miércoles, 7 de octubre de 2020

El último resquicio del verano


El último resquicio del verano se ha refugiado en mi nevera.

Es dulce y jugoso y tiene forma de sandía.




domingo, 26 de abril de 2020

La bicicleta de Aleixo


Esa mañana, como cada mañana de domingo desde hace ya más de cuatro años, el despertador de Aleixo suena antes del amanecer. Le cuesta ubicarse, pero cuando consigue espabilare un poco salta animado de la cama. A pesar de ser el día que más madruga de toda la semana, es también el que menos le cuesta, pues lo hace para visitar a su abuelo, que es probablemente la persona a quien más quiere del mundo.
Para ver al abuelo, Aleixo tiene que recorrer un trayecto de unos quince kilómetros ida y otros quince vuelta hasta la aldea en la que vive. Su familia emigró a la ciudad con el auge de la construcción naval y aunque ahora están algo mejor, sus escasos recursos no le alcanzan para comprarle una bicicleta con la que desplazarse. Por eso, todos los domingos, Aleixo madruga para poder llegar a mediodía a la aldea y pasarse las horas sentado con su abuelo, remendando redes de pesca mientras rememoran historias de otras épocas mil veces narradas: de cuando navegaba en alta mar, de cómo conoció y cortejó a la abuela María —una de sus historias preferidas—, de cuando nació su madre…

Sin embargo, ese domingo es especial. Hoy Aleixo cumple doce años y por fin, después de salir durante muchos meses con su madre a mariscar, sus padres han conseguido reunir el dinero suficiente para regalarle una bicicleta de segunda mano. ¡Su abuelo no se lo va a creer! Ahora no solo podrá ir a verlo los domingos, ¡sino todo lo a menudo que quiera! Está tan emocionado que ha madrugado tanto como cuando tiene que ir andando, solo para sorprenderlo mientras desayuna. No puede esperar a ver su cara de asombro cuando lo vea aparecer montado sobre su bici. Ni siquiera le había contado que estuviera saliendo a mariscar, para que la sorpresa fuese aún mayor. ¡Estará muy orgulloso de él!

Tras despedirse de sus padres con un beso apresurado —«Con sentidiño, rapaz, con sentidiño», le grita su madre desde la puerta—, Aleixo toma la carretera como un rayo, pedaleando todo lo rápido que se lo permiten las piernas. A su derecha quedan los imponentes acantilados de la Costa da Morte, cuyas vistas nunca lo dejan indiferente. Pero ese día no, ese día tiene demasiada prisa por llegar. Mientras pedalea, imagina de mil y una formas distintas cómo será el encuentro con su abuelo, la alegría tan grande que se llevará, la exquisita tarta que habrá preparado la abuela para merendar…

No son ni las diez de la mañana cuando Aleixo atisba las primeras casas de la aldea. Como una exhalación llega a casa de los abuelos, pero el recibimiento que le aguarda le hace frenar en seco varios metros antes. Su abuela está de pie ante el umbral, llorando, mientras un par de vecinas tratan de consolarla. En ese mismo momento llega también hasta sus oídos el tañido de las campanas de la ermita llamando a muerto. A cámara lenta, observa a los vecinos acercándose desde todos los rincones, con gesto sombrío y vestidos de luto. Un escalofrío le recorre la espalda al comprender lo sucedido y antes siquiera de que su abuela perciba su presencia, Aleixo se da la media vuelta y se marcha de allí a toda prisa.

Por segunda vez en pocas horas, trata de pedalear todo lo rápido que se lo permiten sus ya agotadas piernas. Como si alejarse de allí pudiera cambiar el curso de los hechos. Pero las lágrimas no le dejan ver la carretera y al poco debe detenerse en el arcén para tomar aliento.

Allí de pie, postrado ante la inmensidad del mar siente tanta rabia que piensa que va a volverse loco y nota cómo un intenso impulso por lanzarse al vacío se apodera de él. A lo mejor de ese modo consigue aplacar el sufrimiento que le atraviesa en dos el pecho. Se queda mirando su bicicleta, la magnífica bicicleta que iba a permitirle visitar a su abuelo no solo los domingos, sino varias veces por semana. Un sueño hecho realidad que, sin embargo, se ha visto truncado antes siquiera de llegar a abrir los ojos. Dirige entonces su rabia contra ese objeto adquirido con tantos meses de trabajo y esfuerzo. Al final, ¿para qué? En un último gesto desesperado, la agarra sin miramientos y con un desgarrador grito de dolor, la arroja al acantilado. El estruendo de las olas rompiendo furiosas contra la costa amortigua el ruido de la bicicleta al caer, pero la imagen de los hierros destrozándose contra las rocas ejerce un efecto catártico en el alma de Aleixo que permite que, lentamente, este salga de su trance y recupere el control. Angustiado, toma conciencia de lo que acaba de hacer.

—«Agora xa foi»— piensa, —te toca volver andando a casa—.

sábado, 25 de abril de 2020

Cuento de la bailarina y el dragón


Había una vez, una bailarina que vivía en una cajita de madera que estaba encima de la mesita de noche de Simón. Y cada vez que la cajita se abría, la bailarina bailaba y bailaba, dando vueltas sobre sí misma, al son de la música que salía del interior de la cajita. A la bailarina le gustaba mucho bailar, pero a veces se aburría, porque la música era siempre la misma y además, no salía nunca de su cajita.
Su mejor amigo era un dragón de peluche que vivía encima de la cama de Simón. Pero Simón tenía muchos otros juguetes más modernos y divertidos, con luces y que hacían todo tipo de sonidos, y era con esos con los que más le gustaba jugar. Ya no le interesaban mucho la bailarina y el dragón, porque pensaba que eran de «niños pequeños».
La bailarina, que era muy lista, se había dado cuenta de eso y quería viajar. Ya que Simón prefería jugar con otros juguetes, ella dejaría su cajita y saldría fuera, a explorar el mundo. ¡Era una idea fantástica! Pero cada vez que quería saltar fuera de la cajita, decidida a coger su mochila y marcharse, su amigo el dragón, le decía muy preocupado:
—¡Pero, bailarina! ¿A dónde vas a ir tú solita? ¡El mundo es muy grande y te puede atropellar un coche al cruzar la calle! ¡Y también te puedes perder!
Y así seguía un buen rato, hablándole de todos los peligros que podía encontrarse, hasta que la bailarina se asustaba mucho y se encogía mucho, de tanto miedo que le daba, y volvía a encerrarse dentro de su cajita durante muchos días más, pensando que bailar no estaba tan mal, después de todo.
El tiempo iba pasando y cada vez que la bailarina se sentía preparada para marcharse, el dragón de peluche la convencía de que no lo hiciera. Y como el dragón era su amigo, ella siempre acababa haciéndole caso. Hasta que un buen día, la cajita de la bailarina se abrió y cuando ella empezó a bailar se fijó en que su amigo no estaba encima de la cama. ¿Dónde se habría metido el dragón? ¿A lo mejor se había ido de vacaciones sin ella? ¿Sería posible que hubiera dejado de tener miedo y hubiese emprendido una aventura sin decírselo? Era muy raro... Dragón era muy miedoso... ¡Y además, era su amigo! Y los amigos no se van sin avisar. No, lo más seguro es que le hubiese pasado algo. ¡Seguro que estaba en problemas!
Y cuando la bailarina se dio cuenta de que su amigo podría necesitar su ayuda, ¡no se lo pensó dos veces! Se asomó al borde de su cajita, calculó bien la distancia, cogió carrerilla y... ¡dio un enorme salto y aterrizó sobre la cama! ¡Sí, lo había logrado! Ahora solo tenía que encontrar a su amigo.
Sin pensar en todas las cosas malas que Dragón siempre le decía que podrían pasarle, la bailarina empezó a buscar a su amigo en todas las habitaciones: en el cuarto de la mamá y el papá de Simón, en el cuarto de baño, en el dormitorio de la hermanita pequeña de Simón, en el salón... Pero nada, ¡no había manera! ¿Dónde podría estar? Entonces se dio cuenta de que todavía le faltaba una habitación, al final del pasillo. ¡Claro! ¡Se le había olvidado mirar en la cocina! Y en efecto, ¡allí estaba su amigo! ¡Dentro de la lavadora, para ser más exactos! Dando vueltas y más vueltas, como la bailarina cuando bailaba en su cajita.
Y así estaban los dos, la bailarina mirando a su amigo girar, sin saber qué hacer y el dragón de peluche dando vueltas sin parar, muy asustado dentro de la lavadora, cuando de pronto, la máquina se paró y la puerta se abrió. ¡Con qué alegría se abrazaron al reencontrarse! Aunque claro, como estaba empapado, Dragón puso chorreando a Bailarina. ¡Pero no les importó nada, y los dos daban saltitos de alegría, cogidos de la mano!
Entonces, Dragón miró muy serio a su amiga y le dijo:
—Bailarina, dentro de esa lavadora me he dado cuenta de lo aburrida que tienes que estar siempre, nada más que dando vueltas y vueltas, bailando en tu cajita de madera. Además, has sido muy valiente viniendo a buscarme, a pesar de todas las cosas malas que te dije que podrían pasarte. ¡Muchas gracias, amiga mía! He decidido que te acompañaré en ese viaje y que, juntos, descubriremos muchos sitios bonitos y nos ayudaremos si hubiese algún problema. Igual que tú me has ayudado a mí.
La Bailarina se puso muy contenta y abrazó muy fuerte a su amigo. Y los dos hicieron las maletas y cogieron un autobús a la playa para empezar sus aventuras. ¿Y quién sabe a qué magníficos lugares les habrán llevado sus pasos?

jueves, 16 de abril de 2020

Mi luz


Que la deje; todo el mundo igual. Que si no me conviene, que si segundas partes nunca fueron buenas, que si con lo que me costó dejarla la última vez... Pero nadie se molesta en preguntarme qué quiero yo. Cuáles son mis motivos. Nadie se da cuenta de que ella es mi luz al final del túnel. Del túnel de mierda en el que vivo, de los días de dolor, de la angustia, del frío, la pobreza y el hambre. Joder, si no fuera por ella no tendría ni un solo motivo para seguir vivo. Y si un día me mata, que me mate. Me da igual, te juro que me suda la polla. Al menos será una muerte dulce. Y si alguna vez os habéis metido un pico seguro que sabréis de lo que os hablo. Esa sensación de flotar, ese bienestar que te atraviesa la médula y se reproduce en cada célula de tu ser, multiplicando por cien el mejor de los orgasmos que hayas sentido en toda tu puñetera vida. Así es ella, te eleva a los cielos y te hunde en el infierno, tres, cinco, seis veces en un mismo día. Por ella haces lo que sea, te pinchas donde sea, entre los dedos de los pies, en la yugular, hasta en el rabo si hace falta. Lo único es que, como las mujeres bonitas, ella también sale cara, la jodía. Pero siempre hay maneras, uno se las arregla. Pues la alternativa ni se plantea. En serio. ¿Pensáis que sabéis lo que es un mono porque habéis visto Trainspotting o Réquiem por un sueño? Y una mierda; no sabéis una mierda. Pensad en la peor gripe que hayáis pasado. Y no me refiero a la mierda esta del coronavirus, que ya os digo yo que a mí no me va a matar, si no lo han hecho ya el caballo, el VIH o la hepatitis. Superviviente de los ochenta y aquí estoy, me cago en mi calavera.

¿Qué estaba diciendo? Ah, sí, eso, lo del mono. Pues eso, que penséis en la vez que más malos os hayáis sentido, alguna vez que hayáis pensado, «joder, de esta no salgo». O a lo mejor es que nunca os habéis sentido así, niñitos de mamá. Pero ojo, que me alegro por vosotros, ¿eh? De verdad que sí. Bueno, pues coged todo ese malestar, esos dolores infernales de cabeza, de huesos, de articulaciones, esos tembleques incontrolables, los escalofríos atravesándote la espina dorsal, los sudores fríos... y multiplicadlos por infinito. Y no me jodáis los matemáticos. Sí se puede. Os lo digo yo, que lo he sufrido. Y más de una vez. Nadie daba un duro por mí. He enterrado a más amigos de los que tenéis en vuestras ridículas cuentas de redes sociales. Porque hablo de amigos de verdad, no de esos de los que tanto presumís y con los que no sabríais ni de qué hablar, si tuvieseis que tomaros una birra con ellos. Así que no, no la voy a dejar. Al menos mientras siga sin encontrar curro y sin salir del hoyo... No. Mientras siga así, seguiré visitando su luz.

Y ahora, si no os importa, dejadme solo, por favor, que me han dado unas ganas locas de colocarme.



martes, 31 de marzo de 2020

Historia de la gordi confinada y la clase de yoga


Érase una vez una gordi que vivía confinada en un tercero sin ascensor debido a una terrible pandemia sin precedentes que asolaba el país. El miedo al virus había forzado a las autoridades a exigirle a la población que se quedase en casa, limitando las salidas y los desplazamientos a situaciones de extrema necesidad.

Así, tras varios días de encierro, la gordi acabó por fin con las últimas lembas y el último trozo de bizcocho de chocolate que le quedaban, pues si bien no era una gran repostera, sí en cambio una entregada comensala. En esas estaba, tratando de tragar el último pedazo del marmolillo mal llamado bizcocho, ayudándose de un vaso de leche, cuando tomó la determinación de introducir una rutina saludable en sus monótonos días de clausura. No tuvo que pensar demasiado para darse cuenta de que unas clases de yoga online serían una magnífica idea: meditación, estiramientos, algo de ejercicio anaeróbico de cierta exigencia… para terminar con una agradable sesión de relajación.

Dicho y hecho. Unas búsquedas en Internet y redes sociales más tarde, no sin antes pedir alguna recomendación (hay que ir siempre sobre seguro), la gordi se conecta a una sesión de kundalini yoga online, retransmisión en vivo a las 20:15 horas de la tarde. Para ponerse en situación, previamente se ha puesto ropa cómoda, ha encendido incienso y colocado su esterilla, tiene a mano un cojín para sentarse en la postura fácil con mayor comodidad y ha ajustado su flexo LED en modo «relajación», luz blanca cálida, nivel uno de intensidad (de cinco).

La clase empieza y la gordi está muy concentrada. Ni siquiera los maullidos de su gato, protestando para que le llene el cuenco de comida, ni los lametones de su perro consiguen que aparte la mirada del tercer ojo mientras respira profundamente con el abdomen, a ritmo pausado y constante. De momento, todo marcha bien. ¡Qué digo bien, mucho más que eso! Le están dando ganas hasta de ponerse un nombre en sánscrito y de recitar mantras por rutina. Sat – inspira – nam – espira. Sat – inspira – eleva los brazos con las manos entrelazadas por encima de la cabeza – nam – espira – desciende los brazos hasta la altura del pecho. Saaaaaatnaaam. Saaaaaatnaaam. Se diría que ha nacido para eso.

Satisfecha y en estado de semi trance, llega a la última fase: la relajación. Sin perder la concentración, se pone un jersey y se tumba boca arriba, con los brazos y las piernas extendidas y las palmas de las manos mirando hacia el techo. La suave música melódica acaricia sus oídos, el aroma del incienso impregna la estancia y su vientre sube y baja lentamente, marcando el ritmo de su respiración. Desde la lejana pantalla del ordenador, la voz del profesor susurra: evadíos a algún lugar en el que os sintáis plenos, confiados y en paz. Visualizaos allí y seguid respirando profundamente…

Las palabras obran su magia y en un instante se ve transportada a un pequeño prado a orillas de un serpenteante arroyo perdido en algún recóndito lugar de la sierra. Tumbada boca arriba con los ojos cerrados, siente los agradables rayos de sol calentando su piel desnuda. Hasta sus oídos llegan el sonido del agua corriendo entre los árboles y el alegre cantar de los pájaros. Mientras, su entrepierna se derrite, entregada por completo a las húmedas caricias que le profesa la boca de su amante y amado. El incendio se desata así, irremediable e incontrolablemente, y no le queda otra opción que rendirse a las llamas, sumergiéndose en el placer inmediato que le proporcionan sus manos. Hasta la culminación. Satnam.

Y así se acaba la historia de cómo la gordi confinada no consiguió terminar su primera sesión de yoga online.


Momentos con una guitarra

Es una soleada tarde de finales de primavera y estoy sentada en una silla de plástico blanca, en el patio. Las plantas abundan, exuberantes: las gitanillas están a rebosar de flores rosas y rojas, y el olor del jazmín y el azahar impregna el ambiente. Recuerdo unas manitas rechonchas que intentan torpemente alcanzar la posición correcta sobre los trastes de una guitarra. Mi padre está intentando enseñarme a tocar algunos acordes sencillos; La, Re, Do. Toma mis pequeños dedos entre los suyos e intenta llevarlos a la posición correcta de la cuerda y el traste. Yo me esfuerzo por estirar los deditos todo lo que puedo. Nada, no hay manera. Pronto queda claro que tendremos que esperar un poco a que esas manos crezcan lo suficiente como para poder encajar en la guitarra.
Me fascina ver a mi padre tocar y cantar, esa facilidad con la que desgarra las cuerdas, arrancando hermosas melodías que acompaña con su voz grave y profunda. Cuando papá toca la guitarra, su ojos están más vivos que nunca y no deja de sonreír. Su felicidad resulta tan contagiosa que se transmite a quien esté presente, y todo el mundo acaba siempre cantando con él. Papá conoce las canciones que todos queremos oír y sabe amenizar cualquier velada. Por eso quiero aprender a tocar; me gustaría ser como mi padre.
Pasan los años y el deseo infantil de aprender a tocar hace tiempo que quedó olvidado en el fondo de un cajón. Entonces, un día el curso de los acontecimientos cambia y necesito un pretexto para pasar más tiempo con mi padre. Porque ya no vive en casa y el régimen de visitas me resulta incómodo e insuficiente. Así que me acuerdo otra vez de la guitarra y de mi primer intento por aprender. Con mucha ilusión, juntos improvisamos unas clases en el salón, alrededor de la mesa camilla, aderezadas con aroma a tabaco negro y café. Unos sencillos esquemas en un cuaderno de cuadros que me ayuden a recordar la posición de los dedos en los trastes y de nuevo los viejos acordes La, Re, Do. Llegados a ese punto, mis manos han adquirido un tamaño de sobra adecuado para tocar y, satisfecha, empiezo a practicar. Pienso en los buenos momentos que compartiremos en adelante. Ya no hay nada que me impida aprender.
Y, sin embargo, las clases se ven de nuevo bruscamente interrumpidas. Esta vez no tienen la culpa mis manos, ni el tamaño de la guitarra, ni es por falta de motivación. Pero ninguno de los dos supimos prever el infarto que se lo llevaría así, sin avisar, una calurosa noche de verano. Una noche como esas en las que toda la familia, reunida en torno a papá y su guitarra, cantábamos y festejábamos hasta bien entrada la madrugada.
Durante los meses siguientes solo hay una cosa que me ayuda aliviar el inabarcable dolor que siento. Frustrada, me encierro en mi cuarto a tocar, obsesivamente, los pocos acordes que quedaron dibujados en esas hojas de cuaderno. Como si ese ejercicio, a ratos incluso automático, pudiera devolverme una parte de las horas que me habían sido arrebatadas de una forma tan injusta y repentina; una parte del tiempo que ya nunca más compartiría con mi padre.
En la actualidad, sigo conservando esas hojas cuadriculadas en la funda de mi (su) guitarra, junto con todas las canciones que me gusta tocar. Sí, al final aprendí a tocar. Y no solo eso. Aprendí también que ni el más banal de los momentos, ni el más rutinario de los besos puede darse por sentado ni por hecho. Vivamos y cuidémonos de forma consciente, pues no sabemos cuándo podría sernos arrebatado.


lunes, 23 de marzo de 2020

Le trottoir au soleil - No estamos invitados




¡No estamos invitados!


Nos los cruzamos los sábados de primavera. Cuando hace buen tiempo, decimos: «Tienen suerte.» Pero es una suerte aún mayor no participar en la boda. No hay nada peor que la felicidad obligada. Todo el mundo estirado, bien acicalado, reunido en pequeños e incómodos grupos sonrientes en la explanada del ayuntamiento o la plaza de la iglesia. La conversación no arranca, puesto que esperamos a los novios, con una concentración tan intensa que su aparición llega a amordazar los comentarios entusiastas. Tras la ceremonia encontramos el alivio de coger los coches. Al menos algo de movimiento, una bocanada de aire. Los hombres se precipitan en un impulso que da apariencia de agilidad al puerto almidonado de sus trajes de chaqueta. «¿Te llevamos, Christiane?». Las mujeres se llevan la mano a la pamela. En el habitáculo cerrado podremos por fin desahogarnos a base de golpes de claxon. ¿Está lejos? No, unos pocos kilómetros, hay unos jardines al borde de un estanque. Vinieron el jueves a hacerse las fotos.

Después, ahí están las mesitas redondas y, una vez que encontramos nuestro nombre, la inquietud de pensar en el grado de compromiso al leer los nombres vecinos. Eso, cuando no somos más que amigos o con la familia lejana. En ese caso, nos tocará exclamar qué bonito, qué bueno está y qué guapos están a cada momento, como prolegómeno de una conversación artificial y agotadora, teniendo en cuenta que, sin duda no volveremos a ver nunca a esta gente y que es preciso deshacernos en asentimientos, solo por una vez.

Sin embargo, es mucho peor cuando uno se encuentra en el centro de la diana. Los recién casados nunca saben si todo el mundo está satisfecho, qué quiere tu madre, si piensa que es el momento de levantarse para hacer la ronda por las mesas. Antes o después tienen lugar tensas disputas entre las familias, ya sea por el vino o por el crujiente de foie. El vídeo montaje con recuerdos de la etapa universitaria conmemora ampliamente el círculo de Hélène, mientras que apenas esboza el de Christophe, que casi ni aparece. Después del montaje, la música suscita comentarios agridulces, pero eso es cuando ya no nos queda casi nada más que decirnos; ahora empieza una especie de 4 x 4 o maratón de pasarlo en grande, de esos dos lo están dando todo.

Siempre ocurre lo mismo. Qué buen día hace. Es fantástico, no estamos invitados.



Traducción de fragmento de "Le trottoir au soleil", de Vincent Delerm

viernes, 20 de marzo de 2020

Le trottoir au soleil - Puedo darles de cenar



Puedo darles de cenar


En el extremo sur del departamento del Puy-de-Dôme, un pueblecito. Dore-l’Église. El pórtico románico, muy bajo, muy redondeado, es conocido, pero nadie teme sufrir las molestias del turismo, ni siquiera en pleno mes de agosto. Llegamos al caer la tarde, damos un largo paseo por los campos que rodean la aldea. El sol empieza a caer cuando volvemos al coche. Hay un café con una pequeña terraza. No podemos resistirnos a la tentación de sentarnos. No hay más clientela. Como nadie sale a tomarnos la nota, nos levantamos y justo en ese momento, una mujer de cierta edad abre la puerta y se aproxima. Sin prisa, faltaría más, pero una botella pequeña de agua y un tercio de cerveza. Un comentario sobre el calor, sin más pretensiones, por educación recíproca y para ganarse el derecho de quedarse un buen rato. Sin gran novedad ni sorpresa, rápidamente surge una particular complacencia por acomodarse en el silencio. Es la luz, coloreada de miel soñolienta, que lo impregna todo. Los campos circundantes, de matices que se van fundiendo poco a poco, como si cada uno de ellos enfrentase un deseo de singularidad que pronto se adormece. Y sobre todo, la iglesia, la iglesia de oro, un oro mate que penetra con absoluta calma en la piedra en el ocaso. El pórtico se destaca, profuso de dulzura y candidez. La unidad de la luz subraya su redonda perfección. Parece flotar, suspendido, y ganar relieve, curiosamente en proporción inversa a su falta de ostentación.

La luz también está en ti. Cada segundo que pasa te clava aún más en este milagro. Una tarde de verano. ¿Cómo marcharse? Ningún cartel, ningún menú en los cristales de la cafetería. Y sin embargo, cuando la patrona viene a recoger los vasos, te atreves a tentar una ínfima suerte con esta pregunta que planteas en un tono que de antemano suena a negación, como para conjurar la probable respuesta: «¿No sirven comidas?» La mujer no responde de inmediato y el astil de la balanza oscila entre el reparo y la posibilidad. Y entonces: «Puedo darles de cenar.» En realidad, no ha respondido. No sirve comidas, pero puede darnos de cenar, un magnífico menú en el que todo estará bueno, porque no habrá donde elegir. Cenarás a pequeños bocados de sereno asombro —Un salchichón excelente… ¿Te has fijado en qué buen trozo de queso?—. No habrías abandonado esa mesa redonda, algo oxidada. El pórtico va a arder en llamas, adquiriendo una tonalidad coral a la hora del café. Dore-l’Église. Pueden darte de cenar.



Traducción de fragmento de "Le trottoir au soleil", de Philippe Delerm



jueves, 19 de marzo de 2020

De los tiempos convulsos - París Saint-Lazare, dos kilómetros

A tiempos extraordinarios, entradas extraordinarias. Se ha decidido por unanimidad dedicar parte del preciado tiempo que se nos ha regalado a traducir (en lenguaje inclusivo, sin que se note mucho 😉) algunos de los relatos breves de la obra «Le trottoir au soleil», de Philippe Delerm (que ya utilicé en los inicios, ver entrada «De los solsticios»). Por gusto y por regalarnos algo de literatura, que nunca puede hacernos mal, sino todo lo contrario.
Espero que disfrutéis la lectura, como poco, tanto como yo la traducción.



París Saint-Lazare,
dos kilómetros

El tren circula hacia Saint-Lazare. No puede decirse que exista una espera, un deseo. Sin embargo, la aproximación a Saint-Lazare implica la idea de una realización, aunque el programa que nos aguarde no tenga nada de extraordinario. Sobre todo, parece que siempre estemos acercándonos a Saint-Lazare, como si de la flecha de Zenón se tratase, sin llegar nunca a alcanzar nuestro destino. Atravesamos el puente de Asnières. A la derecha, más abajo, hubo una vez una piscina, un rectángulo azul, una sed que no saciaremos nunca. Al pasar, muy deprisa, salpicaduras y confusión: no hay tiempo para fijarse en el movimiento de un nadador concreto, solo la imagen del disfrute de la gente, una efervescencia insolente, un desafío. Entonces, la piscina cierra, el rectángulo se vacía, puede apreciarse con claridad el movimiento en el fondo, la pendiente progresiva del suelo cubierto de teselas, una sensación de profundo silencio; no es por la cercanía del cementerio, pero este rectángulo vacío evoca una cierta imagen de la muerte. Mucho más tarde, el espacio es reemplazado por una zona de juegos, una pista ondulada para monopatines; una iniciativa un tanto insulsa de intentar decir que puede haber otra cosa, más allá del antes y el después.

Asnières, Clichy-Levallois, Pont-Cardinet, muros muy altos justo debajo del jardín de Batignolles y, a la sombra, en letras rojas sobre fondo blanco, «París Saint-Lazare, 2 km». Un poco antes, no nos ha pasado desapercibida la primera señal, «París Saint-Lazare, 5 km». ¿Para infundir paciencia al viajante? Más bien para multiplicar la lentitud progresiva del tren que traquetea casi a velocidad de ralentí. Durante mucho tiempo, íbamos a Saint-Lazare en autobús, más tarde en tren regional. Con independencia de las condiciones del viaje, de pie, sentado más o menos cómodamente, esa desaceleración está siempre ahí, justo antes de llegar a puerto, al igual que la decantación de esta operación mental. Hemos llegado a Saint-Lazare. Podríamos haber llegado a Montparnasse o a la Gare du Nord. Los destinos son distintos, no cabe duda, no nos cruzamos.

Sin embargo, suspendida en el espacio-tiempo, flota esa latente proximidad. Cada persona constituye, en apariencia, una isla. Pero hay edificios, entramados de calles, descoloridos carteles publicitarios y rojizos letreros fluorescentes impresos en los cuerpos, en las cabezas. Ha sucedido con una indiferencia fingida, la mirada taciturna, ya seamos amante a la espera de un encuentro en el vestíbulo, secretario de dirección o empleada de banca. El atraque en París constituye una falsa liberación, aunque el paso rápido quiera dar la impresión contraria al cruzar el andén. Desde la neutralidad, hemos disimulado mucho. Y es que existe una satisfacción oculta y profunda, casi una felicidad secreta en formar parte del viaje, en cruzar infinitamente hacia París capital, en no llegar nunca al destino. En estar en la vida.




jueves, 6 de febrero de 2020

De los regalos


De esos momentos que nos regala la vida, cada día, y que a veces no sabemos apreciar. Como cuando, medio dormida, alargo el brazo y me topo con tu piel. O cuando busco tus pies con los míos, sabiéndolos a escasos centímetros, siempre dispuestos a devolverme las caricias. Moverme con los ojos cerrados al (habitualmente) lado vacío de la cama para fundirme en un abrazo contigo.

Una noche a tu lado está llena de regalos. Como el de tu olor en la almohada, tu mano agarrada a la mía o el sonido de tu respiración. La calma. Contigo duermo mejor y me cuesta menos trabajo despertarme. El motivo es evidente, pues las luces del alba obran entonces la mayor de las magias: ¿o acaso existe mejor regalo que abrir los ojos para mirarme en los tuyos?