viernes, 4 de octubre de 2019

Del otoño



Primero fue el invierno. Llegó sin avisar, cubriéndolo todo con su manto de nieve y de frío. Vino con dedos de hielo que estrangulaban el alma, soltando lo justo para dejarla respirar. Fue el invierno más largo, el de la soledad y la inseguridad escritas con letras mayúsculas. La época hostil, el despertar más cruel. Salir del espejo para descubrir, atónita, que nada era como ella creía. Ese oscuro invierno aprendió a construir muros y a lanzar dagas afiladas. Aprendió a hibernar, a dejar sentimientos en barbecho. Y también, a rebelarse. A protegerse.
Atrás quedó el invierno y llegó entonces la primavera. Un renacer de alegría y vitalidad. Una flamante sonrisa de estreno a la conquista de nuevas experiencias. Y aun así, joven e inexperta. Exuberante y efímera. Unos bonitos pies descalzos que ganan confianza a cada paso que dan, descubriendo un suelo cada vez más firme bajo ellos. Los días que se alargan y templan hasta que puede, por fin, alzar el vuelo y avanzar.
Se adentró así, sin sospecharlo, en un caluroso y asfixiante verano. La pilló desprevenida y con la guardia baja. Confiada esta vez. Sabiéndose más sabia y experta. Lo que empezase como unas vacaciones de ensueño se tornó, en poco tiempo, en una calma chicha, por momentos angustiosa, de la que no veía el modo de escapar. Hasta que recordó que no solo sabía volar y, zambulléndose en el agua, se alejó nadando.
Y a nado firme desembocó, por fin, en un hermoso otoño de tonos cálidos y mullidas alfombras de hojas secas. En un lugar donde detenerse y dejarse mecer por el viento. Un momento de calma. De plenitud. Un otoño que ensancha el espíritu y que, ojalá este sí, sea de hoja perenne.

miércoles, 25 de septiembre de 2019

De los buenos días…


De esos que arrancan cuando suena el despertador y aún es de noche, pero ya empieza a clarear. Y empieza, también, a refrescar, aunque solo lo justo como para que apetezca acurrucarse bajo la colcha, sin que llegue a costar mucho trabajo salir de la cama. Esos días de principios de otoño en los que el viento trae hasta la ciudad el frío de las montañas y buscas en el armario alguna chaqueta que echarte sobre los brazos desnudos.
Esos días empiezan también con dos gatitos buscando mis manos sobre la cama, en la oscuridad del dormitorio. Con caricias adormiladas en sus cabezas peludas y sus pequeños cuerpos abriéndose paso sobre el mío, sin importarles dónde pisan. Junto al ronroneo incesante, bajo la cama se oyen ya los golpes contra el suelo de una cola canina que se alegra de oír que estoy despierta. No tardaré en notar el húmedo hocico asomándose al borde de la cama, él también buscando mis tan adoradas manos dispensadoras de caricias.
Los días así transcurren tranquilos, entre traducciones y apuntes, tras un agradable paseo por el bosquecillo de la Alhambra o los jardines del paseo de la Bomba. Con una breve siesta después de comer y mensajes de audio para las que están lejos. Al trabajo le sigue otro paseo, esta vez más largo y siempre acompañada de Roque, para continuar con unas risas y unas cervezas con tapa de sushi o unos bloques con los amigos, también coronados con una cerveza.
Así, los buenos días acaban igual que empiezan: conmigo acurrucada bajo una colcha blanca, flanqueada por dos gatos y custodiada por mi perro guardián, que vela mis sueños bajo la cama.

—¿Y qué hay de los días que te despiertas conmigo?
—Pero, cariño, yo hablaba de los buenos días. Esos días son los mejores.

jueves, 5 de septiembre de 2019

De la Leyenda de Bamako


Érase una vez, en la época en la que las noches eran oscuras e impenetrables como la boca de un lobo porque la luna aún no brillaba en el cielo, en la aldea de Kikamo vivía una niña llamada Bamako. Era muy hermosa y amable, quería mucho a sus padres y a su gente, que también la tenían en gran estima. Todos los habitantes de la aldea admiraban sus grandes ojos resplandecientes, que brillaban como el sol.

Un día, un grupo de soldados proveniente del norte atacó la aldea de Bamako y todas las de la región. Astutos, feroces y sanguinarios, estos soldados solo combatían al abrigo de la noche y se escondían durante el día. Los amigos de Bamako les plantaron cara con valentía, pero no sabían luchar en la oscuridad y tras incontables noches de combates, estaban a punto de perder la vida a manos de sus desalmados enemigos.

Una noche, el dios N’togini se apareció a Bamako y le dijo: «¡Bamako! Si quieres salvar a tu pueblo, escucha mi consejo: mi hijo Djambé, que vive en la cueva a orillas del río, está locamente enamorado de ti desde hace mucho tiempo. Si aceptas convertirte en su esposa, te llevará al cielo, donde brillarás cada noche. De este modo, tu pueblo ya no tendrá que combatir en la oscuridad, puesto que tú iluminarás sus noches. Gracias a ti, podrá vencer a sus enemigos.»

- «¿Qué debo hacer?», preguntó Bamako.

N’togini le explicó:

- «Esta noche, después de ponerse el sol, sube a la gran piedra que domina la cueva y lánzate al río. No tengas miedo, Djambé estará ahí para recibirte. Ten confianza y nada malo te pasará.»

Bamako, que era muy valiente, no dudó un solo instante y siguió las indicaciones del dios al pie de la letra. Saltó al vacío, Djambé la atrapó y la llevó al cielo, tal y como su padre le había prometido. Entonces, se produjo un milagro. ¡Cuando el sol se puso, el rostro resplandeciente de Bamako apareció en medio del cielo! El brillo de sus enormes ojos iluminaba la oscuridad de la noche.

Y por fin, esa noche los aldeanos consiguieron una clamorosa victoria, pudiendo dar caza a sus enemigos.

Desde entonces, el resplandeciente rostro de Bamako ilumina el cielo cada noche.




[Traducción libre del francés de La légende de Bamako, disponible en:
https://www.teteamodeler.com/boiteaoutils/expression/fiche61.asp]

martes, 20 de agosto de 2019

De los homenajes


Esta tarde paseaba con Roque cuando llamaron mi atención unas hierbas medio secas que crecían en un tejado. Esa visión me trasladó en el acto a una época y una ciudad distintas, a una tarde de otoño entre las callejas de un barrio de Madrid. Vallekas, Nueva Numancia, paseando perdida entre la avenida del Monte Igueldo y el parque Amos Acero, mi ávida mirada se esfuerza por encontrar la belleza entre los sucios edificios y las apresuradas gentes. Tengo una flamante cámara réflex que estoy estrenando y busco, tozuda, algo hermoso que inmortalizar. Como hoy, ese día me fijé también en unas briznas de hierba que brotaban del canalón de un tejado, aferrándose a la vida en ese entorno hostil. Fue una de las primeras fotografías que hice en modo semiautomático con mi nuevo juguete.

Desde esa tarde han pasado ya ocho años. ¡Ocho! La vida se nos escapa y a menudo no nos deja ni un instante para pensarlo. Para tomar consciencia del hecho y actuar. Pero, actuar, ¿cómo? Pues, haciendo que cada día cuente. Buscando la belleza en los callejones ruidosos, sucios y abarrotados de una gran ciudad. O después de las interminables horas tras la pantalla del ordenador. Llamando a una amiga con la que hace tiempo que no hablas o robándole horas al sueño para leerle unas páginas de un libro a esa persona que te hace soñar despierta. Sacudiéndote el cansancio y recorriendo cientos de kilómetros para estar con la familia o dándole un abrazo a un compañero para celebrar que ha encadenado su primer 6a+. Vamos a tener mucho tiempo para dormir, mucho tiempo para estar solos.

El lunes se cumplen también quince años desde que mi padre nos dejó. Esa fue la primera vez que se me rompió el corazón y fue, de lejos, la más dolorosa. Mentiría si digo que no me sentí completamente desamparada. Perdida. Desganada. Triste. Algo en mí cambió ese día para siempre, alterando mi escala de prioridades. Poniéndolo todo en perspectiva, relativizando los demás “problemas”. Cuando mi padre murió tenía 46 años y a medida que voy acercándome a esa cifra, no dejo de pensar que, si me tocase marcharme a su misma edad, apenas me quedarían once años en este mundo. ¿Y qué son once años? Nada. Un suspiro. Un pestañeo. Por eso, desde que decidiera cambiar las prisas de la capital por las aceras adoquinadas del Realejo, intento vivir rindiendo un homenaje constante a esta vida efímera. Haciendo todo lo que puedo por ser feliz y, a su vez, hacer felices a las personas que tengo la suerte de que me acompañen. Pues de todas las cosas que me enseñó mi amado padre, la lección más importante y dura que me transmitió fue que debemos vivir cada día como si fuese el último. Pues, de hecho, podría serlo. Porque un día te vas a la cama y podrías no despertar ya más. Por eso, todos los diecinueve de agosto, en especial, homenajeo a mi padre gozando la vida. Además, en esta sociedad en la que vivimos, disponer de nuestro tiempo como queremos, con el sencillo propósito de ser más felices, sin producir ni consumir nada, es uno de los mayores actos de rebeldía que podemos cometer.





sábado, 1 de junio de 2019

De los despertares...

Con pelos de loca
y la sonrisa boba
me gusta despertarme

Con ojeras gozosas
y manos ansiosas
por tocarte
entre sábanas revueltas
con tu lengua entre mis piernas
aún borracha de tus besos
con resaca de tu cuerpo
con tu alma entre los labios
mi corazón, en tus manos

Me gusta despertarme
con el corazón lleno
y la mente rebelde
y todas las puertas cerradas
para que no te vayas
para que no me dejes

            💜

domingo, 19 de mayo de 2019

De las esencias


A veces te dicen algo que cambia por completo tu percepción de una cosa. Como que el comino huele a sobaco. Se produce una especie de efecto revelación que hace que, a partir de ese punto de inflexión, no puedas seguir viéndola como antes. Desde ese momento no puedes oler el comino sin percibir un desagradable olor a sudor rancio.
A él le pasó eso mismo. El comino seguía siendo la misma especia exótica que antes aderezara sus platos, dándole ese toque especial al hummus que tanto le gustaba. El comino no había cambiado, pero desde que le dijeron que olía a sobaco, no pudo volver a probarlo.

viernes, 10 de mayo de 2019

De las olas

Mi persona favorita vive encaramada
entre la roca y el cielo
como mis pensamientos,
cuando subo montañas.
Sus ojos guardan océanos en calma
y desatan tempestades cuando me miran
y huracanes en mi pelo
y en mi cuerpo,
cuando me toca
con sus manos.

Mi persona favorita es pequeña y delgada
como un pajarillo
y si lo piensas bien, tiene sentido
pues los de mi cabeza gustan volar a su lado a menudo.
Tiene las manos pequeñas y la nariz grande
y bonita,
y las tres conocen los recodos
donde se esconden mis cosquillas.

Mi persona favorita me llama María
y su voz suena dulce, como un poema
y sus silencios llenan la estancia como la luz de la luna
llena, una noche de verano.

Mi persona favorita es un caudal manso y profundo
yo, ráfagas dispersas
y cuando estamos juntos, la ola izquierda de Mundaka
parece una simple aficionada.

miércoles, 1 de mayo de 2019

De los incendios

Conozco una casa en la sierra que ardió desde los cimientos hasta treinta veces en un fin de semana. Y tras cada incendio volvió a alzarse aún más firme y hermosa si cabe.

Tal vez sea porque tiene vistas directas a un pantano y su mera contemplación apacigua el alma y templa el espíritu.

miércoles, 17 de abril de 2019

De las precauciones


«Ten cuidado, que te vas a volver a enamorar…»

¡Que tenga cuidado, dicen!

No saben que me asusta más la idea de pasar el resto de mi vida sin amar, que todos los posibles futuros desengaños que pueda llegar a sufrir.

Yo soy de las que viven. Intensamente. Soy de las que aman. Inevitablemente.


jueves, 14 de marzo de 2019

De los puntos y aparte


Digan lo que digan, no es fácil cambiar de párrafo. Empiezo siempre a escribir con muchas ganas, entregada. Dispuesta a todo, afronto la página en blanco con la cabeza llena de ideas, entusiasmada, pensando en las hermosas palabras que se irán desgranando de la pluma. Se diría que soy una fuente inagotable de creatividad. Una nueva historia por delante: ¡Ah! ¡Qué sensación tan maravillosa! Me tiene todo el día ocupada, con una sonrisa boba en la cara, los ojos brillantes y la mente bulliciosa, ella siempre un paso por delante. Y entonces, en un momento dado, las palabras ya no fluyen como antes. El motivo no es evidente, la historia parece que se me atraganta y yo, que soy de naturaleza optimista, decido dejar la mente y la pluma reposar. Sin embargo, ya ha empezado. Y poco a poco, cada vez que intento retomar la escritura, las ideas se retuercen y se entrelazan, confusas, opacas, y el estilo se complica, sin conseguir construir ese puente entre el papel y el lector ni transmitir todo lo que veo, siento, pienso, deseo, anhelo. Atrás quedó la ligereza inicial, las frases son ahora cada vez más complejas y lo que antes sonase fresco y sencillo se ha convertido en interminables subordinadas que derivan, a su vez, en sub-subordinadas que exasperan y confunden, en mis intentos desesperados por hacerme entender, por explicarme, cuando no consigo sino arañar la superficie del papel y solo me falta gritar, hasta dejarme prácticamente agotada, sin aliento. Y entonces, tras muchas noches sin dormir, recupero la lucidez. Mi mente se despeja; está clarísimo. Solo hace falta poner un punto y aparte.
Y abordar nuevas ideas.

miércoles, 13 de febrero de 2019

De las palabras


A medida que avanzamos en la edad adulta nos va costando cada vez más decir las cosas. Empieza con pequeños detalles que obedecen a las normas de convivencia de nuestra hipócrita sociedad. Mentiras piadosas que decimos y aceptamos para sobrevivir; decir siempre todo lo que a uno se le pasa por la cabeza no sería prudente ni necesario.

Sin embargo, esta manía nuestra de no decir las cosas se va extendiendo a otros ámbitos que van mucho más allá del verbalizar lo mucho que ha engordado últimamente fulanito o lo cansada (¿o triste?) que parece fulanita desde hace unos meses. Y así, poco a poco, dejamos de decir cosas importantes que afectan a nuestras relaciones, a nuestro estado de ánimo, a nuestra vida. Sobre todo cuando se trata de hablar de nuestros sentimientos. Ya sea por nuestras amistades o por nuestra pareja. Nos tragamos las palabras, nos engañamos pensando que ya no es necesario hablarlo o posponemos el momento de decirlas, tratando de encontrar la ocasión idónea. Hasta que se nos olvidan… y ahí es donde está la trampa, porque nunca se olvidan. Las palabras envenenadas sedimentan y se amontonan unas sobre otras, generando un pesado poso negro que cargamos en las entrañas como una losa; en muchas ocasiones, sin ser siquiera conscientes de ello. Y nos enfada y nos frustra. Nos irrita. Pero seguimos adelante pensando que el motivo es otro, para no afrontarlo; siempre, para no hablar. Es primavera, hace buen tiempo y las vacaciones de verano se encuentran a la vuelta de la esquina, ¿por qué no hablar mejor de eso?

Un día de estos voy a vomitar todo lo que llevo dentro y voy a seguir adelante, liviana y tranquila. Desintoxicada.