viernes, 21 de octubre de 2016

De las lejanías

Es curiosa la manera en la que las personas nos adaptamos a todo. Situaciones que en un momento de nuestra vida pueden parecernos ajenas, indeseables o incluso idílicas, poco tiempo después pasan a convertirse en rutina sin apenas darnos cuenta. Y seguimos adelante sin más; puede que seamos conscientes de ello, o puede que no, pero nos pasa constantemente.

Los primeros meses en la gran ciudad fueron los más duros. Yo, que siempre renegué de la capital. Yo, que siempre quise hacer del tópico "hay que trabajar para vivir, y no al contrario" mi máxima vital, me veo ahora inmersa en un frenesí de trenes, aglomeraciones, luces de tungsteno y lejanías. Cada mañana, a codazos, me abro paso entre la gente hasta conseguir entrar en un abarrotado vagón de cercanías que me lleva muy lejos. Puede que la distancia no sea tan grande, en términos de kilómetros, pero, emocionalmente, el desgaste es enorme. Mi música suena en los auriculares, impidiéndome oír nada más, aislándome de toda esa gente que, como yo, se dirige al trabajo como quien va al matadero. Mucha gente, cientos, miles de personas que deambulan entre los andenes, siempre con prisa, esa prisa que pocas semanas después de vivir en Madrid ya se ha apoderado de una como si de un virus se tratase, convirtiéndose en una suerte de instinto que nos lleva a correr incluso el domingo, camino del Retiro.

Recuerdo que, al llegar, me llamó la atención que toda esa gente que viajaba conmigo en el tren compartía una misma expresión distante, adusta, sombría. Estaban ahí y, al mismo tiempo, se encontraban muy lejos. Los "carametro", los apodé. Esas personas que van dormidas y, de forma misteriosa, despiertan pocos segundos antes de que el tren llegue a su parada, para bajarse a toda prisa. Siempre con prisa. Ahora, yo soy una de ellas.

Pasada la estación de Atocha, consigo sentarme. Es el segundo gran objetivo del día, después de subir al tren (algo que se complica especialmente los días de lluvia). Segundo objetivo logrado, bien. Por delante, cuarenta preciosos minutos en los que mi vida se reduce a la música que resuena en mis oídos y el libro que sostengo entre las manos. Al menos tengo tiempo para leer.

El tren circula ahora entre los montecillos de El Pardo. Retiro un instante la mirada de las páginas del libro para contemplar el amanecer y buscar a los gamos, que a esa hora del día pasean a ambos lados de las vías, buscando pastos. Me gusta ese momento, cuando el día, inocente como un recién nacido, empieza a empezar, el cielo está limpio y el sol, en forma de majestuosa bola de fuego naranja, se yergue sobre las encinas, dando calidez a la escena. Ese momento es breve y, minutos después, entramos en la estación. Mi estación: ahora me toca a mí bajarme y recuperar la prisa. Corre, corre. Llegas tarde (¿seguro?). En el andén, apago la música y busco con la vista a mis compañeros. Hacemos juntos el camino hasta la oficina, de casi otros quince minutos, mientras charlamos con desgana de lo que nos aguarda. Ahora sí, ya no hay marcha atrás; el día ha empezado, el virus ha despertado y la música se ha apagado hasta el día siguiente.

Por la tarde, ya de noche, vuelvo al tren. Desde que llegué a Madrid, apenas he paseado de día; soy como una vampiresa de oficina que solo tolera la luz de los tubos fluorescentes. La idea de las horas que paso encerrada en el tren se ha convertido en una obsesión. Son casi tres horas al día, que multiplicadas por cinco, hacen quince horas a la semana. Eso son sesenta horas al mes, es decir, dos días y medio. Es decir, ¡un mes completo al cabo del año! Hay quien tiene un mes entero (o dos) de vacaciones en verano. Yo puedo decir que un mes al año lo paso encerrada en un tren, yendo y viniendo de una lejana oficina. Y tengo muy claro que no es esa la vida que quiero para mí. Pero entonces, el tiempo pasa y esa obsesión se va atenuando. La sensación de angustia pasa a ser de resignación. Y mis compañeros se convierten en buenos amigos. Y resulta que disfruto los viajes de vuelta, cuando nos juntamos todos en un vagón y nos reímos, contándonos las anécdotas del día. Y cuando quiero darme cuenta, llevo tres años haciendo ese trayecto a diario. A lo largo de los últimos tres años he pasado tres meses encerrada en un vagón de tren y no me he dado ni cuenta.

Es curiosa la capacidad que tenemos las personas para adaptarnos a todo.


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