martes, 11 de octubre de 2016

Del miedo al desnudo

Ahora que parece que, tímidamente, el verano va decidiendo marcharse, retomo una reflexión que vino a mi cabeza un día cualquiera en la playa, hace algo más de un mes. La particularidad era que, en esa playa en concreto, había mucha gente haciendo nudismo. Gente de toda clase, edad y condición.

Como había olvidado mi libro, mi mirada distraída fue a pararse sobre el grupo de la sombrilla vecina, una familia joven compuesta por una pareja heterosexual y un bebé de unos cuatro años. ¡Qué hermosos eran! Y sin poder evitarlo, el pensamiento ya estaba ahí.

A mí, que no suelo frecuentar este tipo de playas, me sorprendió la hermosa naturalidad de sus cuerpos y, sobre todo, la belleza de sus "imperfecciones". ¿Qué nos pasa con el desnudo? ¿Por qué algo tan natural, tan básico, se ha convertido en un tabú, en algo que ocultar? Ya sean más gordos o más flacos, más firmes o más flácidos, más jóvenes o más maduros, nuestros cuerpos son nuestra esencia física, pero somos completamente ajenos a ellos. Como con tantas otras cosas, nos han vendido un producto: el "cuerpo normal" (léase perfecto) que debemos tener, al que debemos aspirar. El que debe tener nuestra pareja. El que deben tener nuestras amistades, nuestros hijos. El que tiene la gente que sale por la tele, la "gente normal". Sin pelo donde no toca. Sin grasa donde no corresponde. Y si no es lo suficiente "normal" o "hermoso", lo ocultamos. Y cuando ya no es lo suficientemente joven y terso, lo ocultamos. Le ahorramos al mundo esa visión. No es de extrañar que, engañados como estamos con ese físico prototípico, con ese "estándar" que no es sino un producto de marketing más, un día vayamos a la playa y nos topemos de bruces contra la realidad. Y hasta nos sorprendamos. Y que algo tan esencial como la sencilla naturalidad de unos padres jugando con su niño en la orilla nos cause asombro. O ver otras personas (personas, estas sí, de verdad), paseando en cueros. Como sus madres las trajeron al mundo. Y pensar: son hermosas. A pesar de sus pechos caídos, de sus vientres fofos, sus traseros velludos y su celulitis. Son hermosas porque son auténticas. Porque esos cuerpos cuentan las historias de las personas que los lucen. Y cuando reflexiono sobre esto, cuando tomo consciencia de que me resulta ajeno algo tan fundamental, tan básico, como es nuestra propia esencia, entonces me asusto en serio, pues cuántas otras cosas que nos dicen (y asumimos) como ciertas, en realidad tampoco lo serán.

Cuántos conejos más se habrán sacado de la chistera mientras nosotros, inocentes espectadores, aplaudimos ensimismados sin percatarnos del truco.
Tendríamos que probar a desnudar al mago...

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