Hendrick se encontraba de vuelta en su estudio de
la Groenerei. Como de costumbre, no había conseguido vender nada, tan sólo
había ganado estropear varias de sus tablas por causa del aguacero. Odiaba esa
ciudad y aborrecía su clima. Odiaba el gris del cielo y el tono pardusco y opaco
de los edificios. Soñaba con viajar, pero no tenía la determinación suficiente
como para enrolarse en uno de los buques españoles que iban a hacer las Américas.
Aquello sí que debía de ser otro mundo: hablaban de interminables días de sol, exuberante
vegetación, frutas exóticas, mares cristalinos de aguas templadas, hermosas
mujeres… El paraíso en la tierra, como ya lo había oído describir alguna vez. Y,
sin embargo, allí estaba él, empapado en lluvia y descontento, con un montón de
tablillas de las que no conseguía deshacerse. Tenía la paleta en la mano y una
de las obras estropeadas en el caballete de madera. Mezclaba amarillo, azul y
ocre para conseguir un verde caqui con el que retocar el manto del personaje
principal de la composición. Odiaba también ese cuadro. Y todos los demás.
Sabía que tenía talento, pero no le gustaba lo que pintaba, así que, con un
gesto de desagrado, cambió de obra. Quitó el retrato del curtidor y colocó su
pintura predilecta, podría decirse que la única que realmente le gustaba. La
cabra danzante con el arpa entre las pezuñas. «Esto sí es una obra maestra»,
pensó. Y se dedicó largo rato a retocar las luces y los contrastes, la sonrisa
espeluznante de la bestia y los destellos del arpa dorada. «Perfecto», se dijo
al fin, y se dispuso a recoger sus enseres.
En ésas estaba cuando llamaron a la puerta. Era
Marten, su grasiento compañero de tragos. Extrañado, entornó la puerta. «¿Qué
quieres?» Fue su seca pregunta, y el gesto de desaprobación de su cara dejaba
bien claro que no estaba acostumbrado a recibir visitas. De hecho, nunca antes había
entrado nadie en aquella casa desde que se trasladó a la ciudad. «¿Cómo te
atreves a venir así? Nunca te he dicho dónde vivo» - pero el gordo no estaba de
humor para reproches, estaba impaciente y tenía algo importante de lo que
hablar. Se asomaba insistente al interior de la estancia, intentando entrever
algo a través de la ranura de la puerta. «Vamos hombre, es importante, ¡déjame
pasar!». Con recelo, Hendrick abrió la puerta de su casa a alguien por vez primera.
Marten accedió así a una pequeña estancia de apenas un par de metros cuadrados.
Un minúsculo recibidor oscuro y de paredes mugrientas que facilitaba el paso a la
habitación principal y única de la vivienda. Estaba situada en lo alto de la
escalera de una comunidad de vecinos, por lo que gozaba de amplia luz. «Espera
aquí un momento, Marten», y Hendrick se afanó en ocultar con un lienzo los dos
cuadros en los que había estado trabajando. «Puedes pasar, pero espero que seas
rápido». Marten dio un paso al interior de la habitación, donde un jergón de
paja tirado sobre el suelo de cualquier manera pedía a gritos un poco de calor
humano. Había un amplio ventanal que daba al canal y un viejo caballete ocupaba
un lugar privilegiado en el ángulo mejor iluminado del cuartucho. El suelo
estaba salpicado casi en su totalidad por manchas de pintura, resultado de la
fabricación artesanal de las mismas en cualquier esquina. Incluso las mantas
estaban manchadas del tinte. Las tablillas se apilaban contra las paredes y
encima de resquebrajadas cajas de madera que contenían quién sabe qué cantidad
de objetos inútiles. Todo estaba desordenado y sucio. No había armario, sí una
mesa pequeña en un rincón, y una única silla. Realmente, Hendrick detestaba las
visitas. Haciendo las veces de hogar había también un hornillo de carbón sobre
el que reposaba una cacerola manchada con restos de comida y una cuchara sucia.
Todo un festín para las hormigas, que ascendían por un lateral. A su lado, una
palangana metálica servía de bañera, fregadero, pila... Por los ventanales entraba
una luz cansada que parecía no querer hacer su trabajo. No tardaría en hacerse
de noche.
- ¿Vas a decirme
qué es eso tan importante como para creerte con derecho a entrar en mi casa?
Marten no respondió, sino que le tendió una
cuartilla de papel. Era un escrito del gobernador del condado de Flandes, en la
que se penaba con firmeza el ejercicio de la brujería, magia negra y cualquier
otro tipo de adoración a Satán. «Se perseguirá por hereje y castigará con la muerte
en la hoguera» -decía- «a cualquier persona que adore a Satanás mediante la
práctica de rituales de magia negra o brujería».
- Es un
comunicado urgente del gobernador. Es por los rumores, lo que te conté. La
gente tiene miedo, sobre todo después de lo que le sucedió al pobre Pieter. No
puede ser casualidad que Cornelius hallara restos de uno de esos rituales en su
tumba al día siguiente del entierro. La tierra estaba removida y por todo el lugar
merodeaban gatos negros. Uno de ellos llegó incluso a atacar al viejo cuando se
acercó a mirar más de cerca. Todo esto me pinta mal...
- Vaya, - Hendrick
miraba pensativo el trozo de papel amarillento, la tinta corrida por la lluvia-
no lo sabía. Pues parece que las autoridades no son mucho más sabias que el
pueblo llano e inculto de por aquí; ¡mira que tomarse tantas molestias por unos
meros chismes! -miraba serio a Marten-. No deberías hacer caso de todo lo que
oyes por ahí, gordo. Además, ya sabes cómo son esos españoles, con su religión,
sus supersticiones y su obsesión por el pecado. El viejo Cornelius está
demasiado cansado y demasiado chocho como para saber lo que realmente vio.
Seguramente se dejó la tumba a medio tapar y fin del misterio. Las gentes de
esta ciudad están ansiosas por oír algo nuevo, cansadas como están de sus
desgraciadas y aburridas vidas. Así que ahora, vete -le espetó, mientras dejaba
caer la cuartilla de papel con desprecio sobre el sucio suelo del cuarto.
- Como quieras,
Hendrick, pero deberías ser un poco más temeroso de aquello que no conoces. Tu
arrogancia podría jugarte una mala pasada. Después de todo, en esta ciudad
vivimos muchos de ésos a los que gustas llamar ignorantes.
Marten se fue maldiciendo entre dientes. Hendrick
cerró la puerta de mal humor y escuchó cómo sus pasos se alejaban escaleras
abajo. La cuartilla de papel continuaba en el suelo. La cogió con cuidado y la
leyó una vez más. Le parecía increíble tanto escándalo por una simple muerte,
cada día había decenas de ellas. Uno iba caminando por la calle y la muerte salía
a su encuentro: harapientos mendigos morían cada día de frío en los callejones
malolientes de orines de la ciudad, vecinos de toda la vida caían víctimas de enfermedades
sin curación, por no hablar de los soldados que luchaban en el frente contra
los españoles que los doblegaban. Y ahora, por la muerte de un simple curtidor,
se armaba todo este revuelo. «La gente ya no sabe de qué hablar», pensó. La
dobló por la mitad y la rompió con cuidado, arrojándola después a las cenizas
del horno. «¡Maldición, si no me apresuro llegaré tarde!». Hendrick tenía una
cita justo al atardecer, y a esas horas el sol ya se ocultaba, impaciente, tras
el horizonte. El pintor se enfundó su chaqueta de cuero, se colocó el sombrero
y bajó rápidamente los escalones de dos en dos. Afuera, en la calle, la luz
menguante del sol difuminaba las formas y transformaba los objetos y edificios
en sombras amenazantes y seres de tinieblas. La noche caía sobre la ciudad de
Brujas.
Caminaba solo, bajo un cielo oscuro, sin
estrellas, el cuello de la chaqueta tapando su rostro y el sombrero calado
hasta las cejas. Llegó a la muralla de la ciudad con el último atisbo de luz y
tuvo que gritar para que lo dejaran salir, pues estaban ya cerrando las
puertas. Una vez fuera, se dirigió con paso ligero hacia el antiguo puerto del
río Zwin, una zona prácticamente abandonada por el desuso. Tuvo que dar un
rodeo a lo largo de la muralla de la ciudad, ya que ésta se encontraba al otro
lado. El panorama que se abría ante él fuera de los límites de Brujas era
desolador. El alumbrado público, de por sí pobre, no llegaba hasta aquella
zona, ya que se encontraba fuera de los límites de la ciudad. Apenas quedaban
algunas naves de ladrillo rojizo, utilizadas en tiempos más prósperos como
almacenes de mercancías, y que ahora, invadidas por la maleza y pobladas por
bestias salvajes, eran testimonio mudo de la decadencia.
En esa noche sin luna, Hendrick se guiaba por su
conocimiento de la zona para llegar a su destino entre las naves abandonadas.
Tras caminar a ciegas durante algunos minutos alcanzó el lugar concretado. Entonces
encendió un fósforo. Había llegado tarde y esperaba que eso no entorpeciera el
encuentro, aunque no podía estar seguro de que su contacto siguiera allí. Hacía
un frío de mil demonios y la humedad penetraba hasta el tuétano. Esperó en la
oscuridad durante unos minutos que se le hicieron eternos. Con ese frío no le
habría ido nada mal un trago bien fuerte. De pronto, escuchó unos pasos en la oscuridad,
el sonido sordo de unos zapatos contra el empedrado. Se sintió aliviado.
Encendió otra cerilla para indicar de nuevo su posición y en el halo de luz vio
la silueta de un hombre alto y fuerte acercarse desde el fondo del callejón. La
llama se extinguió, pero el hombre ya había llegado hasta donde él se encontraba
y en ese momento encendía un candil de aceite. Una llama discreta iluminó los
rostros de los dos hombres.
- Llegas tarde,
¿todo en orden? -preguntó aquel individuo- ¿Has venido solo?
- Sí. Todo
dispuesto para la operación de la próxima semana. He cumplido con mi parte del
trabajo.
- Muy bien,
sígueme.
Hendrick echó a andar detrás de él. Desconocía el
nombre de su contacto, al que no había visto nunca antes de esa noche. Las
cosas eran siempre así, los hombres cambiaban con cada trabajo para evitar que
Hendrick pudiera reconocerlos o relacionarlos entre sí. Así no podría delatar a
nadie. Para este encargo habían elegido a un marino de aspecto tosco y poco
amigable. Lucía una poblada barba para ocultar un labio leporino que le daba un
aire todavía más hostil. Vestía un abrigo negro, largo hasta las rodillas, botas
y gorro de lana. No lo volvería a ver, pero si se daba el caso estaba seguro de
que no lo reconocería. Había muchos hombres de aspecto similar en Brujas y en
la oscuridad de esa noche sin luna resultaba prácticamente imposible apreciar
los rasgos de su rostro con precisión. Sin embargo, ahora se fijaba en que al
caminar cojeaba ligeramente de la pierna izquierda. Grabó el detalle en su
memoria, no hay que fiarse de personas que se citan al amparo de la oscuridad
de la noche para hacer negocios turbios. Nunca se sabe en qué momento pueden
dejar de precisar tus servicios. Caminaban en silencio, alejándose de las naves
del antiguo puerto fluvial. Hoy día, el río era apenas una ciénaga, un fantasma
de su esplendor pasado, cuando dotó a la ciudad de Brujas de prosperidad al
desposarla con el mar. Se adentraban en un bosquecillo, después de atravesar los
campos de labranza y las granjas que rodeaban la ciudad. Habían caminado
durante una media hora y seguían sin llegar a su destino. Hendrick estaba
inquieto, el frío que le entumecía los miembros apenas remitía con la caminata
y la humedad de la noche se abrazaba a su chaqueta de cuero, sobre la que resbalaban
gotas de rocío condensado.
El camino que se abría ante ellos y que se adentraba
en el bosquecillo era estrecho y poco frecuentado, ya que las malas hierbas
llegaban a la altura de las rodillas. Estaba lleno de socavones y charcos, y en
más de una ocasión estuvo a punto de perder el equilibrio al meter el pie en uno
de ellos. Al igual que sucediera con los contactos, el lugar de encuentro
variaba para evitar así un posible chivatazo, y esa noche era la primera vez
que Hendrick encaminaba ese pequeño sendero entre los altos árboles del
bosquecillo. No sabía cuánto tiempo había caminado, pero finalmente vio una luz
procedente de algún lugar situado a su derecha, entre la vegetación. El hombre
de la barba se volvió hacia él y con un gesto de la cabeza le indicó que ya
habían llegado. El último tramo fue más sencillo y el pintor comprobó que la
luz provenía de un refugio de leñadores. Una vez dentro se quitó con alivio la
chaqueta al sentir en el rostro el calor de la chimenea encendida, colgándola
en el respaldo de una silla para que se secara. La estancia era pequeña, pensada
para una persona, a lo sumo dos, que no pasaría allí más que unos días. Había
una chimenea, una mesa de madera y un camastro. Sobre las llamas colgaba un
perol en el que hervía un líquido cuyo olor incitaba a todo, menos a probarlo.
Alrededor de la mesa, tres sillas, en una de las cuales se sentaba un hombre al
que Hendrick sí que conocía de otras veces. Era su cliente, su socio, o quizá
ninguna de las dos cosas. Sin embargo, no sabía cómo dar con él, aunque lo
necesitara; era él el que siempre lo buscaba y concertaba las citas. Toda precaución
era poca en ese negocio. El hombre del labio leporino dejó el candil sobre la mesa
y lo apagó. Las cortinas de la única ventana estaban echadas, con el fin impedir
que la luz se viera desde el exterior. El tipo del candil se sentó junto a su jefe
y no dijo nada, su tarea era llevarlo hasta allí, y, llegado el caso,
acompañarlo de vuelta a la entrada del camino. Se sacó una botella de cerveza
del abrigo y empezó a beber en silencio. Entonces, el otro hombre empezó a
hablar.
- Has llegado
tarde.
- Lo sé, un
conocido vino a mi casa de improviso y tuve que deshacerme de él.
- No sabrá nada,
¿no? Supongo que tendrías la mercancía bien oculta, ya conoces las
consecuencias de una traición y no creo tener que recordártelas.
- No se
preocupe, venía por una cuartilla que han pegado por toda la ciudad condenando
la práctica de la magia negra y la adoración al diablo. Miedos tontos de
incultos supersticiosos, nada grave. Lo despaché rápido, pero, así y todo, me retrasó.
No volverá a pasar.
- Claro que no,
porque la próxima vez mis hombres no te esperarán y será la última vez que
hagamos tratos contigo, ¿ha quedado claro?
- Muy claro,
jefe.
- Muy bien,
entonces estamos de acuerdo en eso. Te encargamos tres tablas, tablas que te
proporcionamos y que debes haber terminado ya. Supongo que sabes que estás aquí
para concertar el día y el lugar en el que se realizará la entrega.
- Lo sé. Usted
dígame dónde y cuándo y allí estaré.
- Buen chico. La
operación tendrá lugar la próxima noche de luna llena, en el puente de Ezel, a
la medianoche exacta. Que acuda tu socio. Solo.
- Señor
-Hendrick vaciló un momento antes de responder-, preferiría acudir yo mismo.
- Nada de eso,
ya te has saltado el protocolo viniendo tú esta noche en su lugar. No me gusta
tratar directamente con el artista. Lo sabes, y por eso esta será la última
vez. Después de esta noche no volveremos a vernos. Las normas son claras:
siempre a través de intermediarios. ¿Alguna pregunta?
- No, señor, se
hará como usted ha dicho.
Tras este breve intercambio de frases, el marino
cojo del abrigo hasta los pies se levantó y se dirigió a la puerta. Hendrick lo
imitó. No hubo despedida; el jefe, un hombre de constitución flaca y manos
huesudas cuyo rostro quedaba oculto por un sombrero de ala ancha, estaba ya
inmerso en otros asuntos. Ojeaba con atención una serie de documentos dispersos
sobre la mesa. El cojo y él caminaron por el bosque, deshaciendo el camino
andado hacía apenas unos minutos, y cuando llegaron a las lindes, el marino se
detuvo. No dijo nada, pero estaba claro que su compañía acababa ahí. Hendrick
lo miró un instante. Imposible ver su cara, ni una señal que lo identificase
más tarde. Así que comenzó a andar en dirección a la ciudad; tendría que dormir
al raso, a la espera de que las puertas de la muralla abrieran para no levantar
sospechas. El cojo no se movió de su posición a la entrada del sendero hasta que
le quedó claro que el pintor no tenía intención de volver a fisgonear por allí.
Largo rato después del alba, Hendrick se
encontraba en su cuarto alquilado de la Groenerei, tumbado sobre el incómodo camastro,
sin poder conciliar el sueño. Se había metido en un buen lío. A ver cómo diantres
conseguiría que su socio acudiera a la cita la próxima luna llena, para la que,
para mayor desgracia, tan sólo quedaban quince días.