Hendrick se encontraba en su estudio y paseaba
nervioso de un extremo al otro de la habitación, aparentemente ajeno al
desorden que reinaba en ella. Tenía los tres cuadros del encargo debidamente
envueltos en lienzo y papel, atados con cuerdas alrededor de los mismos. Se
trataba de falsificaciones casi perfectas de tres conocidas obras de Hugo van
der Goes, artista que había hecho una carrera prodigiosa en la ciudad a finales
del siglo pasado. Ahora había muerto y su obra se estaba revalorizando, ocasión
que aprovechaba nuestro amigo para llenarse el bolsillo, ya que su propia
pintura no quería o no podía darle de comer.
Se le daban bien las falsificaciones. Todo había empezado
como una afición sin malicia en su juventud. Se podría decir que había
aprendido a pintar copiando obras ajenas y, casi sin darse cuenta, se había
especializado en eso. Sin embargo, cuando llegó el momento de crear sus propias
composiciones, las cosas no marcharon tan bien. Se trasladó a Brujas con la
esperanza de encontrar un buen maestro en la antigua ciudad de las artes, pero
en lugar de eso encontró una provinciana villa en decadencia, en la que la
mayor parte de los habitantes carecían de oficio y beneficio. Muchos otros
habían emigrado a ciudades más prósperas y el antiguo puerto de la ciudad
estaba abandonado. Por todas las esquinas encontrabas antiguos mercaderes o
marinos hoy dados a la bebida y sumidos en el oscuro abismo del alcohol, el
juego y las mujeres. Las tabernas se llenaban cada noche de esa escoria que se
refugiaba en las pintas de cerveza para olvidar que pasaban hambre o que tenían
una familia a la que alimentar. No era fácil sobrevivir allí. Los oficios estaban
infravalorados y no había apenas comercio, por lo que los artesanos eran pocos
y vivían humildemente, a veces rozando la pobreza. Tampoco era extraño ver a
niños mendigando, enviados por sus madres para conseguir algo que comer gracias
a la compasión que despierta un chiquillo hambriento. Y por si todo esto no
fuera poco, estaba la guerra con los españoles, que habían tomado Flandes. Los
flamencos eran un pueblo rebelde y no estaban dispuestos a subyugarse a unos
extranjeros de tez morena, por muchas tierras que hubiesen conquistado o
descubierto. Ellos no dependían más que de sí mismos. Muchos hombres jóvenes y
no tan jóvenes que lo habían perdido todo iban al frente a luchar en la guerra
sin fin contra los sureños. Y entre tanto, la ciudad se hundía cada vez más en
el abismo de la mendicidad, la pobreza y el paro.
Fue precisamente a este marco donde vino a parar
el joven aspirante a artista Hendrick de Hooch, con la cabeza llena de sueños
de grandeza y los bolsillos, vacíos. Sus primeros meses los pasó malviviendo de
la venta de tablillas de temas religiosos mientras encontraba algún maestro que
lo mantuviera. Por supuesto, no encontró a nadie que estuviese dispuesto a
aceptarlo como aprendiz; no corrían buenos tiempos para nadie. Así fue
transcurriendo el tiempo, hasta que un buen día que se encontraba en el mercado
regateando con un ama de casa que quería comprarle un cuadro del patrón de la
ciudad, un hombre de aspecto sospechoso se acercó a hablar con él. La mujer se
largó de allí en cuanto lo vio aparecer y el joven Hendrick maldijo a aquel
hombre que acababa de espantar su comida para los próximos cuatro días. «Si me
permite robarle un poco de su tiempo, estaría encantado de compensar su pérdida
invitándole a un delicioso almuerzo en la posada del Asno Ciego, ¿qué me dice, joven?».
Por supuesto, Hendrick aceptó el ofrecimiento y se alejó del mercado en
compañía de aquel hombre de cabello y abrigo grises, del que nunca supo su
nombre. Pero lo que aún hoy podía recordar fue el exquisito plato de costillas
de cerdo con chucrut que comió aquel mediodía. Su mejor comida en muchos meses.
Mientras masticaba y bebía de su pinta de cerveza, aquel hombre que lo miraba
fumando y sin probar bocado de su plato le habló de negocios. «He observado
-comenzó-, que es usted un magnífico artista. Y he observado también que no
recibe el reconocimiento que merece. Sin embargo, trabajando para mí, eso
podría cambiar». El joven escuchó con atención lo que el hombre cano le estaba proponiendo:
trabajar para él «reproduciendo» cuadros de conocidos artistas por los que le
pagaría y que, posteriormente, él se encargaría de vender. Era un negocio redondo,
él haría lo que mejor sabía hacer y cobraría por ello sin importarle nada lo
que ocurriría con el producto final. Recibiría, además, un estudio en el centro
de Brujas y dinero con el que pagar los materiales que necesitara para empezar.
A partir del primer encargo quedaba adherido a su «empresa», de la que no
podría desvincularse salvo que tuviera que hacerlo por los motivos que ella
considerase oportunos. También tendría que adaptarse al modo de operar de la empresa.
Tenían unas reglas, unas reglas que no podían ser cambiadas, ni mucho menos
ignoradas, o los negocios entre ellos se habrían terminado. Ellos le proporcionarían
los cuadros que tendría que copiar y le pagarían en el momento de la entrega.
El precio dependería de la obra en cuestión y tendría que buscar un
intermediario, ya que no querían tratar con él directamente; había que tomar
precauciones. La semana siguiente tendría que presentarle a su socio y, a partir
de ese momento, no volverían a verse más.
Cuando Hendrick terminó de comer, el hombre le entregó
una hoja de papel con la fecha y el lugar de la próxima y última cita. «Si no
apareces con tu socio daremos por supuesto que no quieres formar parte de la
empresa y no volverás a vernos por aquí. Si piensas venir solo, será mejor que te
ahorres el viaje». Ese día, el joven se fue bastante confuso a la cama. Por aquel
entonces vivía en una habitación que una anciana avara y desagradable le
alquilaba por semanas en su casa y que estaba pensando en dejar, pues le debía
ya un par de ellas a la malhumorada señora. Esa noche estuvo largo rato
pensando, a la luz de la vela. Pensando en los pros, que le parecían muchos, pero
también en los contras. Evidentemente, lo que ese hombre de pelo gris le estaba
pidiendo era que falsificara obras para él. Era joven, pero no tonto, y sabía lo
que quería decir con «reproducciones» y «empresa». El problema era encontrar un
socio; no era una persona sociable y solía pasar mucho tiempo solo. Tampoco acudía
a ninguna taberna, puesto que no podía permitirse la cerveza. Estaba hecho un
lío. La cuestión moral de todo el asunto no le preocupaba, en principio; después
de todo, se encontraba en la miseria y no conocía otro modo de ganarse la vida.
Estaba harto de los cuadrillos religiosos y, aunque sabía que muchos de los
encargos tendrían esa temática, por lo menos ésos le permitirían vivir bien. ¡Hasta
tendría su propio estudio! No tendría que estar todo el día esquivando a la
vieja usurera, que pegaba la oreja a la puerta para controlar cuándo entraba y
salía, para así poder pedirle el alquiler, abusivo para el cuchitril en el que
estaba viviendo. Cuando sopló la vela para conciliar el sueño, ya tenía
decidido que en los días siguientes y previos a la cita con el contrabandista
invertiría su pequeño capital en buscar un socio. Dicho y hecho. Comenzó a
frecuentar la posada del Asno Ciego, que conocía de su comida con el
«empresario». Las primeras noches apenas pudo entablar conversación con nadie,
pero, poco a poco, se fue integrando en el mundillo de los bebedores a medida
que iba tomándole el gusto a la cerveza. Se fijó en un chico menudo y tímido
que bebía en el extremo de la mesa, una presa fácil. El chico era aprendiz,
trabajaba para un artesano que abusaba de él y le pagaba poco. Supo en seguida
que quería casarse, pero que, tal y como estaban las cosas, le resultaba impensable
pedir la mano de su novia, pues no tenía prácticamente nada que ofrecerle. No
le costó mucho tiempo convencerlo de que se asociara con él. Nadie sabría una
palabra sobre el asunto, era fundamental, y él podría formar felizmente la
familia que tanto deseaba con su preciosa y joven novia.
El día de la cita, los dos chicos se encontraban
esperando en uno de los más de cincuenta puentes de la ciudad. Era el punto de
encuentro acordado. Hendrick llevaba un par de tablillas como muestra del acuerdo
que iban a firmar. Estaban muy nerviosos, aunque realmente no tenían ni idea de
con quién se las verían. En cualquier caso, hombres peligrosos, se tomaban
muchas molestias con todo aquel protocolo del intermediario y los encuentros
pactados. Finalmente, apareció un hombre joven, no sería mucho mayor que ellos.
Era rubio y llevaba una gorra de cuadros con chaleco a juego. Parecía de clase alta.
Se acercó a los chicos y entabló rápidamente conversación con ellos. Pertenecía
a la empresa y acudía para cerrar el trato e informarles en mayor detalle,
ahora que iban a trabajar juntos, de las reglas que el hombre del pelo gris le había
adelantado ya el día en el que se conocieron. Pues bien, a partir de aquel
momento, el chico menudo que acompañaba a Hendrick sería el contacto con la
empresa. Sería con él y exclusivamente con él, con quien él o sus otros socios hablarían.
A él le entregarían los cuadros que posteriormente Hendrick tendría que
falsificar, así como las fechas y lugares de encuentro para los futuros
trabajos. Él sería también el encargado de realizar las entregas, en las que se
comprobaría la calidad de las obras y se realizaría el pago. Ese día, sin
embargo, era una excepción. Estaban allí los dos con el fin de conocer al
contacto, pero sería la última vez que Hendrick viera o hablara con algún
miembro de la empresa. En cada cita, el contacto cambiaría, a el fin de evitar
un posible delato. Los chicos asentían a cada regla. «De acuerdo, perfectamente
de acuerdo en todo». El chico de clase alta entregó un juego de llaves a cada
uno de ellos, que lo miraron interrogantes. «Son las llaves de vuestras nuevas
casas, el alquiler de los seis primeros meses está pagado, pero cuando pase ese
tiempo tendréis que ser vosotros los que corráis con los gastos. Si hacéis las
cosas como os acabo de explicar, os aseguro que para entonces no tendréis
problemas económicos». Eso había sido todo. Sin más, el chaval le entregó unos
grabados a Hendrick con las obras que tendría que falsificar y una cuartilla a
su socio con los datos de la próxima cita. Esa fue la última vez que lo vieron.
¡Había pasado tanto tiempo desde aquel día!
Hendrick lo pensaba ahora, mientras continuaba paseando de extremo a extremo de
la habitación. Efectivamente, el piso estuvo pagado durante los seis primeros
meses de trabajo, pero él recibió en ese tiempo muchos más encargos que en los
siguientes años. Cada vez tenía menos trabajo, motivo por el cual había tenido que
empezar a pintar obras propias que poder vender en el mercado si no quería
pasar hambre, ya que el negocio con la empresa apenas le daba para pagar el
alquiler. Lo habían engañado. Y no había sido difícil, era joven y, después de
todo, fácilmente manipulable. Pero ahora estaba atado, no tenía otra cosa; vivía
de eso. Su socio, por su parte, fue más listo. Supo invertir y las cosas le
fueron bien; ahora tenía incluso su propio taller. La empresa no le suponía
sino un sueldo extra, le permitía vivir bien e incluso darse algún capricho de
vez en cuando, mientras él, el artista, el que permitía que todo eso fuera
posible, el que le había proporcionado el empleo, pasaba hambre y los veía a él
y su asquerosa familia comiendo carne una o dos veces por semana.
Sin embargo, ahora las cosas iban incluso peor. Después
de todo, hasta este momento nunca había tenido problemas con la empresa. Hasta
que el malnacido de su socio se marchó, dejándolo en calzones frente a los
contrabandistas. ¿De dónde iba a sacar él un socio nuevo en tan poco tiempo? Y,
además, debía ser un socio en el que sus superiores confiasen, ya que corría el
riesgo de que no le pagasen su último encargo, el mejor desde hacía muchos meses.
Esperaba sacar una buena tajada de las tres tablas del pobre desgraciado de
Hugo van der Goes, algo que le permitiera pagar la deuda del alquiler y salir
de aquella ciudad maldita en busca de un futuro mejor. Viajaría a España y,
desde allí, quizá al Nuevo Mundo, no lo tenía muy claro aún. Continuaba paseando
nervioso de esquina a esquina de la habitación mientras una idea un tanto
descabellada empezaba a tomar peso en su cabeza. Una idea que había intentado desechar,
pero que volvía insistente, atrayéndolo desde algún rincón de su cerebro e
instándolo a escucharla. Esa idea era, por supuesto, Marten. ¿Quién, si no? Era
la única persona con la que mantenía algún tipo de relación. La única persona
con la que se sentaba cuando acudía por las noches al Asno Ciego a beber, la única
persona viva que había estado en su casa. Pero no se fiaba de él. Era un hombre
de natural chismoso, todo lo oía, todo lo sabía. Si corría en la ciudad algún rumor,
él era el primero en enterarse, si había alguna noticia importante, él se la
contaría antes que nadie. Por eso no estaba seguro de querer contarle lo del
negocio de los cuadros, no estaba seguro de que lo fuera a entender y, además,
estaba seguro de que no le gustaría trabajar con el gordo. Sería insoportable.
Por otra parte, tampoco era seguro que Marten fuese a aceptar colaborar con él,
lo cual sería aún peor, ya que, en cuestión de horas, el asunto podría llegar a
oídos del mismísimo gobernador y él acabaría en el calabozo. Estaba muy
confuso, las tripas le decían que confiase en él; la parte razonable de su
cabeza le decía que buscase a cualquier muerto de hambre que hiciera lo que él
le pidiera sin hacer preguntas y por menos dinero de lo que lo haría el gordo
de Marten.
Finalmente, ganaron las tripas. Si ése era su
último trabajo, y efectivamente esperaba que así fuese, poco importaba a quién
le contase Marten a lo que se dedicaba. Para entonces, él estaría muy lejos de
Brujas. Viajaría a Amberes la mañana siguiente de la entrega, después de haber
pagado sus deudas. De esa manera no habría cargos contra él, nadie lo buscaría.
Dejaría el piso bien limpio, y ya podría contar y contar la sonrosada boca del
gordo lo que le viniera en gana. Sin pruebas, su historia pasaría a formar parte
de la leyenda local, un cuento ameno e intrigante que escuchar mientras bebes
con los amigos unas cervezas en la taberna. Nada más. Ahora que su plan estaba
definido se sentía mejor, más confiado e incluso contento. Se miró en un
pequeño espejo que colgaba torcido de una de las cuatro destartaladas paredes
del cuartucho. Sonrió a su imagen, transportándose mentalmente a un país mejor,
más cálido y con mujeres más hermosas. Peinó su pelo ralo y naranja en una
coleta y se dispuso a salir a la calle; esa noche tenía cosas importantes que
contarle al grasiento zapatero. Tendría que ser astuto. Marten sería un
chismoso, pero no tenía un pelo de tonto, así que no podría engañarle con
respecto a la naturaleza de la operación. Se daría cuenta enseguida de que
estaba metido en algo ilegal, y más valía que lo supiera de antemano. No le
convenía crear hostilidades contra él en el pueblo, a pesar de que fuera a
desaparecer de allí. No, mejor ir directos al grano. Contarle una verdad a
medias. Tendría que hacer acopio de todo su poder persuasivo y ayudarse —como
no podía ser de otra manera— de cerveza en abundancia. Llevaba en el bolsillo
una parte importante de sus modestos ahorros. Esa noche sería él el inversor;
invertiría por un futuro alejado de esa ciudad de peste, enfermedad y paro. Y
Marten sería una figura fundamental en esa inversión.
Había anochecido, las murallas de la ciudad
habían cerrado sus puertas y la tenue luz de las farolas apenas iluminaba el
paso de Hendrick; aunque poco importaba, había recorrido el camino a la posada
del Asno Ciego miles de veces y era perfectamente capaz de recorrerlo a ciegas.
Se había aseado un poco y vestía su mejor camisa; ante todo quería evitar que
el gordo viera su desesperación, y un hombre elegante casi nunca aparenta estar
deseperado. Miró hacia lo alto. La silueta de la luna en cuarto creciente se
recortaba en el cielo como una sonrisa inquietante, que, sabedora de su
destino, se riese de él con malicia. No quedaba mucho para la luna llena, pero esa
noche, el pintor no se amedrentaría ante nada ni ante nadie. Sabía muy bien lo
que se estaba jugando, ya que la traición a la empresa no sólo suponía la falta
total del pago. Llegado el momento, ese sería el menor de sus problemas.
Una vez en la puerta de la taberna respiró hondo
y entró con aire decidido, buscando a su nuevo socio con la vista. Y allí lo
encontró, en su mesa preferida, rodeado de jarras de cerveza que ya había tenido
tiempo de despachar. El bueno de Marten le estaba ahorrando trabajo. Sonrió
para sí y se acercó a él.
—¿Qué hay,
Marten? ¿Cómo te trata la vida? — El gordo interrumpió su conversación y levantó
la vista hacia el pelirrojo, que lo miraba sonriente.
—No me apetece
aguantar tu malhumor, Hendrick. Por favor, permíteme terminar mi agradable
charla con este amigo —y, acto seguido, volvió la vista a su interlocutor, que
continuaba allí sentado.
—¡No me
malinterpretes, hombre! El otro día estaba nervioso, quería terminar cuanto
antes nuestra charla porque tenía una cita y quizá no fui muy amable contigo, pero
hoy tengo algo importante que decirte que no te dejará indiferente, te lo
prometo. Si me permites que me siente, claro está.
Marten lo miró con desconfianza, pero la
curiosidad por saber lo que tenía que contarle era mayor que cualquier posible
rencor, de modo que le hizo un gesto al otro para que los dejara solos, y
Hendrick tomó asiento.
—¡Una cerveza
negra! Y otra jarra de cerveza blanca para el amigo, corre de mi cuenta.
Gracias, señorita.
—¡Vaya,
Hendrick! —Marten enarcó las cejas, sorprendido— Creo que es la primera vez desde que te conozco que
te permites semejante derroche de simpatía. ¿Quieres contarme qué es lo que te
pasa? Algo no me huele bien en todo esto, te lo advierto.
—No seas
malpensado, amigo. Todos tenemos nuestros días y hoy, yo tengo el mío. Mi vida
va a cambiar. Sí, estoy seguro de que hay algo mejor para mí y estoy a esto de
conseguirlo —dijo, y subrayó su entusiasmo
golpeando la mesa con la palma de la mano.
—¡Ja ja ja! —el gordo reía con ganas— ¿Es que se te ha aparecido un genio de la
lámpara? ¿Cómo es que estás tan seguro de eso? ¡Si no tienes ni un céntimo ahorrado
para pagarte una cerveza!
—¿Lo ves? En
eso te equivocas. Sí que tengo algo, aunque no lo suficiente, pero si me
escuchas y si todo va bien, no seré yo el único que disponga de una pequeña
fortuna para soñar con una vida un poco mejor. No te hablo de cuentos de hadas,
te lo aseguro, gordo. Esto es real, muy real, y te lo estoy ofreciendo porque
confío en ti. No seas necio y no desperdicies esta oportunidad que te estoy brindando
en bandeja.
—Se te ve muy
convencido —Marten parecía empezar a dar
crédito al pintor—. Continúa, a
ver si es verdad que esto que me ofreces es tan maravilloso.
—Eres un hombre
razonable, se nota a leguas, por eso acudo a ti, amigo mío.
—Sí, sí.
Ahórrate por favor la monserga y ve al grano, no tengo toda la noche.
—Muy bien,
escucha con atención, porque sólo te lo diré una vez. Este sitio está plagado
de oídos fisgones. De antemano quisiera pedirte discreción, ya que es fundamental
para la operación, ¿serás capaz de mantener la boca cerrada?
—¿Por quién me
has tomado? Sé diferenciar bien lo que se puede de lo que no se puede contar; y
ahora dime de una vez, me tienes en ascuas.
Entonces Hendrick le relató su plan a Marten. Le
habló de un contrabandista que había contactado con él hacía un par de días en
el mercado. «Era un hombre alto de mirada sombría que se interesó sobremanera por
mi pintura. Me pidió que le mostrara algunas de mis obras y me invitó a comer».
Por supuesto, la versión era verdad sólo en parte, Hendrick sabía que el zapatero
no colaboraría con él si se enteraba de que se había dedicado a la
falsificación durante más de veinte años. Así que le contó que había llevado al
hombre a su estudio y allí se entretuvo largo rato en inspeccionar su obra. Le
gustaron especialmente tres de sus tablas, de temática y estilo similares, y le
dijo que quería comprarlas.
—¿Y por qué no
te las compró en ese mismo momento, Hendrick? Algo no encaja en todo esto…
—Es más
complicado de lo que piensas, gordo. Ese tío es contrabandista, ¿entiendes? Su
intención es vender las pinturas fuera de Flandes, haciéndolas pasar por obras
auténticas de Hugo van der Goes. No puede salir tranquilamente de mi estudio
con las pinturas bajo el brazo, sería peligroso. Es un alto cargo, ¡estamos
hablando de una mafia, por el amor de Dios! ¡No me mires con esa cara de
incredulidad! Me da la impresión de que quizá no esté hablando con la persona adecuada…
—No digas eso,
amigo, no —se apresuró a rectificar Marten—. Ya sabes que yo de arte entiendo más bien poco…
Además, no sé, me parece extraño, ¿cuál sería mi papel en todo esto?
—Muy fácil.
Esta clase de personas trabajan siempre con intermediarios. Lo hacen así, por
seguridad. Y necesitan uno que actúe entre ellos y yo o, lo que es lo mismo,
entre ellos y las pinturas. Algo que los distancie de la operación, de esa
manera evitan relaciones directas. Ellos, a su vez, mandarán un intermediario. Sólo
tendrás que entregar los cuadros en el momento y lugar pactados y recoger tu
dinero. Y luego lo repartiremos. Punto y final. Y empezar a vivir bien, que lo
merecemos, Marten, lo merecemos después de estar aguantando tantos años la
miseria de esta ciudad.
Marten no parecía muy convencido. Se rascaba la barbilla,
manchada por la sombra de una barba incipiente. Se pasó la mano por su pelo
grasiento y pidió otra cerveza. Hendrick no decía nada, dejaba pensar a su
«socio». Finalmente, el gordo se inclinó trabajosamente sobre la mesa y le
susurró:
—Hendrick —hizo una pausa—, no me fío de
ti.
Y volvió a su cerveza. Se rio guasón y le dio un
palmetazo en el culo a la posadera. Hendrick, por su parte, no le veía la
gracia al asunto por ningún lado, pero no se dejó amedrentar. Ya había contado
con esa reacción por parte de Marten, así que, tranquilamente se levantó y
arrojó sobre la mesa un pequeño fajo de billetes. Era más de lo que un zapatero
podía ganar en dos meses.
—Y esto es tan
sólo un pequeño anticipo de lo que te ofrezco.
Y, sin más, salió de la posada dignamente, con el
paso firme y saludando con la cabeza a los conocidos bebedores habituales. El
gordo lo alcanzó en la calle, cuando doblaba la esquina camino de su casa.
—¡Espera!
¡Espérame, Hendrick! Quizá me haya precipitado, pero es que no me gusta nada
andar metido en historias con contrabandistas. Ya sabes que tengo mis trapicheos,
pero lo mío es otra cosa, nada serio, lo entiendes, ¿no? Un poco de opio por
aquí, alguna partida de carne de buey por allá, cosas que uno escucha y que
sabe a quién vender… Me ayuda a sobrevivir y lo llevo bien, discretamente.
Tengo mi mercado y no sé si esto será demasiado arriesgado. Son palabras
mayores. Quisiera invitarte a un trago y hablarlo con más detenimiento.
—Estaba seguro
de que sabrías lo que te conviene. Vayamos a mi estudio, deja que sea yo el que
te invite, ya me procuré una botella para celebrar nuestra asociación.
Una vez en el apartamento, los dos hombres,
sentados sobre cajas de madera cuyo contenido sólo Dios conocía, discutieron la
operación hasta bien entrada la noche. Ante todo, Marten tenía que parecerle una
persona de plena confianza a los contrabandistas, cosa que no presentaba
problemas, en vista de la conocida labia que poseía el zapatero. Mientras se
realizaba la entrega, que sería la próxima noche de luna llena, a la media
noche exacta, en el puente de Ezel, junto a la plaza de Saint Jakob, Hendrick
esperaría en una habitación alquilada en la Grauwwerkerstraat, desde la cual se
divisaba el puente. Así estaría seguro de que Marten no intentaba nada raro.
Una vez en posesión del dinero, éste se dirigiría a la habitación donde esperaba
Hendrick. Allí dividirían la ganancia en partes proporcionales: un 30 % le
correspondería a Marten, mientras que el restante 70 % sería para
Hendrick, ya que él era el que había realizado las pinturas y el que lo había
puesto al corriente de la operación. El zapatero no puso ninguna pega; si
cobraban lo que Hendrick le había dicho, no tendría que preocuparse de trabajar
en una temporada. Sin embargo, lo que el pintor no le había contado, era que,
en realidad, él no tenía pensado dividir ganancia alguna con el grasiento bebedor
de cerveza. Los cuadros eran suyos, el contacto, suyo también, y no estaba
dispuesto a sacrificar ni un céntimo después de haber estado malviviendo toda
su vida ahora que tenía la oportunidad de cambiar su situación para siempre.
Pretendía quedarse la suma completa, pero para conseguirlo tendría que drogar a
Marten, cosa que, por otra parte, no parecía muy difícil, teniendo en cuenta su
afición a la cerveza. Bastante le había dado ya con el anticipo salido de su propio
bolsillo. Tan pronto como se hubiera deshecho de Marten, montaría un caballo
alquilado que lo estaría esperando atado a las puertas de la ciudad, desde
donde partiría rumbo Amberes sin perder tiempo en cuanto abrieran las murallas
con el primer atisbo del alba. Para cuando el gordo despertara y diera la
alarma, él ya se encontraría muy lejos, en un galeón de camino a España. Ése
era su plan, arriesgado y peligroso, pero la ambición lo había cegado y ahora
estaba dispuesto a todo. Acabada la noche, la charla y la botella, Marten dormía,
completamente ebrio, con la cabeza apoyada contra la pared. Hendrick miraba por
la ventana la silueta solitaria de la luna y, sin poder reprimir una sonrisa de
triunfo, se dijo en silencio, «ya veremos quién ríe el último».