El féretro avanzaba lento y pesado por las callejas de la ciudad, y cada paso se resentía más bajo el peso de la caja de madera sencilla, sin adornos. Los adoquines mojados no facilitaban el traslado. La lluvia fina y persistente lo calaba todo hasta llegar a las almas de los ciudadanos del condado de Flandes, tan habituados a ella como al hecho mismo de estar vivos, reconociéndola más suya incluso que la propia luz del sol. Aunque era bien de mañana, una tenue luz plomiza iluminaba la escena y el manto de espesa niebla apenas dejaba ver unos pasos más allá. El frío sabía bien como evadir las capas de gruesas chaquetas de lana, medias, capas y calzones. Se había instalado en esas tierras mucho antes que aquellas gentes de mirada triste y resignada.
La mujer que se llevaba las manos a la cabeza con desesperación rompía el monótono sonido de los pasos bajo la lluvia. Vestía de negro, como todos los demás. Ocultaba su cabello largo bajo un paño de lana oscura que mesaba con fuerza sin llegar a arrancárselo del todo. No era la única que lloraba, pero sí la única que elevaba su llanto por encima del de los demás. Caminaba sola, detrás del féretro. Era la viuda del difunto.
El sacerdote entonaba su monónota cantinela mientras el monaguillo marcaba el paso con su campana de latón. La procesión llegó así a la plaza del mercado, donde se detuvo un momento frente a la Belfry, la torre del campanario. Su impresionante carillón de cuarenta y siete campanas entonaba su canto de lamento, anunciando con él las once de la mañana. El cura se persignó. Los presentes lo imitaron. Allá por donde pasaban se hacía el silencio, tan sólo interrumpido por los quejidos de la plañidera. Talleres, comercios, niños y ancianos, hasta los animales enmudecían ante el ambiente sobrecogedor de la escena. Una vez el cortejo hubo continuado su camino por la Vlamingstraat, el mercado recuperó su bullicio habitual. Quedaban tan sólo unas horas para el cierre de los puestos. La vida en Brujas transcurría deprisa, y precisamente eso era lo que parecía recordar a sus habitantes aquella caja de madera que se alejaba calle abajo.
En las proximidades del cementerio, el cielo se oscureció de repente y la tormenta no se hizo esperar. La lluvia, hasta el momento fina y constante, arreció con fuerza, creando, en apenas unos minutos, auténticos ríos bajo los pies de los caminantes, que aceleraron el paso. En días y momentos como aquellos no era fácil alejar los fantasmas de la superstición. Las mujeres se santiguaron y pidieron poder volver pronto a casa. Una vez en el lugar santo, el pequeño grupo de allegados se reunió en torno al foso de unos dos metros de profundidad, que se iba inundando poco a poco con la lluvia. Otro de los presentes, un hombre maduro de aspecto tosco masculló algunas palabras que poco distaban de ser maldiciones. Nadie lo miró. El cura rezó unas oraciones de consuelo a los familiares y dedicó palabras amables a la bondad del difunto. La lluvia estaba amainando, relajando a su vez los inquietos espíritus de los reunidos. Los mozos de la funeraria comenzaron a descender la caja con cuidado y, a cada quejido de las cuerdas bajo el peso, la mujer que también vestía de negro ahogaba un sollozo amargo y profundo. Ninguna desdicha de este mundo era comparable a la pérdida del amor del hombre, del compañero y protector, del padre. Ninguna hora de su futura vida volvería a ser plena ni dichosa.
La viuda dio un temeroso paso hacia la fosa. En el fondo reposaba el ataúd, a mil leguas de distancia a sus ojos. Tenía un puñado de tierra mojada en la mano, tan negra como el abismo que se abría ante ella. Se quedó así, de pie, mirando sin ver, durante una eternidad. Entonces reaccionó y supo que tenía que salir de allí. Ante la mirada estupefacta de los presentes, la viuda se alejó corriendo entre las lápidas sombrías y sobrecogedoramente solitarias del camposanto. La tierra seguía aún en su mano.
Con un gesto entre extrañado y compasivo, el cura indicó a los mozos que procedieran y la gente fue
echando puñaditos de tierra mientras se alejaba. «Polvo eres y en polvo te convertirás». Horas después, cuando el lugar ya estaba desierto, aún quedaba alguien rezando en aquel cementerio. Ignorada por todos, el alma más triste y más sola de todo el condado de Flandes lloraba empapada junto al montículo de tierra removida. La niña que desde entonces fue olvidada tiritaba junto a
la tumba del que fuera su padre.
Siguió lloviendo toda la tarde y toda la noche. Hacía horas que los vecinos de la ciudad dormían; el día había sido largo. Las escasas horas de luz debían aprovecharse bien. El guardián del cementerio también dormía en su cobertizo. El entierro del mediodía había sido largo y agotador, había llovido con fuerza y no había sido fácil cavar el hoyo; las piernas se hundían hasta las rodillas en el lodo y el agua que inundaba la fosa dificultaba la labor. Se sentía apenado por el difunto, un hombre joven y respetado. Un buen cristiano. Pero el destino a veces juega malas pasadas y el motivo de su muerte no estaba del todo claro.
Se levantó al despuntar el alba, había mucho que hacer. Estaba comenzando a clarear, pero ya se dejaban ver los daños que la tormenta había provocado en la fisionomía del cementerio. Muchos de los senderos que discurrían entre las tumbas estaban cubiertos de piedras, maleza y barro que habían sido arrastrados por la lluvia torrencial. Algunas de las lápidas estaban semisepultadas en el lodo y más de una de las humildes cruces de madera se había desplazado de su eje. El hombre se puso manos a la obra, comenzando por la parte noble. Lápidas de piedra tallada, esculturas de ángeles misericordiosos y algún panteón de familia acaudalada. Sin embargo, hacía años que por allí no había movimiento alguno; los tiempos estaban cambiando. Se fue acercando a la zona humilde, la más dañada por la tormenta. Los árboles empapados parecían lamentarse, quejumbrosos; el viento siseaba entre sus ramas, balanceándolas siniestramente contra la bóveda gris ceniza del pesado cielo. «Va a empezar de nuevo a llover, más vale que me apresure». En realidad, la lluvia era más bien una excusa para volver a su cobertizo. Lo que al anciano de barba cana realmente le preocupaba era algo diferente. Algo que nace de dentro, como un escalofrío, y que no podemos explicar. Hay quien lo llama presentimiento, otros, superstición.
La tumba reciente quedaba unos metros por delante y él ya sabía, sin necesidad de acercarse más,
que algo no estaba en orden. Una atracción que se sobreponía a la razón lo llevó hasta allí y un sudor frío empapó su frente cuando descubrió que la tumba había sido profanada. La tierra estaba revuelta y en la modesta cruz de madera una inscripción con sangre indicaba un posible ritual de brujería o magia negra. Todavía desconcertado entrevió, entre las cruces, unos ojos amarillos que lo miraban desde algún lugar oscuro. Se quedó paralizado. El relámpago y el trueno que se sucedieron a continuación lo sacaron bruscamente de su trance, justo a tiempo para ver como una sombra negra se abalanzaba sobre él y salir huyendo como alma que lleva el diablo.
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