Annetje estaba en la cama, enferma. Tiritaba de
frío y miedo. Había vuelto a vomitar junto a la cama, y el olor de la papilla que
se resecaba en el suelo se unía al otro, el de putrefacción que inundaba la
casa y la escalera, y que impedía a la niña sentirse mejor. Tras largo rato en
la cama, entendió que estaba sola, ya que no escuchaba pasos de su madre en el
desván. Se sentía un poco mejor, no sabía si es que la pestilencia había
remitido un poco o era ella, que se había acostumbrado. De cualquier manera, se
levantó y salió a la cocina en busca de algo que comer. Se sentía muy débil
después de dos días sin probar bocado. La cocina estaba desierta, ni rastro de
alimentos. Estaba a punto de echarse a llorar cuando escuchó pasos en la
escalera del edificio: era el lechero que traía leche fresca. Su instinto de
supervivencia se avivó cuando notó pasos en el desván; tenía que hacerse con
esa botella antes que su madre, por lo que se dirigió a la puerta de la entrada
y pegó la oreja para escuchar mejor al lechero. El inconfundible tintineo de
las botellas de cristal chocando entre ellas ascendía por la escalera. Una
pausa. La cesta descansando en el suelo y más tintineo de cristales, el hombre
cambiaba la botella vacía de la vecina por una nueva. De nuevo, pasos
ascendentes y la niña nerviosa al oír el sonido metálico de las llaves allá
arriba, intentando abrir la puerta del desván. «¡Dese prisa, dese prisa! ¡Por
favor, señor lechero!», rogó la chiquilla en silencio con las palmas de las
manos unidas en un gesto de súplica. Por fin, los pasos se alejaron escaleras
abajo a la par que el chirriar de los goznes de la puerta del piso de arriba
delataba la presencia de madre en la casa. Annetje abrió la puerta y en ese
momento, la mujer, al darse cuenta de lo que sucedía, comenzó a chillar.
—¡Ladrona, ladrona! ¡Esa leche es mía, pequeña
arpía! ¡Ni se te ocurra llevártela porque lo pagarás caro!
Pero Annetje ya corría escaleras abajo con la
botella agarrada firmemente entre sus bracitos. Corrió y corrió hasta que se
vio a salvo, aunque su madre ni siquiera la había seguido fuera del portal. La
niña miró a su alrededor y se dio cuenta de que estaba en camisón y zuecos en
medio del parque del Lago del Amor con una botella de leche en las manos. Se
sintió muy desgraciada y empezó a llorar, sentada en la orilla. Tenía mucho
frío y ni siquiera tenía fuerzas para desenroscar la tapa de la botella y beber
un poco. Si no se movía, moriría congelada allí mismo, por lo que a duras penas
se levantó y desanduvo el camino hacia casa, que le pareció eterno. Su cabecita
no paraba de darle vueltas a lo que diría Madre cuando la viera aparecer,
dudaba incluso que quisiera abrirle la puerta. Caminando por las calles de la
ciudad, se dio cuenta de que la gente mayor la miraba con lástima, pero nadie
se acercó a preguntarle si necesitaba algo. El mundo era en verdad un lugar tan
frío y tan gris como el cielo que se recortaba sobre los tejados de las casas.
La humedad de los canales le entumecía los huesos y para cuando llegó a su
casa, la niña apenas se tenía en pie. Se cayó en medio de la escalera, las
fuerzas le habían abandonado entre el primer y el segundo piso, y allí se
quedó, echada contra la pared, los deditos rígidos y medio congelados.
Cuando despertó, no sabía dónde estaba. Las
sábanas entre las que dormía no eran las suyas. Ese techo tampoco, pues estaba
más descuidado aún si cabe que el que se alzaba sobre su cama. La cabeza le
dolía mucho y, poco a poco, fue recordando lo que había sucedido. Se acordó de
la leche y se incorporó de la cama nerviosa. Miró a su alrededor y no reconoció
ninguno de los objetos que la rodeaban. Sin embargo, la atmósfera no le era del
todo ajena; en el aire flotaba el mismo fétido olor que en su casa. Cuando
estaba empezando a adivinar dónde se encontraba, entró en la habitación una
anciana encogida de pelo blanco, que traía en sus manos un tazón de leche
caliente con sopas de pan flotando en ella. Annetje la reconoció, a pesar de
que sólo la había visto a través de la ranura de la puerta cuando se asomaba a la
escalera para verlas a ella y a su madre subir o bajar. A esa señora le
encantaba controlar cuándo entraban y salían, aunque nunca había entendido qué importancia
podía eso tener para ella. Sin embargo, en ese momento, mientras sorbía la
leche caliente que le recomponía su castigado cuerpecito, la niña creyó
adivinar el motivo. La pobre estaba muy sola allí, sin hablar nunca con nadie.
Sintió ternura por la anciana.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Annetje.
—Geertje, niña.
Pero come, come, ya hablaremos cuando te hayas saciado. La mujer se quedó allí,
sentada junto a la niña en el borde de la cama, mirándola. Eso no incomodó a
Annetje, muy al contrario; le gustaba que la mujer estuviera pendiente de ella.
—Ya está,
estaba muy bueno. Muchas gracias, señora.
—Llámame
Geertje, que señora es muy serio —la anciana le
guiñó un ojo, arrancando una sonrisa en los labios de la pequeña. Hablaron
durante mucho rato. Geertje le explicó que había oído cómo se desmayaba en la
escalera y había acudido a ayudarla. «Pobrecilla, estabas helada, cariño». Era
una mujer de buen corazón, de eso Annetje se dio cuenta en seguida. No le
recordaba a su abuela, a pesar de que tendría la misma edad. Esta era más
frágil, más vieja y, pese al escaso contacto físico que habían tenido, era
además y sin ningún tipo de duda, mucho más cariñosa.
—No te pareces
en nada a mi abuela, ¿sabes? —dijo la
pequeña, tras esta reflexión.
—¿En serio? ¿Y
eso es malo, mi niña?
—Mmmm —la chiquilla lo meditó un instante—. No, yo creo que no. Es mejor.
—Me alegro
mucho —la anciana sonreía con dulzura—. Y ahora, dime, ¿sigues teniendo hambre?
Annetje no era consciente (aunque lo sospechaba) de
la suerte que había tenido al ir a dar con Geertje. La buena mujer estaba muy
sola desde que su hijo la dejó para luchar las guerras de los españoles. Era un
joven rebelde y de espíritu bravo, y ella lo quería con locura. Tenía miedo de
que cualquier día un comunicado oficial le confirmara lo que llevaba temiendo
durante unos meses; no era normal que su hijo se retrasara tanto con el correo.
Solía ser muy puntual. Así que pasaba el día en casa, sola, y esperaba, sentada
en su sillón, que ocurriera algo. Por supuesto, se había enterado de lo
sucedido en el piso de arriba, la trágica muerte de Pieter y el repentino cambio
de humor de la señora Vermeer. En los tiempos que corrían, no era fácil ser
viuda con una niña pequeña a cargo, pero de todos modos saltaba a la vista que
nadie se había ocupado de la pobre Annetje durante días. Su madre estaba
perdiendo el juicio, lo que daba mucho que hablar entre la gente de la ciudad.
Además, estaba lo del olor… olía a muerte, sí, era eso a lo que olía, Geertje
lo sabía muy bien, aunque no quiso decirle nada a la niña. Cada día era más
fuerte, adhiriéndose a la sopa, a los muebles, al alma. La gente comenzaba a
evitar pasar por esa calle, «la calle de las brujas». A ella también la
llamaban así, esas pobres gentes incultas no sabían nada, pero les encantaba
hablar de todo. Y esa niña de ojos grandes y claros se había quedado muy sola sin
saberlo, pues una niña sin madre deja de ser una niña y no puede dar marcha
atrás nunca más.
La anciana mujer reflexionaba seria, mientras
tejía sentada en su sillón junto a la ventana, aprovechando las últimas horas
de luz. Como todas las mujeres de la época, Geertje sabía tejer encajes muy
bien. Era el principal producto que Brujas seguía produciendo y exportando;
atrás habían quedado los años de abundancia y de esplendor económico como
primera ciudad flamenca, en los que el comercio textil jugó un papel
primordial. No obstante, para ella el encaje era una manera de salir adelante,
un medio de sobrevivir a la decadencia económica. No podía permitirse muchos
caprichos, pero tampoco le iba tan mal. Cuando hacía buen tiempo acudía con
otras encajeras a la Walplein, donde se reunían y charlaban mientras realizaban
sus labores. Dominaba el «punto de bruja», para el cual necesitaba entre unos
300 y 700 husos, y no quería morirse sin transmitir ese arte a alguna hija o
nieta; lo adoraba.
La niña estuvo en la cama durante una semana, y
durante todo ese tiempo, Geertje se estuvo ocupando de ella. Le daba friegas
con agua fría cuando le subía la temperatura, infusiones para la fiebre y cuidó
de que estuviera bien alimentada e hidratada. Para Annetje, por su parte, esos
días fueron un buceo casi constante entre sueños nebulosos y vigilias
inquietas. Apenas se enteraba de nada de lo que ocurría, no era consciente del
espacio ni del tiempo, le parecía haber dormido apenas unas horas. Cuando
despertó, al cabo de una semana, llamó a Geertje.
—¡Geertje,
Geertje! ¡Ya estoy bien! Voy a subir a casa, seguro que madre está preocupada,
pues desde que me fui ayer con la leche no me ha visto.
—¡Pobrecita
mía! Llevas durmiendo muchos días, pero no te preocupes por tu madre, que ya
subí yo a decirle que estabas aquí.
—¿Sí? ¿Y ha
venido a verme?
—¿Sabes qué? —contestó la anciana, evitando la pregunta de
la niña— Será mejor que te levantes y vengas a la cocina
a comer algo. ¡Debes de estar hambrienta!
Annetje se quedó pensativa, recordando. Y fue en
ese momento cuando tomó conciencia de que ya no podría seguir contando con el cariño
de Madre. Tampoco con el de Padre. Ni mucho menos con el de Abuela. Sentada en
una silla de la cocina, empezó a llorar amargamente mientras la mujer intentaba
consolarla.
—Mi niña, no
llores. Tu madre está triste y ahora mismo no es ella, eso es lo que le pasa.
Ten paciencia, la pena es un mal muy grande y ni el más sabio de entre los
sabios puede decir cuándo y cómo se curará, pues la cura la tiene ella misma,
aunque no lo sabe. Sécate las lágrimas y come un poco.
Sirvió patatas y col cocidas en un tazón que puso
delante de la niña, junto con una chuleta de cerdo. La pequeña miró a la mujer
asombrada con los ojos enrojecidos del llanto; sabía que la carne era un lujo.
—Tienes que
reponer fuerzas para que no regrese la fiebre. Come, come. Yo me pondré un poco
y te acompañaré.
Annetje no se hizo de rogar y comió con avidez.
Eran sus primeros bocados sólidos en muchos días. Geertje la miraba con una
sombra de preocupación en la cara. Sospechaba lo que ocurriría cuando la niña
subiera a su casa y hablase con su madre. Temía que la rechazara, que la echara
a la calle como a una rata. O peor, que la maltratara. Le había tomado cariño a
la niña de ojos claros, en cierto modo estaba tan sola en el mundo como ella.
—Te propongo una
cosa, Annetje. Mira, ahora cuando termines de comer subes a casa para que tu
madre vea que estás bien, ¿de acuerdo? Es tu casa y ella es tu madre, y es ahí
donde tienes que estar —los ojos de la
niña se inundaron de lágrimas—. No seas
boba, escúchame bien: podrás venir a verme cuando quieras, vivimos muy cerquita
¿no es verdad? —Annetje
asintió—. Claro que sí, no hay ningún problema, nos
veremos mucho. Incluso puede que te enseñe a tejer encajes, ¿quieres?
Annetje asintió entre pucheros. Era consciente de
que tenía que ir a su casa, aunque era lo último que le apetecía hacer. Se
encontraba muy a gusto con Geertje, en cierto modo era como tener una abuela
nueva. Tras hacerse la remolona un rato en la silla, balanceando las piernas y
mirándose las manos, se puso en pie y se dirigió al dormitorio para vestirse,
pero una vez allí se dio cuenta de que no tenía ropa, pues había llegado en
camisón. Volvió a la cocina, donde la anciana mujer fregaba en un barreño los
pocos platos que habían usado. Se quedó observándola y sintió que ya no temía
subir arriba y enfrentarse a sus miedos, pues ahora tenía a alguien dispuesta a
ayudarla. Se sintió más grande, más adulta, al darse cuenta de todo lo que la
mujer había hecho por ella mientras había estado enferma. La mujer se volvió a
la niña al notar su mirada en la espalda.
—¿Necesitas
algo más, pequeña?
—Sí —Annetje se acercó despacio y abrazó con fuerza a
la mujer—, quería darte las gracias.
Y dicho esto, salió de la casa a toda prisa, e
incluso sonreía. Subió el tramo de veinte escaleras (las contaba a menudo
cuando iba y venía de la escuela) que la separaban de su madre con decisión y
llamó a la puerta de su casa. Para su sorpresa, su madre no tardó en abrir.
Abrió y la miró sin reconocerla. Su rostro expresaba impaciencia.
—¿Trae usted la
leche? —preguntó— Hace días que
no la recibimos.
—¿Madre? —Annetje no entendía nada. El semblante de su cara
cambió, pareció ensombrecerse de pronto, como si hubiera visto algo que no le
gustaba en absoluto.
—Vaya, eres tú.
Dime qué quieres, pequeña ladrona. Desde el día que desapareciste no hemos
vuelto a recibir ni una gota de leche, a saber qué le dijiste a ese pobre
hombre para que tema volver por aquí.
—Yo no le dije
nada —respondió Annetje muy seria—, me llevé la leche porque tenía hambre.
—Eres una
desgraciada y una desagradecida. ¡Yo te di la vida, mocosa! Aunque eso no tenga
ningún valor para ti.
—Sí, ¡pero
estaba enferma y usted no se ocupó de mí!
—¡Maldita niña,
ya eres mayorcita! Pasa dentro, entra frío de la calle y no quiero enfermar yo
también. ¿Dónde has estado todo este tiempo, ¿eh? Pequeña zorra… ¡a saber lo
que habrás hecho!
Annetje no le dijo a su madre que había estado en
la casa de abajo, con la buena de Geertje, intuyó que era mejor callar y tener
un lugar donde su madre no pudiera encontrarla.
—¿Y por qué
huele tan mal? —ahora Annetje
se rebeló, encontraba en su interior una fuerza desconocida al enfrentarse a
esa mujer que un día la quiso tanto— ¡Esconde
tanta comida ahí arriba que se pudre antes de que se la pueda comer toda! ¡Y
mientras, yo pasando hambre!
—¡No tienes ni
idea de lo que dices! No entiendes nada, ¡métete en tus asuntos y no me
molestes más! ¡Y ahora, vete! ¡Largo de mi vista, ya no eres mi hija!
—¡Dígame por
qué! ¿Qué pasa, madre? ¿Por qué está así?
—Estúpida, tu
padre ya no está y él era todo lo que me ataba a este mundo: sin tu padre, mi
vida no tiene razón de ser, y sin él, tampoco tú significas nada para mí.
Esas palabras fueron demasiado para la niña, que
se metió corriendo en el dormitorio cerrando la puerta tras de sí. Se metió en
la cama sollozando. Mientras, en la cocina, su madre continuaba lanzando
palabras de reproche contra ella. Al cabo de un rato, Annetje no sabría decir
cuánto, los gritos cesaron y ella se quedó dormida. Tenía bien agarrado en su
mano un manojo de menta que le había dado Geertje. Le había dicho que eso la
ayudaría a dormirse cuando la pestilencia no la dejase conciliar el sueño. En
efecto, ayudó y mucho. La niña consiguió evadir los problemas y soñó con un
reino lejano, situado justo encima de la primera estrella de la noche, esa que
tanto brilla, y donde ella reinaba. Soñó que la luna llena era su vecina, que
cocinaba exquisitos platos para ella y que a su alrededor todo era fresco e
intenso. No quería despertar, pero finalmente lo hizo. Fue un golpe seco lo que
la devolvió de vuelta a la realidad. Venía de arriba, fue sólo un momento. Todo
volvía a estar en calma.
Ya había anochecido y Anneje fue a la cocina. No tenía
hambre, pero empezó a abrir cajones y puertas. No sabía bien lo que buscaba,
pero seguro que lo encontraría, puesto que sería algo que marcaría la
diferencia, ya se lo decía siempre padre. Encontró un carboncillo afilado que
se guardó enseguida en el bolsillo de su delantal. Aunque no era lo que estaba
buscando, era un hallazgo estupendo, con eso podría practicar su caligrafía. Al
seguir registrando los muebles de la cocina, dio con algo que la dejó pensativa
mucho rato. Eran cinco tinajas de cerámica anchas y alargadas que habían sido
ocultadas con recelo en un doble fondo de uno de los muebles de la cocina,
justo donde Madre guardaba las perolas. Se había dado cuenta del falso fondo al
retirar uno de los utensilios. Una pesada tapadera metálica cayó al fondo con
tal fortuna que entreabrió una grieta en las maderas del fondo, permitiéndole
ver la cavidad de debajo. Allí estaban las cinco tinajas, con sus respectivas
tapaderas completamente selladas. Estaban llenas, de eso estaba segura, pues
pesaban mucho, y tenían una inscripción en su parte superior. Intentó leerla,
«cedri succus», pero no supo, no reconocía las palabras. Decidió que tenía que
investigar qué era aquello y por qué motivo había que esconderlo tan bien. Lo
volvió a dejar todo donde estaba, no sin antes apuntar con su carboncillo aquellas
dos extrañas palabras en un trozo de tela.