A medida que avanzamos en la edad
adulta nos va costando cada vez más decir las cosas. Empieza con pequeños
detalles que obedecen a las normas de convivencia de nuestra hipócrita
sociedad. Mentiras piadosas que decimos y aceptamos para sobrevivir; decir
siempre todo lo que a uno se le pasa por la cabeza no sería prudente ni
necesario.
Sin embargo, esta manía nuestra
de no decir las cosas se va extendiendo a otros ámbitos que van mucho más allá del
verbalizar lo mucho que ha engordado últimamente fulanito o lo cansada (¿o
triste?) que parece fulanita desde hace unos meses. Y así, poco a poco, dejamos de
decir cosas importantes que afectan a nuestras relaciones, a nuestro estado de
ánimo, a nuestra vida. Sobre todo cuando se trata de hablar de nuestros
sentimientos. Ya sea por nuestras amistades o por nuestra pareja. Nos tragamos
las palabras, nos engañamos pensando que ya no es necesario hablarlo o
posponemos el momento de decirlas, tratando de encontrar la ocasión idónea. Hasta
que se nos olvidan… y ahí es donde está la trampa, porque nunca se olvidan. Las
palabras envenenadas sedimentan y se amontonan unas sobre otras, generando un pesado poso negro que cargamos en las entrañas como una losa; en muchas
ocasiones, sin ser siquiera conscientes de ello. Y nos enfada y nos frustra. Nos
irrita. Pero seguimos adelante pensando que el motivo es otro, para no
afrontarlo; siempre, para no hablar. Es primavera, hace buen tiempo y las
vacaciones de verano se encuentran a la vuelta de la esquina, ¿por qué no
hablar mejor de eso?
Un día de estos voy a vomitar
todo lo que llevo dentro y voy a seguir adelante, liviana y tranquila.
Desintoxicada.
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