuaderno. Como si ese
ejercicio, a ratos incluso automático, pudiera devolverme una parte de las
horas que me habían sido arrebatadas de una forma tan injusta y repentina; una
parte del tiempo que ya nunca más compartiría con mi padre.
En
la actualidad, sigo conservando esas hojas cuadriculadas en la funda de mi (su)
guitarra, junto con todas las canciones que me gusta tocar. Sí, al final
aprendí a tocar. Y no solo eso. Aprendí también que ni el más banal de los
momentos, ni el más rutinario de los besos puede darse por sentado ni por
hecho. Vivamos y cuidémonos de forma consciente, pues no sabemos cuándo podría
sernos arrebatado.
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