martes, 1 de agosto de 2017

De Benahoare

Mi amigo Antonio le dice con frecuencia a su pareja: “Bésame, que se nos escapa la vida”. Y dejando a un lado la ternura de la situación, que siempre me hace sonreír, lo cierto es que lo que dice no es ninguna tontería.

En estos dos últimos meses, no es que no haya escrito; sí que lo he hecho, y mucho. Pero he escrito para mí, he plasmado mis reflexiones en el papel, a la antigua usanza, con un bolígrafo, en alguna de mis muchas de libretas. Y he visto cómo el tiempo se escurría entre mis dedos, deprisa, tal y como pasa el tiempo cuando se disfruta. Últimamente he adquirido una conciencia casi física de lo efímeros que resultan los momentos buenos; y los malos, por ende. Aunque se perciban de modo diferente. Curiosamente, esta nueva conciencia me permite ser menos ansiosa ante la espera (por ejemplo, de un viaje), saborear mejor los momentos dulces y relativizar los días grises.

Estos meses han sido unos meses intensos, con varios viajes que han concluido con mi reciente visita a Benahoare, como llamaban los aborígenes a la isla de La Palma; la Isla Bonita. Ha sido mi primer viaje en solitario y una experiencia que aguardaba con ilusión desde que empecé a planificarla en primavera. Curiosamente, y a pesar de que sin ninguna duda han sido cinco días magníficos, allí el tiempo no pasaba tan aprisa. Parecía suspendido entre el cielo y el océano, a medio camino entre el mar de nubes que se acumulaba en las cumbres de la Caldera de Taburiente y las costas pedregosas de la isla. Y experimenté la calma. El deambular sin seguir una ruta programada, improvisando, contemplando. He tenido tiempo para todo, menos para aburrirme. Se me da bien estar conmigo misma. Siempre me ha gustado tener una pequeña dosis diaria de soledad y aunque desde hace un tiempo esa dosis dista mucho de ser pequeña, la sigo disfrutando igual. Recuerdo que la última vez que visité a mi abuela, esta me dijo, como quien confiesa algo malo, que disfrutaba mucho estando sola: “Yo me siento en mi salita, con mi costura, un libro o la tele, y a menudo pienso que poca gente habrá en el mundo que esté tan a gusto como me encuentro yo en este momento.” Hay que saber estar a solas con uno mismo; creo que sobra explicar por qué la adoro tanto. 

Al contrario de lo que algunos pensarán, en este viaje no he llegado a ningún conocimiento profundo de mi ser, ni he tenido ninguna revelación trascendental. He reflexionado, claro que sí, y he escrito, mucho más que en los últimos meses, pero sobre todo he estado allí, presente en esos momentos y en esos lugares, aprehendiéndolo todo con los ojos, las manos, el alma. Y aprendiendo. Y deseando saber más. ¿Qué son estos árboles? ¿Por qué son distintos a un lado y otro de la isla? ¿Cómo se llamará este pajarillo que me acompaña durante mi ruta? Ya lo he visto en otros rincones… ¿Cuál es el nombre de todas estas especies de cactus? ¿A qué se dedican los distintos telescopios del Roque de los Muchachos? ¿Cómo puede ser que no consiga encontrar a Casiopea? Claro que estamos más al sur, pero… Miro ahora la naturaleza como quien se asoma por la ventana a un fascinante mundo que, si bien puede ver, apenas llega a tocar, a entender. Y vuelvo a ser consciente de lo mucho que no sé, y eso me hace sentir pequeña. Y esa sensación me reconforta, pues en mi insignificancia, estoy donde debo estar. Y desde ella puedo seguir avanzando segura, y ahora reconozco al lagarto papazul, al cernícalo o al pinzón canario. Y los tiles y los pinos canarios, y sé que la isla por la que camino fue la penúltima del archipiélago en surgir del mar y que las tierras del sur apenas tienen trescientos años, pues son resultado de la erupción del volcán de San Antonio en el siglo XVII. Y que el telescopio que visité se llama William Herschel en honor al astrónomo que descubrió Urano, ya bien cumplidos los cuarenta y tras iniciarse en la disciplina a los treinta y cinco. Ya ves… después de todo, aún tengo mucho tiempo por delante para aprender. Y para hacer.

El viaje finaliza en el sur, como no podía ser de otro modo, y mientras camino entre los conos y los campos de escoria volcánica que se extienden hasta el mar, llega hasta mis manos la foto de un perrillo abandonado. Algo dentro de mí se ha revuelto y no consigo sacármelo de la cabeza, como si hubiera estado destinado a suceder. Y decido que se quedará conmigo frente al Roque de Teneguía. Y decido, también, que se llamará Roque.

El tiempo pasa más despacio en Benahoare, el clima es más suave y las ideas fluyen mejor, como contagiadas de su calma e impulsadas por los incesantes alisios. Vuelvo con una libreta llena de notas, el cuerpo y el alma llenos de energía y un nuevo compañero de alegrías.


martes, 25 de abril de 2017

De las conversaciones robadas

(1)

Es una calurosa mañana de verano de mediados de julio. Para huir del sofocante calor de la capital, nos hemos escapado a unas piscinas naturales en la sierra. Por supuesto, no somos los únicos que han tenido la misma idea y la orilla del río está salpicada de toallas, neveras de playa y niños correteando. Tumbada bajo la sombra de unos árboles, intento dormir la digestión del bocadillo.

A unos metros a mi derecha se ha instalado un grupo de amigos de mediana edad con sus hijos. Llevan la casa a cuestas, mesas, sillas, radios portátiles y todo tipo de juguetes hinchables, y charlan animadamente. La conversación de dos mujeres llega hasta mis adormilados oídos…

— Y eso, que ahí andaba yo intentando darle la teta y el puñetero niño que nada, que no quería comer. Así que le dije, pues no te preocupes, majo, que si tú no la quieres, ¡seguro que ya se la come tu padre cuando llegue!

Las dos rompen a reír y, por supuesto, yo también, aunque mentalmente. Ha tenido todo el arte, sí señor.


(2)

Diciembre, hace un frío de tres pares; es uno de esos días en los que el invierno granaíno saca toda su mala follá y dice aquí estoy yo. Avanzo deprisa por la calle Molinos, con los hombros encogidos y la cara medio sepultada entre la bufanda y el gorro. A la altura de la plaza del Realejo sobrepaso un grupo de tres hombres. Dos de ellos, de aspecto elegante, visten abrigos de paño bajo los que entreveo sendos trajes de chaqueta, probablemente confeccionados a medida. Pelo engominado y sus complementos correspondientes: maletín, zapatos caros, toda la parafernalia. Junto a ellos, el tercero en discordia tiene un aspecto más campechano, vaqueros y chaquetón; su lenguaje corporal me incita a pensar que se siente un poco amilanado ante los dos ejecutivos.

— Entonces, tú puedes ayudarme a joder bien a una mujer, ¿no? — y los dos engominados se echan a reír.
— Pues, a decir verdad, es algo que no responde a mis principios éticos… — a pesar de su postura en cierto modo sumisa, el de los vaqueros me sorprende positivamente.

Menos mal que me ha dado tiempo de escuchar la respuesta del abogado antes de seguir calle abajo, porque incluso me he vuelto hacia ellos con un amago de insulto en los labios. Si todos tuviésemos tan claro que a menudo es precisamente la gentuza la que viste de traje…


(3)

Sábado por la mañana. Primavera. Estoy de visita en casa de mi abuela y hemos salido temprano a la calle: tenía ganas de invitarme a desayunar. Subimos caminando por la avenida de Granada hasta llegar a la calle Navas de Tolosa. Allí está la famosa cafetería Colón, en la que solíamos ir a merendar chocolate con churros cuando era pequeña. Sin embargo, esa mañana no quiero chocolate con churros, prefiero unas tostadas con aceite y tomate, y mi abuela, también. Mientras esperamos, oímos a las mujeres de la mesa de al lado.

— Camarero, disculpe. ¿No podría traernos una aceitera? ¡Con este paquetito no tenemos ni para empezar! — se refiere a las porciones de aceite individuales que han empezado a servir a raíz de la prohibición de utilizar aceiteras en los establecimientos hosteleros.
— Lo siento, señora, ahora se sirven así. Si quiere otro se lo puedo traer, pero tendrá que pagar un suplemento de diez céntimos.

Las señoras comienzan a quejarse, ahora sí, en serio, pero ya no puedo oírlas, pues mi abuela se ha unido a sus críticas y está contándome lo increíble que es que en un sitio como Jaén pretendan cobrarte más por ponerle aceite a las tostadas. Porque a quién se le ocurre que con ese cacharrito alguien pueda hacerse una tostada de aceite en condiciones. ¡En Jaén! Por supuesto, esto le ha traído a la mente varias anécdotas que, tras decidir buscar otro bar antes de llegar a pedir, me cuenta animadamente mientras me coge del brazo. El sol empieza a calentar y yo estoy encantada.


(4)

Vacaciones de Semana Santa. Como a tantos otros españoles se nos ha ocurrido viajar a Londres aprovechando las ofertas de Ryanair. Hoy toca Museo de Historia Natural y mi madre, mi hermano y yo recorremos sus salas como colegiales emocionados. Nos hemos pasado media mañana estudiando la historia de los homínidos y su evolución hasta el ser humano moderno, y la otra media, la evolución y extinción de los dinosaurios.

Después del bocata reglamentario a nuestro mediodía español (las tres de la tarde), entramos a la galería de las aves, una sección que, por motivos emocionales, me interesa especialmente. Hago algunas fotos e intento memorizar un par de datos curiosos que, a pesar de todo, ya he olvidado. Me detengo embelesada ante una vitrina llena de colibríes disecados. Probablemente haya más de un centenar. Están representados en pleno vuelo, suspendidos entre un atrezo de ramas, con su plumaje de brillantes colores y las alas desplegadas. En esas estoy, intentando contar a simple vista las especies que puedo distinguir (por sus colores y su forma, no se vayan ustedes a pensar, no soy ninguna experta en colibríes), cuando se acerca otro par de españoles. Una chica adolescente señala la vitrina, exclamando:

— ¡Fíjate en esto!

El hombre que la acompaña y que me atrevería a decir que es su padre, se para a su lado. Mira la vitrina con gesto analítico, lo piensa un poco y dictamina:

— ¡Pájaros!

Desde luego, a este señor no se le escapa una.


(5)

En esta ocasión estamos en otoño y, una vez más, camino apresurada por los pasillos de la estación de Atocha. Nada extraño, es una época en la que voy siempre con prisas y nunca tengo tiempo para nada. Salvo para trabajar. Una vez en el andén, me abro paso entre los cansados viajeros que esperan con hastío ese último tren del día que los llevará de regreso a casa. Calculo la altura apropiada y me preparo para ser una de las primeras en subir al vagón que ya se detiene en la vía. ¡He vuelto a acertar! Las puertas se abren ante mí y, mientras me aparto para dejar salir a una marea de gente (¿tantas personas van al centro un miércoles cualquiera a estas horas de la tarde?), llama mi atención la conversación de un par de extraños que se miran con afecto.

— Estás estupenda, mírate, estás estupenda. ¿Qué posibilidades había de cruzarnos?
— ¡Pero tú también estás genial! Estás igual que el día aquel que…

Y aquí acaba, sin duda, una de mis conversaciones robadas favoritas. ¿Que el día aquél, que qué? ¿Serán dos antiguos amantes que acaban de encontrarse por casualidad en la abarrotada ciudad de Madrid? ¿Qué pasó el día aquél que, por su sonrisa, recuerda con tanto cariño? ¿Se despedirán en la puerta de la estación o irán a tomar una cerveza para recordar viejos tiempos? Se me llega a pasar por la mente seguirlos… pero, finalmente, subo al tren y dejo volar mi imaginación hasta llegar a casa.


… qué puedo decir… soy una voyeurista conversacional…

viernes, 21 de abril de 2017

De las cosas sencillas

Una buena canción, una soleada mañana de viernes y un buen plan a la vista para este verano... ¡a veces no hace falta más para sentirse feliz!

Did I say?

miércoles, 5 de abril de 2017

De las ganas

Abrió la boca y una bandada de pájaros salió de ella, alejándose, muy alto, en el cielo.

«¡Con razón me dolía tanto la tripa!»

Eran sus ganas de libertad, pidiendo que les diera alas.

¡Suerte que las escuchó!

martes, 28 de marzo de 2017

Del Capítulo 7 de la I Parte

Annetje estaba en la cama, enferma. Tiritaba de frío y miedo. Había vuelto a vomitar junto a la cama, y el olor de la papilla que se resecaba en el suelo se unía al otro, el de putrefacción que inundaba la casa y la escalera, y que impedía a la niña sentirse mejor. Tras largo rato en la cama, entendió que estaba sola, ya que no escuchaba pasos de su madre en el desván. Se sentía un poco mejor, no sabía si es que la pestilencia había remitido un poco o era ella, que se había acostumbrado. De cualquier manera, se levantó y salió a la cocina en busca de algo que comer. Se sentía muy débil después de dos días sin probar bocado. La cocina estaba desierta, ni rastro de alimentos. Estaba a punto de echarse a llorar cuando escuchó pasos en la escalera del edificio: era el lechero que traía leche fresca. Su instinto de supervivencia se avivó cuando notó pasos en el desván; tenía que hacerse con esa botella antes que su madre, por lo que se dirigió a la puerta de la entrada y pegó la oreja para escuchar mejor al lechero. El inconfundible tintineo de las botellas de cristal chocando entre ellas ascendía por la escalera. Una pausa. La cesta descansando en el suelo y más tintineo de cristales, el hombre cambiaba la botella vacía de la vecina por una nueva. De nuevo, pasos ascendentes y la niña nerviosa al oír el sonido metálico de las llaves allá arriba, intentando abrir la puerta del desván. «¡Dese prisa, dese prisa! ¡Por favor, señor lechero!», rogó la chiquilla en silencio con las palmas de las manos unidas en un gesto de súplica. Por fin, los pasos se alejaron escaleras abajo a la par que el chirriar de los goznes de la puerta del piso de arriba delataba la presencia de madre en la casa. Annetje abrió la puerta y en ese momento, la mujer, al darse cuenta de lo que sucedía, comenzó a chillar.

—¡Ladrona, ladrona! ¡Esa leche es mía, pequeña arpía! ¡Ni se te ocurra llevártela porque lo pagarás caro!

Pero Annetje ya corría escaleras abajo con la botella agarrada firmemente entre sus bracitos. Corrió y corrió hasta que se vio a salvo, aunque su madre ni siquiera la había seguido fuera del portal. La niña miró a su alrededor y se dio cuenta de que estaba en camisón y zuecos en medio del parque del Lago del Amor con una botella de leche en las manos. Se sintió muy desgraciada y empezó a llorar, sentada en la orilla. Tenía mucho frío y ni siquiera tenía fuerzas para desenroscar la tapa de la botella y beber un poco. Si no se movía, moriría congelada allí mismo, por lo que a duras penas se levantó y desanduvo el camino hacia casa, que le pareció eterno. Su cabecita no paraba de darle vueltas a lo que diría Madre cuando la viera aparecer, dudaba incluso que quisiera abrirle la puerta. Caminando por las calles de la ciudad, se dio cuenta de que la gente mayor la miraba con lástima, pero nadie se acercó a preguntarle si necesitaba algo. El mundo era en verdad un lugar tan frío y tan gris como el cielo que se recortaba sobre los tejados de las casas. La humedad de los canales le entumecía los huesos y para cuando llegó a su casa, la niña apenas se tenía en pie. Se cayó en medio de la escalera, las fuerzas le habían abandonado entre el primer y el segundo piso, y allí se quedó, echada contra la pared, los deditos rígidos y medio congelados.

Cuando despertó, no sabía dónde estaba. Las sábanas entre las que dormía no eran las suyas. Ese techo tampoco, pues estaba más descuidado aún si cabe que el que se alzaba sobre su cama. La cabeza le dolía mucho y, poco a poco, fue recordando lo que había sucedido. Se acordó de la leche y se incorporó de la cama nerviosa. Miró a su alrededor y no reconoció ninguno de los objetos que la rodeaban. Sin embargo, la atmósfera no le era del todo ajena; en el aire flotaba el mismo fétido olor que en su casa. Cuando estaba empezando a adivinar dónde se encontraba, entró en la habitación una anciana encogida de pelo blanco, que traía en sus manos un tazón de leche caliente con sopas de pan flotando en ella. Annetje la reconoció, a pesar de que sólo la había visto a través de la ranura de la puerta cuando se asomaba a la escalera para verlas a ella y a su madre subir o bajar. A esa señora le encantaba controlar cuándo entraban y salían, aunque nunca había entendido qué importancia podía eso tener para ella. Sin embargo, en ese momento, mientras sorbía la leche caliente que le recomponía su castigado cuerpecito, la niña creyó adivinar el motivo. La pobre estaba muy sola allí, sin hablar nunca con nadie. Sintió ternura por la anciana.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Annetje.
Geertje, niña. Pero come, come, ya hablaremos cuando te hayas saciado. La mujer se quedó allí, sentada junto a la niña en el borde de la cama, mirándola. Eso no incomodó a Annetje, muy al contrario; le gustaba que la mujer estuviera pendiente de ella.
Ya está, estaba muy bueno. Muchas gracias, señora.
Llámame Geertje, que señora es muy serio la anciana le guiñó un ojo, arrancando una sonrisa en los labios de la pequeña. Hablaron durante mucho rato. Geertje le explicó que había oído cómo se desmayaba en la escalera y había acudido a ayudarla. «Pobrecilla, estabas helada, cariño». Era una mujer de buen corazón, de eso Annetje se dio cuenta en seguida. No le recordaba a su abuela, a pesar de que tendría la misma edad. Esta era más frágil, más vieja y, pese al escaso contacto físico que habían tenido, era además y sin ningún tipo de duda, mucho más cariñosa.
No te pareces en nada a mi abuela, ¿sabes? dijo la pequeña, tras esta reflexión.
¿En serio? ¿Y eso es malo, mi niña?
Mmmm la chiquilla lo meditó un instante. No, yo creo que no. Es mejor.
Me alegro mucho la anciana sonreía con dulzura. Y ahora, dime, ¿sigues teniendo hambre?

Annetje no era consciente (aunque lo sospechaba) de la suerte que había tenido al ir a dar con Geertje. La buena mujer estaba muy sola desde que su hijo la dejó para luchar las guerras de los españoles. Era un joven rebelde y de espíritu bravo, y ella lo quería con locura. Tenía miedo de que cualquier día un comunicado oficial le confirmara lo que llevaba temiendo durante unos meses; no era normal que su hijo se retrasara tanto con el correo. Solía ser muy puntual. Así que pasaba el día en casa, sola, y esperaba, sentada en su sillón, que ocurriera algo. Por supuesto, se había enterado de lo sucedido en el piso de arriba, la trágica muerte de Pieter y el repentino cambio de humor de la señora Vermeer. En los tiempos que corrían, no era fácil ser viuda con una niña pequeña a cargo, pero de todos modos saltaba a la vista que nadie se había ocupado de la pobre Annetje durante días. Su madre estaba perdiendo el juicio, lo que daba mucho que hablar entre la gente de la ciudad. Además, estaba lo del olor… olía a muerte, sí, era eso a lo que olía, Geertje lo sabía muy bien, aunque no quiso decirle nada a la niña. Cada día era más fuerte, adhiriéndose a la sopa, a los muebles, al alma. La gente comenzaba a evitar pasar por esa calle, «la calle de las brujas». A ella también la llamaban así, esas pobres gentes incultas no sabían nada, pero les encantaba hablar de todo. Y esa niña de ojos grandes y claros se había quedado muy sola sin saberlo, pues una niña sin madre deja de ser una niña y no puede dar marcha atrás nunca más.
La anciana mujer reflexionaba seria, mientras tejía sentada en su sillón junto a la ventana, aprovechando las últimas horas de luz. Como todas las mujeres de la época, Geertje sabía tejer encajes muy bien. Era el principal producto que Brujas seguía produciendo y exportando; atrás habían quedado los años de abundancia y de esplendor económico como primera ciudad flamenca, en los que el comercio textil jugó un papel primordial. No obstante, para ella el encaje era una manera de salir adelante, un medio de sobrevivir a la decadencia económica. No podía permitirse muchos caprichos, pero tampoco le iba tan mal. Cuando hacía buen tiempo acudía con otras encajeras a la Walplein, donde se reunían y charlaban mientras realizaban sus labores. Dominaba el «punto de bruja», para el cual necesitaba entre unos 300 y 700 husos, y no quería morirse sin transmitir ese arte a alguna hija o nieta; lo adoraba.

La niña estuvo en la cama durante una semana, y durante todo ese tiempo, Geertje se estuvo ocupando de ella. Le daba friegas con agua fría cuando le subía la temperatura, infusiones para la fiebre y cuidó de que estuviera bien alimentada e hidratada. Para Annetje, por su parte, esos días fueron un buceo casi constante entre sueños nebulosos y vigilias inquietas. Apenas se enteraba de nada de lo que ocurría, no era consciente del espacio ni del tiempo, le parecía haber dormido apenas unas horas. Cuando despertó, al cabo de una semana, llamó a Geertje.

¡Geertje, Geertje! ¡Ya estoy bien! Voy a subir a casa, seguro que madre está preocupada, pues desde que me fui ayer con la leche no me ha visto.
¡Pobrecita mía! Llevas durmiendo muchos días, pero no te preocupes por tu madre, que ya subí yo a decirle que estabas aquí.
¿Sí? ¿Y ha venido a verme?
¿Sabes qué? —contestó la anciana, evitando la pregunta de la niña Será mejor que te levantes y vengas a la cocina a comer algo. ¡Debes de estar hambrienta!

Annetje se quedó pensativa, recordando. Y fue en ese momento cuando tomó conciencia de que ya no podría seguir contando con el cariño de Madre. Tampoco con el de Padre. Ni mucho menos con el de Abuela. Sentada en una silla de la cocina, empezó a llorar amargamente mientras la mujer intentaba consolarla.

Mi niña, no llores. Tu madre está triste y ahora mismo no es ella, eso es lo que le pasa. Ten paciencia, la pena es un mal muy grande y ni el más sabio de entre los sabios puede decir cuándo y cómo se curará, pues la cura la tiene ella misma, aunque no lo sabe. Sécate las lágrimas y come un poco.

Sirvió patatas y col cocidas en un tazón que puso delante de la niña, junto con una chuleta de cerdo. La pequeña miró a la mujer asombrada con los ojos enrojecidos del llanto; sabía que la carne era un lujo.

Tienes que reponer fuerzas para que no regrese la fiebre. Come, come. Yo me pondré un poco y te acompañaré.

Annetje no se hizo de rogar y comió con avidez. Eran sus primeros bocados sólidos en muchos días. Geertje la miraba con una sombra de preocupación en la cara. Sospechaba lo que ocurriría cuando la niña subiera a su casa y hablase con su madre. Temía que la rechazara, que la echara a la calle como a una rata. O peor, que la maltratara. Le había tomado cariño a la niña de ojos claros, en cierto modo estaba tan sola en el mundo como ella.

Te propongo una cosa, Annetje. Mira, ahora cuando termines de comer subes a casa para que tu madre vea que estás bien, ¿de acuerdo? Es tu casa y ella es tu madre, y es ahí donde tienes que estar los ojos de la niña se inundaron de lágrimas. No seas boba, escúchame bien: podrás venir a verme cuando quieras, vivimos muy cerquita ¿no es verdad? Annetje asintió. Claro que sí, no hay ningún problema, nos veremos mucho. Incluso puede que te enseñe a tejer encajes, ¿quieres?

Annetje asintió entre pucheros. Era consciente de que tenía que ir a su casa, aunque era lo último que le apetecía hacer. Se encontraba muy a gusto con Geertje, en cierto modo era como tener una abuela nueva. Tras hacerse la remolona un rato en la silla, balanceando las piernas y mirándose las manos, se puso en pie y se dirigió al dormitorio para vestirse, pero una vez allí se dio cuenta de que no tenía ropa, pues había llegado en camisón. Volvió a la cocina, donde la anciana mujer fregaba en un barreño los pocos platos que habían usado. Se quedó observándola y sintió que ya no temía subir arriba y enfrentarse a sus miedos, pues ahora tenía a alguien dispuesta a ayudarla. Se sintió más grande, más adulta, al darse cuenta de todo lo que la mujer había hecho por ella mientras había estado enferma. La mujer se volvió a la niña al notar su mirada en la espalda.

¿Necesitas algo más, pequeña?
Annetje se acercó despacio y abrazó con fuerza a la mujer, quería darte las gracias.

Y dicho esto, salió de la casa a toda prisa, e incluso sonreía. Subió el tramo de veinte escaleras (las contaba a menudo cuando iba y venía de la escuela) que la separaban de su madre con decisión y llamó a la puerta de su casa. Para su sorpresa, su madre no tardó en abrir. Abrió y la miró sin reconocerla. Su rostro expresaba impaciencia.

¿Trae usted la leche? preguntó Hace días que no la recibimos.
¿Madre? Annetje no entendía nada. El semblante de su cara cambió, pareció ensombrecerse de pronto, como si hubiera visto algo que no le gustaba en absoluto.
Vaya, eres tú. Dime qué quieres, pequeña ladrona. Desde el día que desapareciste no hemos vuelto a recibir ni una gota de leche, a saber qué le dijiste a ese pobre hombre para que tema volver por aquí.
Yo no le dije nada respondió Annetje muy seria, me llevé la leche porque tenía hambre.
Eres una desgraciada y una desagradecida. ¡Yo te di la vida, mocosa! Aunque eso no tenga ningún valor para ti.
Sí, ¡pero estaba enferma y usted no se ocupó de mí!
¡Maldita niña, ya eres mayorcita! Pasa dentro, entra frío de la calle y no quiero enfermar yo también. ¿Dónde has estado todo este tiempo, ¿eh? Pequeña zorra… ¡a saber lo que habrás hecho!
Annetje no le dijo a su madre que había estado en la casa de abajo, con la buena de Geertje, intuyó que era mejor callar y tener un lugar donde su madre no pudiera encontrarla.
¿Y por qué huele tan mal? ahora Annetje se rebeló, encontraba en su interior una fuerza desconocida al enfrentarse a esa mujer que un día la quiso tanto ¡Esconde tanta comida ahí arriba que se pudre antes de que se la pueda comer toda! ¡Y mientras, yo pasando hambre!
—¡No tienes ni idea de lo que dices! No entiendes nada, ¡métete en tus asuntos y no me molestes más! ¡Y ahora, vete! ¡Largo de mi vista, ya no eres mi hija!
¡Dígame por qué! ¿Qué pasa, madre? ¿Por qué está así?
Estúpida, tu padre ya no está y él era todo lo que me ataba a este mundo: sin tu padre, mi vida no tiene razón de ser, y sin él, tampoco tú significas nada para mí.


Esas palabras fueron demasiado para la niña, que se metió corriendo en el dormitorio cerrando la puerta tras de sí. Se metió en la cama sollozando. Mientras, en la cocina, su madre continuaba lanzando palabras de reproche contra ella. Al cabo de un rato, Annetje no sabría decir cuánto, los gritos cesaron y ella se quedó dormida. Tenía bien agarrado en su mano un manojo de menta que le había dado Geertje. Le había dicho que eso la ayudaría a dormirse cuando la pestilencia no la dejase conciliar el sueño. En efecto, ayudó y mucho. La niña consiguió evadir los problemas y soñó con un reino lejano, situado justo encima de la primera estrella de la noche, esa que tanto brilla, y donde ella reinaba. Soñó que la luna llena era su vecina, que cocinaba exquisitos platos para ella y que a su alrededor todo era fresco e intenso. No quería despertar, pero finalmente lo hizo. Fue un golpe seco lo que la devolvió de vuelta a la realidad. Venía de arriba, fue sólo un momento. Todo volvía a estar en calma.

Ya había anochecido y Anneje fue a la cocina. No tenía hambre, pero empezó a abrir cajones y puertas. No sabía bien lo que buscaba, pero seguro que lo encontraría, puesto que sería algo que marcaría la diferencia, ya se lo decía siempre padre. Encontró un carboncillo afilado que se guardó enseguida en el bolsillo de su delantal. Aunque no era lo que estaba buscando, era un hallazgo estupendo, con eso podría practicar su caligrafía. Al seguir registrando los muebles de la cocina, dio con algo que la dejó pensativa mucho rato. Eran cinco tinajas de cerámica anchas y alargadas que habían sido ocultadas con recelo en un doble fondo de uno de los muebles de la cocina, justo donde Madre guardaba las perolas. Se había dado cuenta del falso fondo al retirar uno de los utensilios. Una pesada tapadera metálica cayó al fondo con tal fortuna que entreabrió una grieta en las maderas del fondo, permitiéndole ver la cavidad de debajo. Allí estaban las cinco tinajas, con sus respectivas tapaderas completamente selladas. Estaban llenas, de eso estaba segura, pues pesaban mucho, y tenían una inscripción en su parte superior. Intentó leerla, «cedri succus», pero no supo, no reconocía las palabras. Decidió que tenía que investigar qué era aquello y por qué motivo había que esconderlo tan bien. Lo volvió a dejar todo donde estaba, no sin antes apuntar con su carboncillo aquellas dos extrañas palabras en un trozo de tela.

miércoles, 22 de marzo de 2017

De la melodía

Lleva meses nadando sin notar una gran evolución. Habitualmente, sesenta largos. Los días que está más cansada pueden ser cincuenta y los que tiene más energía, hasta setenta. En sus entrenamientos, cuenta los largos y mira el reloj. Piensa en la posición de los brazos, en mantener las piernas altas, apretando bien los abdominales. Hasta llegar a sesenta. Y luego, a estirar y a la ducha.

Un día se le ocurre comprar unos auriculares sumergibles con reproductor mp3 integrado, especiales para natación y practicar deporte, y empieza a nadar con ellos. Ha grabado de todo; en la música es tan ecléctica como en sus otros gustos y aficiones. Y, desde ese día, la experiencia cambia. La piscina se convierte en una sala de conciertos y las sesiones de nado, en un videoclip en el que ella se desliza sobre el agua, impulsada por la música. Ahora, sus brazos entran en el agua al compás de la canción que suena en sus oídos, avanzando más o menos rápido en función del ritmo, como si bailara. Disfruta mucho más de una actividad que antes ya le gustaba y su mente divaga con mayor libertad. Los pensamientos vienen y van, a su libre albedrío, como en una sesión de meditación.

Es en ese momento cuando cae en la cuenta de que ha dejado de contar. La meta ya no son los sesenta largos, sino esos cuarenta minutos de intimidad entre el agua y ella. Ella, el agua y la música. Y sus pensamientos. Y su baile acuático. Y su cuerpo avanzando, rápido, creando pequeñas olas a su paso que le hacen sonreír. Y la sensación de libertad. Ya no cuenta, ahora fluye. Todo, gracias a la música.

Y en su vida, como en el deporte, también está intentando dejar de contar. Solo es cuestión de encontrar la melodía que la impulse... y dejarse llevar.

martes, 14 de marzo de 2017

De las leyes de la física

Descubrí por casualidad que la velocidad del sonido es más lenta que la de la luz. Sucedió una tarde cualquiera, mientras observaba por la ventana al chico del que estaba enamorada en secreto (a voces). En esa época, la casualidad quiso que el chico en cuestión fuese mi vecino; la verdad es que siempre he sido muy enamoradiza, lo cual tiene sus ventajas. Antes de acordarme de llorar la pena del último desengaño, ya tenía la mente ocupada en un nuevo candidato. A rey muerto… que si me entiendes.

Desde mi juvenil dormitorio, mientras escuchaba grandes éxitos de los noventa y los grababa en un casete (REC+PLAY, STOP, REC+PLAY, STOP; había que intentar no grabar la voz del locutor), observaba a mi vecino jugar al fútbol. ¡Qué guapo era! Con sus rizos rubio oscuro y su piel morena. Esa camiseta amarillo mostaza le quedaba tan bien… Es cierto que no era el mejor jugador del grupo, pero a mí eso me daba igual. Sentada ante el libro de física mientras fingía estudiar, canturreaba distraída, contenta por las fabulosas vistas que ofrecía mi dormitorio al improvisado campo de fútbol.

En esas estaba, cuando me di cuenta de un detalle que llevaba un rato rondándome la cabeza: escuchaba el sonido de la patada al balón cuando este ya volaba por el aire, hacia la mitad de su trayectoria. ¡Qué curioso! «Debería sonar justo cuando el pie lo golpea», pensé. Lo comprobé varias veces más y, no cabía duda, así era. Puesto que uno de mis grandes defectos (o virtudes, según se mire) ha sido siempre la curiosidad, empecé a buscar el motivo de ese fenómeno en mi libro de física; estaba segura de que algo de eso me habían explicado en clase. Dicho y hecho: allá que me enfrasqué en la búsqueda de la respuesta, sumergiéndome en la lectura de la lección hasta que la encontré: el sonido viaja a unos 343 metros por segundo, mientras que la velocidad de la luz es de 299 792 458 metros por segundo. ¡Impresionante! Apenas era capaz de imaginar esa distancia, ¡con razón veía primero la pelota y luego escuchaba la patada!

Me sentía muy satisfecha, como una especie de Isa Newton o Galilea Galilei. Orgullosa del hallazgo, volví a mirar hacia el campo para comprobarlo una vez más. Sin embargo, para mi sorpresa, descubrí que ya había oscurecido, que la cancha estaba desierta y que el casete hacía rato que se había parado, grabando unos 45 minutos de radio, voz del locutor y anuncios incluidos.

Veintitantos años después, la lección no se me ha olvidado, mientras que apenas guardo un borroso recuerdo de la cara del chico. Afortunadamente, los hombres guapos nunca han conseguido distraerme demasiado de mis auténticas inquietudes.

viernes, 10 de marzo de 2017

De los silencios

¿Conocen esa sensación de querer gritarle al mundo: ¡estoy aquí!? ¿Y, en lugar de eso, echar a correr? Meter la cabeza en el agujero, desaparecer. Esa sensación de querer algo más, o, al menos, algo diferente. Pero no conseguir sino ocultarse tras espesos muros. El desasosiego como forma de vida. El descontrol del alma, injustificado, pero constante. El silencio como forma de comunicación.

El hombre que camina sin pisar las uniones entre las desgastadas baldosas conoce bien esa sensación. Tan bien, que no sabe vivir de otra manera. Al principio todo eso le causaba angustia; hasta que un día, la angustia dio paso a la indiferencia. La indiferencia, a la monotonía. La monotonía, a la falta de ilusión. La desilusión, a una sucesión de días grises, cada uno como un calco del anterior. Días controlados, en los que las posibles sorpresas estaban tan absolutamente limitadas que casi se diría que no podrían ocurrir.

Dentro de esa gris realidad de sensaciones dormidas y tareas automatizadas, un (pre)sentimiento había empezado a crecer dentro del hombre. Surgió un día como cualquier otro; al principio ni siquiera le hizo caso. Oyó a un compañero recomendar una película — había ganado varios Oscar y decidió verla esa noche. ¿Por qué no se fue a casa, como de costumbre, donde lo esperaban la cena y la programación deportiva? No sabría decirlo. Pero está seguro de que todo esto empezó al salir del cine. La película lo había conmovido. El protagonista había sufrido un terrible accidente en el que había perdido a su familia y ahora su vida era un mero trámite, sin poder salir de una profunda depresión. Se había sentido muy identificado con el personaje principal. Y, sin embargo, él no había vivido ninguna gran tragedia.

Con el paso de los días, esa comparación entre sí mismo y el personaje de la película le fue haciendo sentirse cada vez más culpable. Le hizo pensar en su familia. ¿Qué sería de ellos? Hacía varios meses que no hablaba con su madre. Su poder de control sobre los acontecimientos y, lo más importante, sobre sus sentimientos, empezó a tambalearse. Su zona de confort, que con tanto esfuerzo había construido, empezaba a resultarle de lo más incómoda. Tenía ideas raras, deseos, impulsos de hablar con alguien. Empezó a echar de menos el contacto de otra piel contra la suya. Ansiaba un abrazo. Desesperadamente, urgentemente. Intentó relacionarse con sus compañeros de trabajo, pero solo percibió miradas en su nuca y burlas detrás de las puertas. De nuevo quiso gritar. Otra vez sintió miedo y ganas de echar a correr.

La situación empeoraba; no era capaz de volver a tomar las riendas. Se sentía solo y fue la angustia la que regresó para hacerle compañía. El insomnio se apoderó de sus noches. Y conforme peor se sentía, más y más grande era la culpa. Tanto, que le impedía pensar. Entonces, en una de esas eternas noches que sucedía a otro día gris de temores y desasosiegos, como a quien se le aparece la virgen, le volvió la fortaleza. La recuperó de pronto, fue algo casi místico. Entonces pudo dormir plácidamente durante unas horas, antes de enfrentarse a su destino. Después de descansar, se puso en pie, seguro, tranquilo. No recordaba la última vez que se había sentido tan bien. Vestido con sus mejores galas se enfrentó al mundo, lo veía a sus pies. La ciudad despertaba y él había despertado con ella de un letargo que duraba ya demasiado tiempo. Satisfecho, rio. Rio con ganas y, por fin (ahora sí), gritó. Le gritó al mundo que ahí estaba él para hacerle frente, que ya no sentía miedo y que era grande. Que estaba dispuesto a hacer algo grande. Como respuesta: el silencio. Pero no se dejó amilanar y, sin más, dio el gran paso. Ese paso que requiere el mayor de los corajes: el coraje de terminar con esa existencia gris.

Mientras cae, consigue no pensar en nada. Sigue sereno, el viento en la cara le despeja la mente. Cierra los ojos; el viaje dura apenas unos instantes. El golpe ha retumbado en la calle, pero nadie lo ha oído. Tampoco lo ha visto nadie; es demasiado temprano. Sus problemas se alejan, calle abajo, diluidos en el hilillo de sangre que ensucia el asfalto. Por fin es libre.

martes, 21 de febrero de 2017

De la catarsis

El humo del cigarrillo formaba una delgada columna que ascendía, serpenteante, en el aire frío de finales de noviembre. Como cada tarde, la espera apoyado contra la pared de su portal, con la mirada perdida y la mente alerta.

La vida no la componen los hechos; la vida está hecha de recuerdos. Esta verdad tan sencilla, tan absoluta, tan universal, hace mucho tiempo que se ha convertido en su principio rector. Como si de un historiador se tratase, había consagrado su existencia a alterar recuerdos y, con ello, los propios hechos. Se sentía inmensamente poderoso; pocas personas tienen una capacidad de creación semejante. Personalmente, él no conoce a ninguna. Al principio, anotaba los hechos tergiversados en un cuaderno y los repasaba cada noche, memorizándolos, para no decir nada que pudiera delatarlo; pero de eso hacía mucho tiempo, era casi un niño. Ahora, lo que empezó como un juego se había transformado en su forma de vida y las mentiras salían de sus labios con tal naturalidad que nunca nadie había sospechado nada. El poder de cambiar los recuerdos le permitía, a su vez, alterar el presente. Y, con ello, su propia vida. Podía ser quien quisiera ser. Y eso era algo enorme.

Como cada tarde, vuelve del trabajo agotada. Como un autómata, sale del metro y enfila el camino a casa. Tiene la sensación de que su vida transcurre entre las cuatro paredes de la oficina, bañada por las luces de los tubos fluorescentes. Y, sin embargo, la angustia que esa tarde le oprime el pecho nada tiene que ver con el trabajo. A mediodía le ha pedido a su compañero que haga una llamada de teléfono por ella. Era una llamada sencilla, pero muy importante y no ha tenido el valor de hacerla sola. La llamada le ha confirmado aquello que venía sospechando desde hace algún tiempo: después de todo, no es arquitecto. O, al menos, en el despacho donde dice trabajar, nadie lo conoce. No es la primera mentira que ha descubierto y ahora necesita todo el valor que pueda reunir para hacerle frente a la situación. Todo el valor que no tiene. Con el pulso acelerado y paso inseguro, dobla la esquina. Allí está él, como cada tarde, apoyado junto al portal, fumando un pitillo. ¡Ah! ¡Cómo desprecia esos cigarrillos! La sacan de quicio. Siente auténtica aversión por su olor y no puede ocultar las muecas de asco cada vez que él, haciendo caso omiso de sus peticiones de que, por favor, no fume en su casa, de que no fume en su coche, sonríe sarcástico y enciende un nuevo piti. El simbolismo de la situación es tan fuerte que es la única parcela de su intimidad en la que ella se atreve a protestar, a quejarse, a exigir. En balde. Al final, él siempre acaba fumándose su cigarrillo.

La ha visto acercarse por el callejón, pero finge no haberse dado cuenta y sigue dando caladas de su cigarro. Detesta la forma en la que ella lo mira cuando fuma, censurándolo, como si fuera un delincuente, lanzándole invisibles cuchillos de hielo con los ojos. A veces tiene que hacer un verdadero esfuerzo por recordar por qué sigue con ella. Pero sí, así es más fácil; con ella todo es más fácil. Es una pieza clave del puzle de su realidad. Le ayuda a que todo encaje y nunca hace muchas preguntas. Confía en él y cree en él. A veces, incluso Dios necesita una secretaria.

Por fin, ella llega hasta él y entran juntos al apartamento. Ella se sienta lejos, todo lo lejos que le permiten los escasos veinte metros cuadrados, y la discusión empieza. Tiene miedo, mucho miedo. Nota el corazón latirle con fuerza en el pecho y la respiración agitada, no ve ni piensa con claridad e intenta seguir el hilo de la conversación. Pero él lo está haciendo otra vez: está cambiando sus palabras, alterando los hechos; la confunde, ya ni sabe lo que ha dicho. “Ten cuidado. Que no se entere de que lo sabes.” Después de todo, no sería la primera vez que se pone violento. “No lo digas.” Finalmente, él la ayuda: “Entonces, ¿quieres dejarlo?” Está fumando, ¿por qué está fumando en su casa? ¿Cómo es posible? ¿En qué momento se ha encendido el piti? “Sí, yo ya no puedo más.” Y él se marcha. Es increíble, ¿ya está? ¿Se ha marchado de verdad? No puede creerlo. Aún le tiemblan las manos. Por si acaso, decide apagar el móvil.


Ya en la calle, mientras apura su cigarrillo (le gusta fumarlo hasta el filtro), piensa en lo que ha pasado. ¿Acaso sospechará algo? Imposible. Piensa en cómo puede reescribir ese recuerdo; después de todo, tal y como ha ocurrido, no le conviene. ¿Qué se ha creído? No lo piensa permitir. Las cosas no van a quedarse así.

miércoles, 15 de febrero de 2017

De la resaca de San Valentín

A pesar de lo que muchos puedan pensar, lo que me molesta de San Valentín no es no tener pareja. No me frustra no estar enamorada y no recibir flores en mi oficina. No me incomoda no poder dedicar en las redes sociales un tierno mensaje a esa persona especial. No lo necesito. Soy afortunada, recibo muchísimo amor.

Lo que me molesta de San Valentín es, precisamente, la mercantilización de los sentimientos. Lo que me incomoda es el negocio del amor, son las decenas de mensajes publicitarios vendiéndote las mejores escapadas de ensueño, los planes más románticos y los regalos más originales para sorprender a tu media naranja. Todo al mejor precio. Porque ya se terminaron las Navidades y se agotaron las rebajas. Y en febrero hace frío y los bolsillos se quedan en cueros, y se nos habían acabado las excusas para consumir. Hasta que llegó San Valentín y el capitalismo se vistió de rojo-corazón, frotándose las manos. Y es que, ya se sabe que el amor todo lo puede.

Lo que me frustra de San Valentín es su contribución a mantener viva la llama del amor romántico. ¡Ay! ¡Cuánto daño hace este vil matrimonio entre el capitalismo y el patriarcado! Cuántas y cuántos de nosotros nos tragamos el cuento del amor eterno, el mito de la media naranja; cuántas nos creímos la mentira de que el amor nos haría plenas, felices, de que acabaría con nuestros problemas. A costa de imitar los roles impuestos, de ajustarnos a los patrones establecidos. Nosotras, dulces, débiles y comprensivas. Ellos, fríos, valientes y aventureros. Ellos, libres. Nosotras, sumisas. Lo hemos visto en los cuentos, en las novelas, en el cine, en la música, en la publicidad, en los vecinos, en la familia… Todo eso no puede estar equivocado… O quizá sí. Que el amor romántico no es bueno para nadie, es evidente, pero tampoco es cierto que sea malo para todos por igual. Puesto que, como buen hijo (bastardo) del capitalismo y el patriarcado, se ceba especialmente con nosotras. Como no podía ser de otra manera, a nosotras nos deja la peor parte. Después de todo, somos muchas, así que será mejor tenernos calladitas y preocupadas por cosas como enamorarnos y casarnos, no vaya a ser que nos dé por investigar e inventar, o por dirigir países y grandes compañías.

Yo, que me muevo en círculos que tampoco casan precisamente con las ideas del amor romántico, ayer tuve la suerte de poder leer no pocas publicaciones orientadas precisamente a la desmitificación de este tipo de amor. Campañas de concienciación. Mensajes de empoderamiento y de denuncia de la violencia de género, una de sus consecuencias naturales. Y ese San Valentín sí me ha gustado. Convirtamos este día en un día en el que todas reivindiquemos un cambio de esquemas, un amor libre, consciente y autónomo. Basado en el cariño y la confianza, no en los celos ni la posesión. Porque amarnos, por amarnos, ya lo hacemos todos los días del año.

martes, 7 de febrero de 2017

Del Capítulo 6 de la I Parte

Hendrick se encontraba en su estudio y paseaba nervioso de un extremo al otro de la habitación, aparentemente ajeno al desorden que reinaba en ella. Tenía los tres cuadros del encargo debidamente envueltos en lienzo y papel, atados con cuerdas alrededor de los mismos. Se trataba de falsificaciones casi perfectas de tres conocidas obras de Hugo van der Goes, artista que había hecho una carrera prodigiosa en la ciudad a finales del siglo pasado. Ahora había muerto y su obra se estaba revalorizando, ocasión que aprovechaba nuestro amigo para llenarse el bolsillo, ya que su propia pintura no quería o no podía darle de comer.

Se le daban bien las falsificaciones. Todo había empezado como una afición sin malicia en su juventud. Se podría decir que había aprendido a pintar copiando obras ajenas y, casi sin darse cuenta, se había especializado en eso. Sin embargo, cuando llegó el momento de crear sus propias composiciones, las cosas no marcharon tan bien. Se trasladó a Brujas con la esperanza de encontrar un buen maestro en la antigua ciudad de las artes, pero en lugar de eso encontró una provinciana villa en decadencia, en la que la mayor parte de los habitantes carecían de oficio y beneficio. Muchos otros habían emigrado a ciudades más prósperas y el antiguo puerto de la ciudad estaba abandonado. Por todas las esquinas encontrabas antiguos mercaderes o marinos hoy dados a la bebida y sumidos en el oscuro abismo del alcohol, el juego y las mujeres. Las tabernas se llenaban cada noche de esa escoria que se refugiaba en las pintas de cerveza para olvidar que pasaban hambre o que tenían una familia a la que alimentar. No era fácil sobrevivir allí. Los oficios estaban infravalorados y no había apenas comercio, por lo que los artesanos eran pocos y vivían humildemente, a veces rozando la pobreza. Tampoco era extraño ver a niños mendigando, enviados por sus madres para conseguir algo que comer gracias a la compasión que despierta un chiquillo hambriento. Y por si todo esto no fuera poco, estaba la guerra con los españoles, que habían tomado Flandes. Los flamencos eran un pueblo rebelde y no estaban dispuestos a subyugarse a unos extranjeros de tez morena, por muchas tierras que hubiesen conquistado o descubierto. Ellos no dependían más que de sí mismos. Muchos hombres jóvenes y no tan jóvenes que lo habían perdido todo iban al frente a luchar en la guerra sin fin contra los sureños. Y entre tanto, la ciudad se hundía cada vez más en el abismo de la mendicidad, la pobreza y el paro.

Fue precisamente a este marco donde vino a parar el joven aspirante a artista Hendrick de Hooch, con la cabeza llena de sueños de grandeza y los bolsillos, vacíos. Sus primeros meses los pasó malviviendo de la venta de tablillas de temas religiosos mientras encontraba algún maestro que lo mantuviera. Por supuesto, no encontró a nadie que estuviese dispuesto a aceptarlo como aprendiz; no corrían buenos tiempos para nadie. Así fue transcurriendo el tiempo, hasta que un buen día que se encontraba en el mercado regateando con un ama de casa que quería comprarle un cuadro del patrón de la ciudad, un hombre de aspecto sospechoso se acercó a hablar con él. La mujer se largó de allí en cuanto lo vio aparecer y el joven Hendrick maldijo a aquel hombre que acababa de espantar su comida para los próximos cuatro días. «Si me permite robarle un poco de su tiempo, estaría encantado de compensar su pérdida invitándole a un delicioso almuerzo en la posada del Asno Ciego, ¿qué me dice, joven?». Por supuesto, Hendrick aceptó el ofrecimiento y se alejó del mercado en compañía de aquel hombre de cabello y abrigo grises, del que nunca supo su nombre. Pero lo que aún hoy podía recordar fue el exquisito plato de costillas de cerdo con chucrut que comió aquel mediodía. Su mejor comida en muchos meses. Mientras masticaba y bebía de su pinta de cerveza, aquel hombre que lo miraba fumando y sin probar bocado de su plato le habló de negocios. «He observado -comenzó-, que es usted un magnífico artista. Y he observado también que no recibe el reconocimiento que merece. Sin embargo, trabajando para mí, eso podría cambiar». El joven escuchó con atención lo que el hombre cano le estaba proponiendo: trabajar para él «reproduciendo» cuadros de conocidos artistas por los que le pagaría y que, posteriormente, él se encargaría de vender. Era un negocio redondo, él haría lo que mejor sabía hacer y cobraría por ello sin importarle nada lo que ocurriría con el producto final. Recibiría, además, un estudio en el centro de Brujas y dinero con el que pagar los materiales que necesitara para empezar. A partir del primer encargo quedaba adherido a su «empresa», de la que no podría desvincularse salvo que tuviera que hacerlo por los motivos que ella considerase oportunos. También tendría que adaptarse al modo de operar de la empresa. Tenían unas reglas, unas reglas que no podían ser cambiadas, ni mucho menos ignoradas, o los negocios entre ellos se habrían terminado. Ellos le proporcionarían los cuadros que tendría que copiar y le pagarían en el momento de la entrega. El precio dependería de la obra en cuestión y tendría que buscar un intermediario, ya que no querían tratar con él directamente; había que tomar precauciones. La semana siguiente tendría que presentarle a su socio y, a partir de ese momento, no volverían a verse más.

Cuando Hendrick terminó de comer, el hombre le entregó una hoja de papel con la fecha y el lugar de la próxima y última cita. «Si no apareces con tu socio daremos por supuesto que no quieres formar parte de la empresa y no volverás a vernos por aquí. Si piensas venir solo, será mejor que te ahorres el viaje». Ese día, el joven se fue bastante confuso a la cama. Por aquel entonces vivía en una habitación que una anciana avara y desagradable le alquilaba por semanas en su casa y que estaba pensando en dejar, pues le debía ya un par de ellas a la malhumorada señora. Esa noche estuvo largo rato pensando, a la luz de la vela. Pensando en los pros, que le parecían muchos, pero también en los contras. Evidentemente, lo que ese hombre de pelo gris le estaba pidiendo era que falsificara obras para él. Era joven, pero no tonto, y sabía lo que quería decir con «reproducciones» y «empresa». El problema era encontrar un socio; no era una persona sociable y solía pasar mucho tiempo solo. Tampoco acudía a ninguna taberna, puesto que no podía permitirse la cerveza. Estaba hecho un lío. La cuestión moral de todo el asunto no le preocupaba, en principio; después de todo, se encontraba en la miseria y no conocía otro modo de ganarse la vida. Estaba harto de los cuadrillos religiosos y, aunque sabía que muchos de los encargos tendrían esa temática, por lo menos ésos le permitirían vivir bien. ¡Hasta tendría su propio estudio! No tendría que estar todo el día esquivando a la vieja usurera, que pegaba la oreja a la puerta para controlar cuándo entraba y salía, para así poder pedirle el alquiler, abusivo para el cuchitril en el que estaba viviendo. Cuando sopló la vela para conciliar el sueño, ya tenía decidido que en los días siguientes y previos a la cita con el contrabandista invertiría su pequeño capital en buscar un socio. Dicho y hecho. Comenzó a frecuentar la posada del Asno Ciego, que conocía de su comida con el «empresario». Las primeras noches apenas pudo entablar conversación con nadie, pero, poco a poco, se fue integrando en el mundillo de los bebedores a medida que iba tomándole el gusto a la cerveza. Se fijó en un chico menudo y tímido que bebía en el extremo de la mesa, una presa fácil. El chico era aprendiz, trabajaba para un artesano que abusaba de él y le pagaba poco. Supo en seguida que quería casarse, pero que, tal y como estaban las cosas, le resultaba impensable pedir la mano de su novia, pues no tenía prácticamente nada que ofrecerle. No le costó mucho tiempo convencerlo de que se asociara con él. Nadie sabría una palabra sobre el asunto, era fundamental, y él podría formar felizmente la familia que tanto deseaba con su preciosa y joven novia.

El día de la cita, los dos chicos se encontraban esperando en uno de los más de cincuenta puentes de la ciudad. Era el punto de encuentro acordado. Hendrick llevaba un par de tablillas como muestra del acuerdo que iban a firmar. Estaban muy nerviosos, aunque realmente no tenían ni idea de con quién se las verían. En cualquier caso, hombres peligrosos, se tomaban muchas molestias con todo aquel protocolo del intermediario y los encuentros pactados. Finalmente, apareció un hombre joven, no sería mucho mayor que ellos. Era rubio y llevaba una gorra de cuadros con chaleco a juego. Parecía de clase alta. Se acercó a los chicos y entabló rápidamente conversación con ellos. Pertenecía a la empresa y acudía para cerrar el trato e informarles en mayor detalle, ahora que iban a trabajar juntos, de las reglas que el hombre del pelo gris le había adelantado ya el día en el que se conocieron. Pues bien, a partir de aquel momento, el chico menudo que acompañaba a Hendrick sería el contacto con la empresa. Sería con él y exclusivamente con él, con quien él o sus otros socios hablarían. A él le entregarían los cuadros que posteriormente Hendrick tendría que falsificar, así como las fechas y lugares de encuentro para los futuros trabajos. Él sería también el encargado de realizar las entregas, en las que se comprobaría la calidad de las obras y se realizaría el pago. Ese día, sin embargo, era una excepción. Estaban allí los dos con el fin de conocer al contacto, pero sería la última vez que Hendrick viera o hablara con algún miembro de la empresa. En cada cita, el contacto cambiaría, a el fin de evitar un posible delato. Los chicos asentían a cada regla. «De acuerdo, perfectamente de acuerdo en todo». El chico de clase alta entregó un juego de llaves a cada uno de ellos, que lo miraron interrogantes. «Son las llaves de vuestras nuevas casas, el alquiler de los seis primeros meses está pagado, pero cuando pase ese tiempo tendréis que ser vosotros los que corráis con los gastos. Si hacéis las cosas como os acabo de explicar, os aseguro que para entonces no tendréis problemas económicos». Eso había sido todo. Sin más, el chaval le entregó unos grabados a Hendrick con las obras que tendría que falsificar y una cuartilla a su socio con los datos de la próxima cita. Esa fue la última vez que lo vieron.

¡Había pasado tanto tiempo desde aquel día! Hendrick lo pensaba ahora, mientras continuaba paseando de extremo a extremo de la habitación. Efectivamente, el piso estuvo pagado durante los seis primeros meses de trabajo, pero él recibió en ese tiempo muchos más encargos que en los siguientes años. Cada vez tenía menos trabajo, motivo por el cual había tenido que empezar a pintar obras propias que poder vender en el mercado si no quería pasar hambre, ya que el negocio con la empresa apenas le daba para pagar el alquiler. Lo habían engañado. Y no había sido difícil, era joven y, después de todo, fácilmente manipulable. Pero ahora estaba atado, no tenía otra cosa; vivía de eso. Su socio, por su parte, fue más listo. Supo invertir y las cosas le fueron bien; ahora tenía incluso su propio taller. La empresa no le suponía sino un sueldo extra, le permitía vivir bien e incluso darse algún capricho de vez en cuando, mientras él, el artista, el que permitía que todo eso fuera posible, el que le había proporcionado el empleo, pasaba hambre y los veía a él y su asquerosa familia comiendo carne una o dos veces por semana.

Sin embargo, ahora las cosas iban incluso peor. Después de todo, hasta este momento nunca había tenido problemas con la empresa. Hasta que el malnacido de su socio se marchó, dejándolo en calzones frente a los contrabandistas. ¿De dónde iba a sacar él un socio nuevo en tan poco tiempo? Y, además, debía ser un socio en el que sus superiores confiasen, ya que corría el riesgo de que no le pagasen su último encargo, el mejor desde hacía muchos meses. Esperaba sacar una buena tajada de las tres tablas del pobre desgraciado de Hugo van der Goes, algo que le permitiera pagar la deuda del alquiler y salir de aquella ciudad maldita en busca de un futuro mejor. Viajaría a España y, desde allí, quizá al Nuevo Mundo, no lo tenía muy claro aún. Continuaba paseando nervioso de esquina a esquina de la habitación mientras una idea un tanto descabellada empezaba a tomar peso en su cabeza. Una idea que había intentado desechar, pero que volvía insistente, atrayéndolo desde algún rincón de su cerebro e instándolo a escucharla. Esa idea era, por supuesto, Marten. ¿Quién, si no? Era la única persona con la que mantenía algún tipo de relación. La única persona con la que se sentaba cuando acudía por las noches al Asno Ciego a beber, la única persona viva que había estado en su casa. Pero no se fiaba de él. Era un hombre de natural chismoso, todo lo oía, todo lo sabía. Si corría en la ciudad algún rumor, él era el primero en enterarse, si había alguna noticia importante, él se la contaría antes que nadie. Por eso no estaba seguro de querer contarle lo del negocio de los cuadros, no estaba seguro de que lo fuera a entender y, además, estaba seguro de que no le gustaría trabajar con el gordo. Sería insoportable. Por otra parte, tampoco era seguro que Marten fuese a aceptar colaborar con él, lo cual sería aún peor, ya que, en cuestión de horas, el asunto podría llegar a oídos del mismísimo gobernador y él acabaría en el calabozo. Estaba muy confuso, las tripas le decían que confiase en él; la parte razonable de su cabeza le decía que buscase a cualquier muerto de hambre que hiciera lo que él le pidiera sin hacer preguntas y por menos dinero de lo que lo haría el gordo de Marten.

Finalmente, ganaron las tripas. Si ése era su último trabajo, y efectivamente esperaba que así fuese, poco importaba a quién le contase Marten a lo que se dedicaba. Para entonces, él estaría muy lejos de Brujas. Viajaría a Amberes la mañana siguiente de la entrega, después de haber pagado sus deudas. De esa manera no habría cargos contra él, nadie lo buscaría. Dejaría el piso bien limpio, y ya podría contar y contar la sonrosada boca del gordo lo que le viniera en gana. Sin pruebas, su historia pasaría a formar parte de la leyenda local, un cuento ameno e intrigante que escuchar mientras bebes con los amigos unas cervezas en la taberna. Nada más. Ahora que su plan estaba definido se sentía mejor, más confiado e incluso contento. Se miró en un pequeño espejo que colgaba torcido de una de las cuatro destartaladas paredes del cuartucho. Sonrió a su imagen, transportándose mentalmente a un país mejor, más cálido y con mujeres más hermosas. Peinó su pelo ralo y naranja en una coleta y se dispuso a salir a la calle; esa noche tenía cosas importantes que contarle al grasiento zapatero. Tendría que ser astuto. Marten sería un chismoso, pero no tenía un pelo de tonto, así que no podría engañarle con respecto a la naturaleza de la operación. Se daría cuenta enseguida de que estaba metido en algo ilegal, y más valía que lo supiera de antemano. No le convenía crear hostilidades contra él en el pueblo, a pesar de que fuera a desaparecer de allí. No, mejor ir directos al grano. Contarle una verdad a medias. Tendría que hacer acopio de todo su poder persuasivo y ayudarse —como no podía ser de otra manera— de cerveza en abundancia. Llevaba en el bolsillo una parte importante de sus modestos ahorros. Esa noche sería él el inversor; invertiría por un futuro alejado de esa ciudad de peste, enfermedad y paro. Y Marten sería una figura fundamental en esa inversión.

Había anochecido, las murallas de la ciudad habían cerrado sus puertas y la tenue luz de las farolas apenas iluminaba el paso de Hendrick; aunque poco importaba, había recorrido el camino a la posada del Asno Ciego miles de veces y era perfectamente capaz de recorrerlo a ciegas. Se había aseado un poco y vestía su mejor camisa; ante todo quería evitar que el gordo viera su desesperación, y un hombre elegante casi nunca aparenta estar deseperado. Miró hacia lo alto. La silueta de la luna en cuarto creciente se recortaba en el cielo como una sonrisa inquietante, que, sabedora de su destino, se riese de él con malicia. No quedaba mucho para la luna llena, pero esa noche, el pintor no se amedrentaría ante nada ni ante nadie. Sabía muy bien lo que se estaba jugando, ya que la traición a la empresa no sólo suponía la falta total del pago. Llegado el momento, ese sería el menor de sus problemas.

Una vez en la puerta de la taberna respiró hondo y entró con aire decidido, buscando a su nuevo socio con la vista. Y allí lo encontró, en su mesa preferida, rodeado de jarras de cerveza que ya había tenido tiempo de despachar. El bueno de Marten le estaba ahorrando trabajo. Sonrió para sí y se acercó a él.

¿Qué hay, Marten? ¿Cómo te trata la vida? — El gordo interrumpió su conversación y levantó la vista hacia el pelirrojo, que lo miraba sonriente.
No me apetece aguantar tu malhumor, Hendrick. Por favor, permíteme terminar mi agradable charla con este amigo —y, acto seguido, volvió la vista a su interlocutor, que continuaba allí sentado.
¡No me malinterpretes, hombre! El otro día estaba nervioso, quería terminar cuanto antes nuestra charla porque tenía una cita y quizá no fui muy amable contigo, pero hoy tengo algo importante que decirte que no te dejará indiferente, te lo prometo. Si me permites que me siente, claro está.

Marten lo miró con desconfianza, pero la curiosidad por saber lo que tenía que contarle era mayor que cualquier posible rencor, de modo que le hizo un gesto al otro para que los dejara solos, y Hendrick tomó asiento.

¡Una cerveza negra! Y otra jarra de cerveza blanca para el amigo, corre de mi cuenta. Gracias, señorita.
¡Vaya, Hendrick! Marten enarcó las cejas, sorprendido Creo que es la primera vez desde que te conozco que te permites semejante derroche de simpatía. ¿Quieres contarme qué es lo que te pasa? Algo no me huele bien en todo esto, te lo advierto.
No seas malpensado, amigo. Todos tenemos nuestros días y hoy, yo tengo el mío. Mi vida va a cambiar. Sí, estoy seguro de que hay algo mejor para mí y estoy a esto de conseguirlo dijo, y subrayó su entusiasmo golpeando la mesa con la palma de la mano.
¡Ja ja ja! el gordo reía con ganas ¿Es que se te ha aparecido un genio de la lámpara? ¿Cómo es que estás tan seguro de eso? ¡Si no tienes ni un céntimo ahorrado para pagarte una cerveza!
¿Lo ves? En eso te equivocas. Sí que tengo algo, aunque no lo suficiente, pero si me escuchas y si todo va bien, no seré yo el único que disponga de una pequeña fortuna para soñar con una vida un poco mejor. No te hablo de cuentos de hadas, te lo aseguro, gordo. Esto es real, muy real, y te lo estoy ofreciendo porque confío en ti. No seas necio y no desperdicies esta oportunidad que te estoy brindando en bandeja.
Se te ve muy convencido Marten parecía empezar a dar crédito al pintor. Continúa, a ver si es verdad que esto que me ofreces es tan maravilloso.
Eres un hombre razonable, se nota a leguas, por eso acudo a ti, amigo mío.
Sí, sí. Ahórrate por favor la monserga y ve al grano, no tengo toda la noche.
Muy bien, escucha con atención, porque sólo te lo diré una vez. Este sitio está plagado de oídos fisgones. De antemano quisiera pedirte discreción, ya que es fundamental para la operación, ¿serás capaz de mantener la boca cerrada?
¿Por quién me has tomado? Sé diferenciar bien lo que se puede de lo que no se puede contar; y ahora dime de una vez, me tienes en ascuas.

Entonces Hendrick le relató su plan a Marten. Le habló de un contrabandista que había contactado con él hacía un par de días en el mercado. «Era un hombre alto de mirada sombría que se interesó sobremanera por mi pintura. Me pidió que le mostrara algunas de mis obras y me invitó a comer». Por supuesto, la versión era verdad sólo en parte, Hendrick sabía que el zapatero no colaboraría con él si se enteraba de que se había dedicado a la falsificación durante más de veinte años. Así que le contó que había llevado al hombre a su estudio y allí se entretuvo largo rato en inspeccionar su obra. Le gustaron especialmente tres de sus tablas, de temática y estilo similares, y le dijo que quería comprarlas.

¿Y por qué no te las compró en ese mismo momento, Hendrick? Algo no encaja en todo esto…
Es más complicado de lo que piensas, gordo. Ese tío es contrabandista, ¿entiendes? Su intención es vender las pinturas fuera de Flandes, haciéndolas pasar por obras auténticas de Hugo van der Goes. No puede salir tranquilamente de mi estudio con las pinturas bajo el brazo, sería peligroso. Es un alto cargo, ¡estamos hablando de una mafia, por el amor de Dios! ¡No me mires con esa cara de incredulidad! Me da la impresión de que quizá no esté hablando con la persona adecuada…
No digas eso, amigo, no se apresuró a rectificar Marten. Ya sabes que yo de arte entiendo más bien poco… Además, no sé, me parece extraño, ¿cuál sería mi papel en todo esto?
Muy fácil. Esta clase de personas trabajan siempre con intermediarios. Lo hacen así, por seguridad. Y necesitan uno que actúe entre ellos y yo o, lo que es lo mismo, entre ellos y las pinturas. Algo que los distancie de la operación, de esa manera evitan relaciones directas. Ellos, a su vez, mandarán un intermediario. Sólo tendrás que entregar los cuadros en el momento y lugar pactados y recoger tu dinero. Y luego lo repartiremos. Punto y final. Y empezar a vivir bien, que lo merecemos, Marten, lo merecemos después de estar aguantando tantos años la miseria de esta ciudad.

Marten no parecía muy convencido. Se rascaba la barbilla, manchada por la sombra de una barba incipiente. Se pasó la mano por su pelo grasiento y pidió otra cerveza. Hendrick no decía nada, dejaba pensar a su «socio». Finalmente, el gordo se inclinó trabajosamente sobre la mesa y le susurró:

Hendrick hizo una pausa, no me fío de ti.
Y volvió a su cerveza. Se rio guasón y le dio un palmetazo en el culo a la posadera. Hendrick, por su parte, no le veía la gracia al asunto por ningún lado, pero no se dejó amedrentar. Ya había contado con esa reacción por parte de Marten, así que, tranquilamente se levantó y arrojó sobre la mesa un pequeño fajo de billetes. Era más de lo que un zapatero podía ganar en dos meses.
Y esto es tan sólo un pequeño anticipo de lo que te ofrezco.
Y, sin más, salió de la posada dignamente, con el paso firme y saludando con la cabeza a los conocidos bebedores habituales. El gordo lo alcanzó en la calle, cuando doblaba la esquina camino de su casa.
¡Espera! ¡Espérame, Hendrick! Quizá me haya precipitado, pero es que no me gusta nada andar metido en historias con contrabandistas. Ya sabes que tengo mis trapicheos, pero lo mío es otra cosa, nada serio, lo entiendes, ¿no? Un poco de opio por aquí, alguna partida de carne de buey por allá, cosas que uno escucha y que sabe a quién vender… Me ayuda a sobrevivir y lo llevo bien, discretamente. Tengo mi mercado y no sé si esto será demasiado arriesgado. Son palabras mayores. Quisiera invitarte a un trago y hablarlo con más detenimiento.
Estaba seguro de que sabrías lo que te conviene. Vayamos a mi estudio, deja que sea yo el que te invite, ya me procuré una botella para celebrar nuestra asociación.

Una vez en el apartamento, los dos hombres, sentados sobre cajas de madera cuyo contenido sólo Dios conocía, discutieron la operación hasta bien entrada la noche. Ante todo, Marten tenía que parecerle una persona de plena confianza a los contrabandistas, cosa que no presentaba problemas, en vista de la conocida labia que poseía el zapatero. Mientras se realizaba la entrega, que sería la próxima noche de luna llena, a la media noche exacta, en el puente de Ezel, junto a la plaza de Saint Jakob, Hendrick esperaría en una habitación alquilada en la Grauwwerkerstraat, desde la cual se divisaba el puente. Así estaría seguro de que Marten no intentaba nada raro. Una vez en posesión del dinero, éste se dirigiría a la habitación donde esperaba Hendrick. Allí dividirían la ganancia en partes proporcionales: un 30 % le correspondería a Marten, mientras que el restante 70 % sería para Hendrick, ya que él era el que había realizado las pinturas y el que lo había puesto al corriente de la operación. El zapatero no puso ninguna pega; si cobraban lo que Hendrick le había dicho, no tendría que preocuparse de trabajar en una temporada. Sin embargo, lo que el pintor no le había contado, era que, en realidad, él no tenía pensado dividir ganancia alguna con el grasiento bebedor de cerveza. Los cuadros eran suyos, el contacto, suyo también, y no estaba dispuesto a sacrificar ni un céntimo después de haber estado malviviendo toda su vida ahora que tenía la oportunidad de cambiar su situación para siempre. Pretendía quedarse la suma completa, pero para conseguirlo tendría que drogar a Marten, cosa que, por otra parte, no parecía muy difícil, teniendo en cuenta su afición a la cerveza. Bastante le había dado ya con el anticipo salido de su propio bolsillo. Tan pronto como se hubiera deshecho de Marten, montaría un caballo alquilado que lo estaría esperando atado a las puertas de la ciudad, desde donde partiría rumbo Amberes sin perder tiempo en cuanto abrieran las murallas con el primer atisbo del alba. Para cuando el gordo despertara y diera la alarma, él ya se encontraría muy lejos, en un galeón de camino a España. Ése era su plan, arriesgado y peligroso, pero la ambición lo había cegado y ahora estaba dispuesto a todo. Acabada la noche, la charla y la botella, Marten dormía, completamente ebrio, con la cabeza apoyada contra la pared. Hendrick miraba por la ventana la silueta solitaria de la luna y, sin poder reprimir una sonrisa de triunfo, se dijo en silencio, «ya veremos quién ríe el último».