Primero fue el invierno. Llegó sin avisar, cubriéndolo todo con su
manto de nieve y de frío. Vino con dedos de hielo que estrangulaban el alma,
soltando lo justo para dejarla respirar. Fue el invierno más largo, el de la
soledad y la inseguridad escritas con letras mayúsculas. La época hostil, el despertar
más cruel. Salir del espejo para descubrir, atónita, que nada era como ella
creía. Ese oscuro invierno aprendió a construir muros y a lanzar dagas
afiladas. Aprendió a hibernar, a dejar sentimientos en barbecho. Y también, a
rebelarse. A protegerse.
Atrás quedó el invierno y llegó entonces la primavera. Un renacer
de alegría y vitalidad. Una flamante sonrisa de estreno a la conquista de
nuevas experiencias. Y aun así, joven e inexperta. Exuberante y efímera. Unos
bonitos pies descalzos que ganan confianza a cada paso que dan, descubriendo un
suelo cada vez más firme bajo ellos. Los días que se alargan y templan hasta
que puede, por fin, alzar el vuelo y avanzar.
Se adentró así, sin sospecharlo, en un caluroso y asfixiante
verano. La pilló desprevenida y con la guardia baja. Confiada esta vez.
Sabiéndose más sabia y experta. Lo que empezase como unas vacaciones de ensueño
se tornó, en poco tiempo, en una calma chicha, por momentos angustiosa, de la
que no veía el modo de escapar. Hasta que recordó que no solo sabía volar y,
zambulléndose en el agua, se alejó nadando.
Y a nado firme desembocó, por fin, en un hermoso otoño de tonos
cálidos y mullidas alfombras de hojas secas. En un lugar donde detenerse y
dejarse mecer por el viento. Un momento de calma. De plenitud. Un otoño que
ensancha el espíritu y que, ojalá este sí, sea de hoja perenne.