Esta tarde paseaba con Roque
cuando llamaron mi atención unas hierbas medio secas que crecían en un tejado.
Esa visión me trasladó en el acto a una época y una ciudad distintas, a una
tarde de otoño entre las callejas de un barrio de Madrid. Vallekas, Nueva
Numancia, paseando perdida entre la avenida del Monte Igueldo y el parque Amos
Acero, mi ávida mirada se esfuerza por encontrar la belleza entre los sucios
edificios y las apresuradas gentes. Tengo una flamante cámara réflex que estoy
estrenando y busco, tozuda, algo hermoso que inmortalizar. Como hoy, ese día me
fijé también en unas briznas de hierba que brotaban del canalón de un tejado,
aferrándose a la vida en ese entorno hostil. Fue una de las primeras
fotografías que hice en modo semiautomático con mi nuevo juguete.
Desde esa tarde han pasado ya
ocho años. ¡Ocho! La vida se nos escapa y a menudo no nos deja ni un instante
para pensarlo. Para tomar consciencia del hecho y actuar. Pero, actuar, ¿cómo? Pues,
haciendo que cada día cuente. Buscando la belleza en los callejones ruidosos,
sucios y abarrotados de una gran ciudad. O después de las interminables horas
tras la pantalla del ordenador. Llamando a una amiga con la que hace tiempo que
no hablas o robándole horas al sueño para leerle unas páginas de un libro a esa
persona que te hace soñar despierta. Sacudiéndote el cansancio y recorriendo
cientos de kilómetros para estar con la familia o dándole un abrazo a un
compañero para celebrar que ha encadenado su primer 6a+. Vamos a tener mucho
tiempo para dormir, mucho tiempo para estar solos.
El lunes se cumplen también
quince años desde que mi padre nos dejó. Esa fue la primera vez que se me
rompió el corazón y fue, de lejos, la más dolorosa. Mentiría si digo que no me
sentí completamente desamparada. Perdida. Desganada. Triste. Algo en mí cambió
ese día para siempre, alterando mi escala de prioridades. Poniéndolo todo en
perspectiva, relativizando los demás “problemas”. Cuando mi padre murió tenía
46 años y a medida que voy acercándome a esa cifra, no dejo de pensar que,
si me tocase marcharme a su misma edad, apenas me quedarían once años en este
mundo. ¿Y qué son once años? Nada. Un suspiro. Un pestañeo. Por eso, desde que
decidiera cambiar las prisas de la capital por las aceras adoquinadas del
Realejo, intento vivir rindiendo un homenaje constante a esta vida efímera.
Haciendo todo lo que puedo por ser feliz y, a su vez, hacer felices a las
personas que tengo la suerte de que me acompañen. Pues de todas las cosas que
me enseñó mi amado padre, la lección más importante y dura que me transmitió
fue que debemos vivir cada día como si fuese el último. Pues, de hecho, podría
serlo. Porque un día te vas a la cama y podrías no despertar ya más. Por eso,
todos los diecinueve de agosto, en especial, homenajeo a mi padre gozando la
vida. Además, en esta sociedad en la que vivimos, disponer de nuestro tiempo
como queremos, con el sencillo propósito de ser más felices, sin producir ni
consumir nada, es uno de los mayores actos de rebeldía que podemos cometer.
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