A tiempos extraordinarios, entradas extraordinarias. Se ha decidido por unanimidad dedicar parte del preciado tiempo que se nos ha regalado a traducir (en lenguaje inclusivo, sin que se note mucho 😉) algunos de los relatos breves de la obra «Le trottoir au soleil», de Philippe Delerm (que ya utilicé en los inicios, ver entrada «De los solsticios»). Por gusto y por regalarnos algo de literatura, que nunca puede hacernos mal, sino todo lo contrario.
Espero que disfrutéis la lectura, como poco, tanto como yo la traducción.
París Saint-Lazare,
dos kilómetros
dos kilómetros
El
tren circula hacia Saint-Lazare. No puede decirse que exista una espera, un
deseo. Sin embargo, la aproximación a Saint-Lazare implica la idea de una
realización, aunque el programa que nos aguarde no tenga nada de
extraordinario. Sobre todo, parece que siempre estemos acercándonos a Saint-Lazare,
como si de la flecha de Zenón se tratase, sin llegar nunca a alcanzar nuestro
destino. Atravesamos el puente de Asnières. A la derecha, más abajo, hubo una
vez una piscina, un rectángulo azul, una sed que no saciaremos nunca. Al pasar,
muy deprisa, salpicaduras y confusión: no hay tiempo para fijarse en el
movimiento de un nadador concreto, solo la imagen del disfrute de la gente, una
efervescencia insolente, un desafío. Entonces, la piscina cierra, el rectángulo
se vacía, puede apreciarse con claridad el movimiento en el fondo, la pendiente
progresiva del suelo cubierto de teselas, una sensación de profundo silencio;
no es por la cercanía del cementerio, pero este rectángulo vacío evoca una
cierta imagen de la muerte. Mucho más tarde, el espacio es reemplazado por una
zona de juegos, una pista ondulada para monopatines; una iniciativa un tanto
insulsa de intentar decir que puede haber otra cosa, más allá del antes y el
después.
Asnières,
Clichy-Levallois, Pont-Cardinet, muros muy altos justo debajo del jardín de
Batignolles y, a la sombra, en letras rojas sobre fondo blanco, «París
Saint-Lazare, 2 km». Un poco antes, no nos ha pasado desapercibida la
primera señal, «París Saint-Lazare, 5 km». ¿Para infundir paciencia al
viajante? Más bien para multiplicar la lentitud progresiva del tren que traquetea
casi a velocidad de ralentí. Durante mucho tiempo, íbamos a Saint-Lazare en
autobús, más tarde en tren regional. Con independencia de las condiciones del
viaje, de pie, sentado más o menos cómodamente, esa desaceleración está siempre
ahí, justo antes de llegar a puerto, al igual que la decantación de esta
operación mental. Hemos llegado a Saint-Lazare. Podríamos haber llegado a
Montparnasse o a la Gare du Nord. Los destinos son distintos, no cabe duda, no
nos cruzamos.
Sin
embargo, suspendida en el espacio-tiempo, flota esa latente proximidad. Cada
persona constituye, en apariencia, una isla. Pero hay edificios, entramados de
calles, descoloridos carteles publicitarios y rojizos letreros fluorescentes
impresos en los cuerpos, en las cabezas. Ha sucedido con una indiferencia fingida,
la mirada taciturna, ya seamos amante a la espera de un encuentro en el
vestíbulo, secretario de dirección o empleada de banca. El atraque en París constituye
una falsa liberación, aunque el paso rápido quiera dar la impresión contraria
al cruzar el andén. Desde la neutralidad, hemos disimulado mucho. Y es que
existe una satisfacción oculta y profunda, casi una felicidad secreta en formar
parte del viaje, en cruzar infinitamente hacia París capital, en no llegar nunca
al destino. En estar en la vida.
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