El féretro avanzaba lento y pesado por las callejas de la ciudad, y cada paso se resentía más bajo el peso de la caja de madera sencilla, sin adornos. Los adoquines mojados no facilitaban el traslado. La lluvia fina y persistente lo calaba todo hasta llegar a las almas de los ciudadanos del condado de Flandes, tan habituados a ella como al hecho mismo de estar vivos, reconociéndola más suya incluso que la propia luz del sol. Aunque era bien de mañana, una tenue luz plomiza iluminaba la escena y el manto de espesa niebla apenas dejaba ver unos pasos más allá. El frío sabía bien como evadir las capas de gruesas chaquetas de lana, medias, capas y calzones. Se había instalado en esas tierras mucho antes que aquellas gentes de mirada triste y resignada.
La mujer que se llevaba las manos a la cabeza con desesperación rompía el monótono sonido de los pasos bajo la lluvia. Vestía de negro, como todos los demás. Ocultaba su cabello largo bajo un paño de lana oscura que mesaba con fuerza sin llegar a arrancárselo del todo. No era la única que lloraba, pero sí la única que elevaba su llanto por encima del de los demás. Caminaba sola, detrás del féretro. Era la viuda del difunto.
El sacerdote entonaba su monónota cantinela mientras el monaguillo marcaba el paso con su campana de latón. La procesión llegó así a la plaza del mercado, donde se detuvo un momento frente a la Belfry, la torre del campanario. Su impresionante carillón de cuarenta y siete campanas entonaba su canto de lamento, anunciando con él las once de la mañana. El cura se persignó. Los presentes lo imitaron. Allá por donde pasaban se hacía el silencio, tan sólo interrumpido por los quejidos de la plañidera. Talleres, comercios, niños y ancianos, hasta los animales enmudecían ante el ambiente sobrecogedor de la escena. Una vez el cortejo hubo continuado su camino por la Vlamingstraat, el mercado recuperó su bullicio habitual. Quedaban tan sólo unas horas para el cierre de los puestos. La vida en Brujas transcurría deprisa, y precisamente eso era lo que parecía recordar a sus habitantes aquella caja de madera que se alejaba calle abajo.
En las proximidades del cementerio, el cielo se oscureció de repente y la tormenta no se hizo esperar. La lluvia, hasta el momento fina y constante, arreció con fuerza, creando, en apenas unos minutos, auténticos ríos bajo los pies de los caminantes, que aceleraron el paso. En días y momentos como aquellos no era fácil alejar los fantasmas de la superstición. Las mujeres se santiguaron y pidieron poder volver pronto a casa. Una vez en el lugar santo, el pequeño grupo de allegados se reunió en torno al foso de unos dos metros de profundidad, que se iba inundando poco a poco con la lluvia. Otro de los presentes, un hombre maduro de aspecto tosco masculló algunas palabras que poco distaban de ser maldiciones. Nadie lo miró. El cura rezó unas oraciones de consuelo a los familiares y dedicó palabras amables a la bondad del difunto. La lluvia estaba amainando, relajando a su vez los inquietos espíritus de los reunidos. Los mozos de la funeraria comenzaron a descender la caja con cuidado y, a cada quejido de las cuerdas bajo el peso, la mujer que también vestía de negro ahogaba un sollozo amargo y profundo. Ninguna desdicha de este mundo era comparable a la pérdida del amor del hombre, del compañero y protector, del padre. Ninguna hora de su futura vida volvería a ser plena ni dichosa.
La viuda dio un temeroso paso hacia la fosa. En el fondo reposaba el ataúd, a mil leguas de distancia a sus ojos. Tenía un puñado de tierra mojada en la mano, tan negra como el abismo que se abría ante ella. Se quedó así, de pie, mirando sin ver, durante una eternidad. Entonces reaccionó y supo que tenía que salir de allí. Ante la mirada estupefacta de los presentes, la viuda se alejó corriendo entre las lápidas sombrías y sobrecogedoramente solitarias del camposanto. La tierra seguía aún en su mano.
Con un gesto entre extrañado y compasivo, el cura indicó a los mozos que procedieran y la gente fue
echando puñaditos de tierra mientras se alejaba. «Polvo eres y en polvo te convertirás». Horas después, cuando el lugar ya estaba desierto, aún quedaba alguien rezando en aquel cementerio. Ignorada por todos, el alma más triste y más sola de todo el condado de Flandes lloraba empapada junto al montículo de tierra removida. La niña que desde entonces fue olvidada tiritaba junto a
la tumba del que fuera su padre.
Siguió lloviendo toda la tarde y toda la noche. Hacía horas que los vecinos de la ciudad dormían; el día había sido largo. Las escasas horas de luz debían aprovecharse bien. El guardián del cementerio también dormía en su cobertizo. El entierro del mediodía había sido largo y agotador, había llovido con fuerza y no había sido fácil cavar el hoyo; las piernas se hundían hasta las rodillas en el lodo y el agua que inundaba la fosa dificultaba la labor. Se sentía apenado por el difunto, un hombre joven y respetado. Un buen cristiano. Pero el destino a veces juega malas pasadas y el motivo de su muerte no estaba del todo claro.
Se levantó al despuntar el alba, había mucho que hacer. Estaba comenzando a clarear, pero ya se dejaban ver los daños que la tormenta había provocado en la fisionomía del cementerio. Muchos de los senderos que discurrían entre las tumbas estaban cubiertos de piedras, maleza y barro que habían sido arrastrados por la lluvia torrencial. Algunas de las lápidas estaban semisepultadas en el lodo y más de una de las humildes cruces de madera se había desplazado de su eje. El hombre se puso manos a la obra, comenzando por la parte noble. Lápidas de piedra tallada, esculturas de ángeles misericordiosos y algún panteón de familia acaudalada. Sin embargo, hacía años que por allí no había movimiento alguno; los tiempos estaban cambiando. Se fue acercando a la zona humilde, la más dañada por la tormenta. Los árboles empapados parecían lamentarse, quejumbrosos; el viento siseaba entre sus ramas, balanceándolas siniestramente contra la bóveda gris ceniza del pesado cielo. «Va a empezar de nuevo a llover, más vale que me apresure». En realidad, la lluvia era más bien una excusa para volver a su cobertizo. Lo que al anciano de barba cana realmente le preocupaba era algo diferente. Algo que nace de dentro, como un escalofrío, y que no podemos explicar. Hay quien lo llama presentimiento, otros, superstición.
La tumba reciente quedaba unos metros por delante y él ya sabía, sin necesidad de acercarse más,
que algo no estaba en orden. Una atracción que se sobreponía a la razón lo llevó hasta allí y un sudor frío empapó su frente cuando descubrió que la tumba había sido profanada. La tierra estaba revuelta y en la modesta cruz de madera una inscripción con sangre indicaba un posible ritual de brujería o magia negra. Todavía desconcertado entrevió, entre las cruces, unos ojos amarillos que lo miraban desde algún lugar oscuro. Se quedó paralizado. El relámpago y el trueno que se sucedieron a continuación lo sacaron bruscamente de su trance, justo a tiempo para ver como una sombra negra se abalanzaba sobre él y salir huyendo como alma que lleva el diablo.
Colección de pensamientos, ideas e historias, de base autobiográfica o ficticia, con fines de entretenimiento y distensión.
miércoles, 26 de octubre de 2016
viernes, 21 de octubre de 2016
De las lejanías
Es curiosa la manera en la que las personas nos adaptamos a todo. Situaciones que en un momento de nuestra vida pueden parecernos ajenas, indeseables o incluso idílicas, poco tiempo después pasan a convertirse en rutina sin apenas darnos cuenta. Y seguimos adelante sin más; puede que seamos conscientes de ello, o puede que no, pero nos pasa constantemente.
Los primeros meses en la gran ciudad fueron los más duros. Yo, que siempre renegué de la capital. Yo, que siempre quise hacer del tópico "hay que trabajar para vivir, y no al contrario" mi máxima vital, me veo ahora inmersa en un frenesí de trenes, aglomeraciones, luces de tungsteno y lejanías. Cada mañana, a codazos, me abro paso entre la gente hasta conseguir entrar en un abarrotado vagón de cercanías que me lleva muy lejos. Puede que la distancia no sea tan grande, en términos de kilómetros, pero, emocionalmente, el desgaste es enorme. Mi música suena en los auriculares, impidiéndome oír nada más, aislándome de toda esa gente que, como yo, se dirige al trabajo como quien va al matadero. Mucha gente, cientos, miles de personas que deambulan entre los andenes, siempre con prisa, esa prisa que pocas semanas después de vivir en Madrid ya se ha apoderado de una como si de un virus se tratase, convirtiéndose en una suerte de instinto que nos lleva a correr incluso el domingo, camino del Retiro.
Recuerdo que, al llegar, me llamó la atención que toda esa gente que viajaba conmigo en el tren compartía una misma expresión distante, adusta, sombría. Estaban ahí y, al mismo tiempo, se encontraban muy lejos. Los "carametro", los apodé. Esas personas que van dormidas y, de forma misteriosa, despiertan pocos segundos antes de que el tren llegue a su parada, para bajarse a toda prisa. Siempre con prisa. Ahora, yo soy una de ellas.
Pasada la estación de Atocha, consigo sentarme. Es el segundo gran objetivo del día, después de subir al tren (algo que se complica especialmente los días de lluvia). Segundo objetivo logrado, bien. Por delante, cuarenta preciosos minutos en los que mi vida se reduce a la música que resuena en mis oídos y el libro que sostengo entre las manos. Al menos tengo tiempo para leer.
El tren circula ahora entre los montecillos de El Pardo. Retiro un instante la mirada de las páginas del libro para contemplar el amanecer y buscar a los gamos, que a esa hora del día pasean a ambos lados de las vías, buscando pastos. Me gusta ese momento, cuando el día, inocente como un recién nacido, empieza a empezar, el cielo está limpio y el sol, en forma de majestuosa bola de fuego naranja, se yergue sobre las encinas, dando calidez a la escena. Ese momento es breve y, minutos después, entramos en la estación. Mi estación: ahora me toca a mí bajarme y recuperar la prisa. Corre, corre. Llegas tarde (¿seguro?). En el andén, apago la música y busco con la vista a mis compañeros. Hacemos juntos el camino hasta la oficina, de casi otros quince minutos, mientras charlamos con desgana de lo que nos aguarda. Ahora sí, ya no hay marcha atrás; el día ha empezado, el virus ha despertado y la música se ha apagado hasta el día siguiente.
Por la tarde, ya de noche, vuelvo al tren. Desde que llegué a Madrid, apenas he paseado de día; soy como una vampiresa de oficina que solo tolera la luz de los tubos fluorescentes. La idea de las horas que paso encerrada en el tren se ha convertido en una obsesión. Son casi tres horas al día, que multiplicadas por cinco, hacen quince horas a la semana. Eso son sesenta horas al mes, es decir, dos días y medio. Es decir, ¡un mes completo al cabo del año! Hay quien tiene un mes entero (o dos) de vacaciones en verano. Yo puedo decir que un mes al año lo paso encerrada en un tren, yendo y viniendo de una lejana oficina. Y tengo muy claro que no es esa la vida que quiero para mí. Pero entonces, el tiempo pasa y esa obsesión se va atenuando. La sensación de angustia pasa a ser de resignación. Y mis compañeros se convierten en buenos amigos. Y resulta que disfruto los viajes de vuelta, cuando nos juntamos todos en un vagón y nos reímos, contándonos las anécdotas del día. Y cuando quiero darme cuenta, llevo tres años haciendo ese trayecto a diario. A lo largo de los últimos tres años he pasado tres meses encerrada en un vagón de tren y no me he dado ni cuenta.
Es curiosa la capacidad que tenemos las personas para adaptarnos a todo.
Los primeros meses en la gran ciudad fueron los más duros. Yo, que siempre renegué de la capital. Yo, que siempre quise hacer del tópico "hay que trabajar para vivir, y no al contrario" mi máxima vital, me veo ahora inmersa en un frenesí de trenes, aglomeraciones, luces de tungsteno y lejanías. Cada mañana, a codazos, me abro paso entre la gente hasta conseguir entrar en un abarrotado vagón de cercanías que me lleva muy lejos. Puede que la distancia no sea tan grande, en términos de kilómetros, pero, emocionalmente, el desgaste es enorme. Mi música suena en los auriculares, impidiéndome oír nada más, aislándome de toda esa gente que, como yo, se dirige al trabajo como quien va al matadero. Mucha gente, cientos, miles de personas que deambulan entre los andenes, siempre con prisa, esa prisa que pocas semanas después de vivir en Madrid ya se ha apoderado de una como si de un virus se tratase, convirtiéndose en una suerte de instinto que nos lleva a correr incluso el domingo, camino del Retiro.
Recuerdo que, al llegar, me llamó la atención que toda esa gente que viajaba conmigo en el tren compartía una misma expresión distante, adusta, sombría. Estaban ahí y, al mismo tiempo, se encontraban muy lejos. Los "carametro", los apodé. Esas personas que van dormidas y, de forma misteriosa, despiertan pocos segundos antes de que el tren llegue a su parada, para bajarse a toda prisa. Siempre con prisa. Ahora, yo soy una de ellas.
Pasada la estación de Atocha, consigo sentarme. Es el segundo gran objetivo del día, después de subir al tren (algo que se complica especialmente los días de lluvia). Segundo objetivo logrado, bien. Por delante, cuarenta preciosos minutos en los que mi vida se reduce a la música que resuena en mis oídos y el libro que sostengo entre las manos. Al menos tengo tiempo para leer.
El tren circula ahora entre los montecillos de El Pardo. Retiro un instante la mirada de las páginas del libro para contemplar el amanecer y buscar a los gamos, que a esa hora del día pasean a ambos lados de las vías, buscando pastos. Me gusta ese momento, cuando el día, inocente como un recién nacido, empieza a empezar, el cielo está limpio y el sol, en forma de majestuosa bola de fuego naranja, se yergue sobre las encinas, dando calidez a la escena. Ese momento es breve y, minutos después, entramos en la estación. Mi estación: ahora me toca a mí bajarme y recuperar la prisa. Corre, corre. Llegas tarde (¿seguro?). En el andén, apago la música y busco con la vista a mis compañeros. Hacemos juntos el camino hasta la oficina, de casi otros quince minutos, mientras charlamos con desgana de lo que nos aguarda. Ahora sí, ya no hay marcha atrás; el día ha empezado, el virus ha despertado y la música se ha apagado hasta el día siguiente.
Por la tarde, ya de noche, vuelvo al tren. Desde que llegué a Madrid, apenas he paseado de día; soy como una vampiresa de oficina que solo tolera la luz de los tubos fluorescentes. La idea de las horas que paso encerrada en el tren se ha convertido en una obsesión. Son casi tres horas al día, que multiplicadas por cinco, hacen quince horas a la semana. Eso son sesenta horas al mes, es decir, dos días y medio. Es decir, ¡un mes completo al cabo del año! Hay quien tiene un mes entero (o dos) de vacaciones en verano. Yo puedo decir que un mes al año lo paso encerrada en un tren, yendo y viniendo de una lejana oficina. Y tengo muy claro que no es esa la vida que quiero para mí. Pero entonces, el tiempo pasa y esa obsesión se va atenuando. La sensación de angustia pasa a ser de resignación. Y mis compañeros se convierten en buenos amigos. Y resulta que disfruto los viajes de vuelta, cuando nos juntamos todos en un vagón y nos reímos, contándonos las anécdotas del día. Y cuando quiero darme cuenta, llevo tres años haciendo ese trayecto a diario. A lo largo de los últimos tres años he pasado tres meses encerrada en un vagón de tren y no me he dado ni cuenta.
Es curiosa la capacidad que tenemos las personas para adaptarnos a todo.
viernes, 14 de octubre de 2016
De las muñecas lloronas
Hoy es mi cumpleaños. Y aunque es una nimiedad, me gusta mucho; es un día especial. Me trae recuerdos entrañables de mi infancia, de cómo lo vivía entonces.
Uno de mis recuerdos favoritos es del año en el que me regalaron la muñeca del vestido azul. La mañana de mi cumpleaños siempre me despertaba muy temprano e iba corriendo al dormitorio de mis padres para despertarlos, ¡no se les fuera a olvidar! Ellos, todo paciencia y cariño, siempre tenían un regalo a mano; no sé bien de dónde lo sacaban, pero recuerdo que yo lo abría allí mismo, en su cama, con esa ilusión infantil tan pura, tan auténtica. El año que me regalaron la muñeca del vestido azul yo la saqué de su caja, emocionada, dispuesta a jugar con ella. Era una muñeca normal, tipo bebé de Nenuco, rubia, con vestido y chupete azules. Entonces, mi madre me dijo: "Quítale el chupete". Yo no sabía muy bien por qué, pero intuía que algo pasaría. La escena se desarrolla a finales de los años ochenta, cuando no había teléfonos móviles ni Internet y los niños jugábamos en la calle o con playmobils y dinosaurios de plástico. Con cuidado, le quité el chupete y, para mi sorpresa, ¡la muñeca empezó a llorar! Me quedé fascinada, sin decir nada. Mis padres se reían. Volví a ponerle el chupete y la muñeca calló. Entendí el mecanismo y le quité de nuevo el chupete. Entonces miré a mis padres y todavía muy sorprendida, dije: "¡una muñeca llorona!", mientras la muñeca berreaba con su voz mecánica.
Recuerdo los cumpleaños de mi infancia siempre repletos de cariño, con el regalo de la mañana en la cama de mis padres, los juegos con mis hermanos, los caramelos en el colegio y las celebraciones con los amigos. Además, era principio de curso y después del largo verano todos estábamos encantados de volver al cole y de vernos. Aún hoy, por muchos años que cumpla, el día de mi cumpleaños sigue teniendo ese sabor para mí.
Evidentemente, ahora lo vivo de otra manera. Y, sin embargo, conservo esa ilusión infantil al despertar, esa punzada de nervios y emoción en la tripa; la idea de que pasarán cosas estupendas ese día. Y con razón, pues los días siguen empezando con un bonito ritual: el mensaje de mi madre, bien temprano por la mañana, con sus palabras de cariño recordando la hora a la que nací, con los ojos bien abiertos, mirándolo todo. "¡Ya se veía lo curiosa que ibas a ser!", dice siempre. Solo ese mensaje ya convierte mi cumpleaños en algo tan especial. Las nuevas tecnologías han venido a imponerse sobre las viejas muñecas de llanto enlatado, pero el cariño, las emociones y las sonrisas no han cambiado un ápice con el paso de los años.
Uno de mis recuerdos favoritos es del año en el que me regalaron la muñeca del vestido azul. La mañana de mi cumpleaños siempre me despertaba muy temprano e iba corriendo al dormitorio de mis padres para despertarlos, ¡no se les fuera a olvidar! Ellos, todo paciencia y cariño, siempre tenían un regalo a mano; no sé bien de dónde lo sacaban, pero recuerdo que yo lo abría allí mismo, en su cama, con esa ilusión infantil tan pura, tan auténtica. El año que me regalaron la muñeca del vestido azul yo la saqué de su caja, emocionada, dispuesta a jugar con ella. Era una muñeca normal, tipo bebé de Nenuco, rubia, con vestido y chupete azules. Entonces, mi madre me dijo: "Quítale el chupete". Yo no sabía muy bien por qué, pero intuía que algo pasaría. La escena se desarrolla a finales de los años ochenta, cuando no había teléfonos móviles ni Internet y los niños jugábamos en la calle o con playmobils y dinosaurios de plástico. Con cuidado, le quité el chupete y, para mi sorpresa, ¡la muñeca empezó a llorar! Me quedé fascinada, sin decir nada. Mis padres se reían. Volví a ponerle el chupete y la muñeca calló. Entendí el mecanismo y le quité de nuevo el chupete. Entonces miré a mis padres y todavía muy sorprendida, dije: "¡una muñeca llorona!", mientras la muñeca berreaba con su voz mecánica.
Recuerdo los cumpleaños de mi infancia siempre repletos de cariño, con el regalo de la mañana en la cama de mis padres, los juegos con mis hermanos, los caramelos en el colegio y las celebraciones con los amigos. Además, era principio de curso y después del largo verano todos estábamos encantados de volver al cole y de vernos. Aún hoy, por muchos años que cumpla, el día de mi cumpleaños sigue teniendo ese sabor para mí.
Evidentemente, ahora lo vivo de otra manera. Y, sin embargo, conservo esa ilusión infantil al despertar, esa punzada de nervios y emoción en la tripa; la idea de que pasarán cosas estupendas ese día. Y con razón, pues los días siguen empezando con un bonito ritual: el mensaje de mi madre, bien temprano por la mañana, con sus palabras de cariño recordando la hora a la que nací, con los ojos bien abiertos, mirándolo todo. "¡Ya se veía lo curiosa que ibas a ser!", dice siempre. Solo ese mensaje ya convierte mi cumpleaños en algo tan especial. Las nuevas tecnologías han venido a imponerse sobre las viejas muñecas de llanto enlatado, pero el cariño, las emociones y las sonrisas no han cambiado un ápice con el paso de los años.
martes, 11 de octubre de 2016
Del miedo al desnudo
Ahora que parece que, tímidamente, el verano va decidiendo marcharse, retomo una reflexión que vino a mi cabeza un día cualquiera en la playa, hace algo más de un mes. La particularidad era que, en esa playa en concreto, había mucha gente haciendo nudismo. Gente de toda clase, edad y condición.
Como había olvidado mi libro, mi mirada distraída fue a pararse sobre el grupo de la sombrilla vecina, una familia joven compuesta por una pareja heterosexual y un bebé de unos cuatro años. ¡Qué hermosos eran! Y sin poder evitarlo, el pensamiento ya estaba ahí.
A mí, que no suelo frecuentar este tipo de playas, me sorprendió la hermosa naturalidad de sus cuerpos y, sobre todo, la belleza de sus "imperfecciones". ¿Qué nos pasa con el desnudo? ¿Por qué algo tan natural, tan básico, se ha convertido en un tabú, en algo que ocultar? Ya sean más gordos o más flacos, más firmes o más flácidos, más jóvenes o más maduros, nuestros cuerpos son nuestra esencia física, pero somos completamente ajenos a ellos. Como con tantas otras cosas, nos han vendido un producto: el "cuerpo normal" (léase perfecto) que debemos tener, al que debemos aspirar. El que debe tener nuestra pareja. El que deben tener nuestras amistades, nuestros hijos. El que tiene la gente que sale por la tele, la "gente normal". Sin pelo donde no toca. Sin grasa donde no corresponde. Y si no es lo suficiente "normal" o "hermoso", lo ocultamos. Y cuando ya no es lo suficientemente joven y terso, lo ocultamos. Le ahorramos al mundo esa visión. No es de extrañar que, engañados como estamos con ese físico prototípico, con ese "estándar" que no es sino un producto de marketing más, un día vayamos a la playa y nos topemos de bruces contra la realidad. Y hasta nos sorprendamos. Y que algo tan esencial como la sencilla naturalidad de unos padres jugando con su niño en la orilla nos cause asombro. O ver otras personas (personas, estas sí, de verdad), paseando en cueros. Como sus madres las trajeron al mundo. Y pensar: son hermosas. A pesar de sus pechos caídos, de sus vientres fofos, sus traseros velludos y su celulitis. Son hermosas porque son auténticas. Porque esos cuerpos cuentan las historias de las personas que los lucen. Y cuando reflexiono sobre esto, cuando tomo consciencia de que me resulta ajeno algo tan fundamental, tan básico, como es nuestra propia esencia, entonces me asusto en serio, pues cuántas otras cosas que nos dicen (y asumimos) como ciertas, en realidad tampoco lo serán.
Cuántos conejos más se habrán sacado de la chistera mientras nosotros, inocentes espectadores, aplaudimos ensimismados sin percatarnos del truco.
Tendríamos que probar a desnudar al mago...
Como había olvidado mi libro, mi mirada distraída fue a pararse sobre el grupo de la sombrilla vecina, una familia joven compuesta por una pareja heterosexual y un bebé de unos cuatro años. ¡Qué hermosos eran! Y sin poder evitarlo, el pensamiento ya estaba ahí.
A mí, que no suelo frecuentar este tipo de playas, me sorprendió la hermosa naturalidad de sus cuerpos y, sobre todo, la belleza de sus "imperfecciones". ¿Qué nos pasa con el desnudo? ¿Por qué algo tan natural, tan básico, se ha convertido en un tabú, en algo que ocultar? Ya sean más gordos o más flacos, más firmes o más flácidos, más jóvenes o más maduros, nuestros cuerpos son nuestra esencia física, pero somos completamente ajenos a ellos. Como con tantas otras cosas, nos han vendido un producto: el "cuerpo normal" (léase perfecto) que debemos tener, al que debemos aspirar. El que debe tener nuestra pareja. El que deben tener nuestras amistades, nuestros hijos. El que tiene la gente que sale por la tele, la "gente normal". Sin pelo donde no toca. Sin grasa donde no corresponde. Y si no es lo suficiente "normal" o "hermoso", lo ocultamos. Y cuando ya no es lo suficientemente joven y terso, lo ocultamos. Le ahorramos al mundo esa visión. No es de extrañar que, engañados como estamos con ese físico prototípico, con ese "estándar" que no es sino un producto de marketing más, un día vayamos a la playa y nos topemos de bruces contra la realidad. Y hasta nos sorprendamos. Y que algo tan esencial como la sencilla naturalidad de unos padres jugando con su niño en la orilla nos cause asombro. O ver otras personas (personas, estas sí, de verdad), paseando en cueros. Como sus madres las trajeron al mundo. Y pensar: son hermosas. A pesar de sus pechos caídos, de sus vientres fofos, sus traseros velludos y su celulitis. Son hermosas porque son auténticas. Porque esos cuerpos cuentan las historias de las personas que los lucen. Y cuando reflexiono sobre esto, cuando tomo consciencia de que me resulta ajeno algo tan fundamental, tan básico, como es nuestra propia esencia, entonces me asusto en serio, pues cuántas otras cosas que nos dicen (y asumimos) como ciertas, en realidad tampoco lo serán.
Cuántos conejos más se habrán sacado de la chistera mientras nosotros, inocentes espectadores, aplaudimos ensimismados sin percatarnos del truco.
Tendríamos que probar a desnudar al mago...
domingo, 9 de octubre de 2016
De mi dispersión
Empecemos por lo primero. Y, en este caso, lo primero para esta entrada inaugural debe ser una pequeña explicación. Por ejemplo, del título del blog.
Soy traductora, española, errante chorlita desarraigada en busca de nido y con muchas aficiones. Y aunque parezca que me voy por la tangente, esta primera frase ya esconde todos los motivos. Sin ir más lejos, del "De" presente en el título del blog y en el de esta primera entrada. Dentro explicación: Como estudiante de traducción, el ingenioso recurso de comenzar un título con un "De..." fue uno de los primeros truquitos traductoriles que aprendí, allá en los gloriosos años de la universidad. Una anécdota un tanto fútil, sin duda, pero así es la memoria, que decide recordar este tipo de cosas mientras que olvida impunemente otras de tremenda importancia sin que podamos llegar a comprender el porqué. Sea como fuere, se ha decidido (he decidido) que todas las entradas retomarán este recurso con regusto algo pedante y, quizá, desfasado; pero, como es mi blog y me da en todo el punto, esta será su marca.
Ahora viene lo de la cabeza de chorlito. La expresión es bien conocida, creo que podría insultar la inteligencia de más de una y más de dos al extenderme en explicaciones sobre lo que significa, así que me las saltaré con su venia. Porque en realidad, el incorporarla en el título también obedece a motivos del corazón, aunque esta vez la referencia sea para mi abuela paterna, usuaria acérrima de esta frase para referirse a esa cabeza suya, y a quien de este modo quiero recordar. Porque las abuelas (y los abuelos) son la sal en la vida de cualquier niño. Y porque, por qué no decirlo, también tengo algo de esa cabeza de chorlito suya, lo que me lleva de nuevo al hilo del título de esta primera entrada.
Tengo un buen amigo con quien lo he hablado mucho, este tema de la dispersión. Dice que a él le pasa mucho, eso de saltar de un tema a otro, de cambiar de hobby cada poco tiempo, de no tener una gran pasión. Entre nosotras, yo creo que no le pasa ni la mitad que a mí... mi lista de intereses y aficiones, por las que paso siempre medio de puntillas, no termina: que si dibujo y pintura, que si guitarra y cante, que si política y feminismo, que si natación, footing y surf, que si clases de cocina, que si fotografía, yoga y chi kung... y que si escribir. Y seguro que me dejo alguna. Lo bueno es que de todo disfruto, mucho y sin grandes aspiraciones. Quiero decir, que no me molesta ser mediocre en estos ámbitos, que hoy en día parece que si no te dejas la piel en batir una mejor marca cada vez que vas a la piscina no vale la pena que lo hagas. Yo hago todas estas cosas por puro disfrute, algunas me salen mejor y otras peor, pero a ninguna le dedico más horas de las que me pide el cuerpo ni ninguna me roba el sueño. Y, sin embargo, con esto de escribir sí que me sentía en deuda. Después de todo, fue la primera. Mi primera gran afición, después de aprender a leer y devorar todas las novelas de literatura juvenil que mi madre me traía a casa. Aún recuerdo las historias que inventaba y escribía en mi adolescencia, cuando pasaba horas encerrada en mi cuarto, escuchando (ahora) clásicos del indie-pop en el viejo equipo de música que heredé de mis padres. Como soy traductora (empieza a sonar como un mantra ya) y paso tanto tiempo delante de la pantallita leyendo y escribiendo, estos últimos años me ha costado mucho trabajo volver a sacar el tiempo que esta afición mía merece. Pero, irónicamente, una leve enfermedad y unos días en cama han venido a devolverme una inspiración y unas ganas que temía que no volvieran a llamar a mi puerta.
No sé qué saldrá de aquí. Probablemente historias, reflexiones, paridas y divagaciones. Pero está bien como esté, pues, como con todo lo demás que os comentaba, solo espero disfrutar con ello.
Soy traductora, española, errante chorlita desarraigada en busca de nido y con muchas aficiones. Y aunque parezca que me voy por la tangente, esta primera frase ya esconde todos los motivos. Sin ir más lejos, del "De" presente en el título del blog y en el de esta primera entrada. Dentro explicación: Como estudiante de traducción, el ingenioso recurso de comenzar un título con un "De..." fue uno de los primeros truquitos traductoriles que aprendí, allá en los gloriosos años de la universidad. Una anécdota un tanto fútil, sin duda, pero así es la memoria, que decide recordar este tipo de cosas mientras que olvida impunemente otras de tremenda importancia sin que podamos llegar a comprender el porqué. Sea como fuere, se ha decidido (he decidido) que todas las entradas retomarán este recurso con regusto algo pedante y, quizá, desfasado; pero, como es mi blog y me da en todo el punto, esta será su marca.
Ahora viene lo de la cabeza de chorlito. La expresión es bien conocida, creo que podría insultar la inteligencia de más de una y más de dos al extenderme en explicaciones sobre lo que significa, así que me las saltaré con su venia. Porque en realidad, el incorporarla en el título también obedece a motivos del corazón, aunque esta vez la referencia sea para mi abuela paterna, usuaria acérrima de esta frase para referirse a esa cabeza suya, y a quien de este modo quiero recordar. Porque las abuelas (y los abuelos) son la sal en la vida de cualquier niño. Y porque, por qué no decirlo, también tengo algo de esa cabeza de chorlito suya, lo que me lleva de nuevo al hilo del título de esta primera entrada.
Tengo un buen amigo con quien lo he hablado mucho, este tema de la dispersión. Dice que a él le pasa mucho, eso de saltar de un tema a otro, de cambiar de hobby cada poco tiempo, de no tener una gran pasión. Entre nosotras, yo creo que no le pasa ni la mitad que a mí... mi lista de intereses y aficiones, por las que paso siempre medio de puntillas, no termina: que si dibujo y pintura, que si guitarra y cante, que si política y feminismo, que si natación, footing y surf, que si clases de cocina, que si fotografía, yoga y chi kung... y que si escribir. Y seguro que me dejo alguna. Lo bueno es que de todo disfruto, mucho y sin grandes aspiraciones. Quiero decir, que no me molesta ser mediocre en estos ámbitos, que hoy en día parece que si no te dejas la piel en batir una mejor marca cada vez que vas a la piscina no vale la pena que lo hagas. Yo hago todas estas cosas por puro disfrute, algunas me salen mejor y otras peor, pero a ninguna le dedico más horas de las que me pide el cuerpo ni ninguna me roba el sueño. Y, sin embargo, con esto de escribir sí que me sentía en deuda. Después de todo, fue la primera. Mi primera gran afición, después de aprender a leer y devorar todas las novelas de literatura juvenil que mi madre me traía a casa. Aún recuerdo las historias que inventaba y escribía en mi adolescencia, cuando pasaba horas encerrada en mi cuarto, escuchando (ahora) clásicos del indie-pop en el viejo equipo de música que heredé de mis padres. Como soy traductora (empieza a sonar como un mantra ya) y paso tanto tiempo delante de la pantallita leyendo y escribiendo, estos últimos años me ha costado mucho trabajo volver a sacar el tiempo que esta afición mía merece. Pero, irónicamente, una leve enfermedad y unos días en cama han venido a devolverme una inspiración y unas ganas que temía que no volvieran a llamar a mi puerta.
No sé qué saldrá de aquí. Probablemente historias, reflexiones, paridas y divagaciones. Pero está bien como esté, pues, como con todo lo demás que os comentaba, solo espero disfrutar con ello.
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