Esa
mañana, como cada mañana de domingo desde hace ya más de cuatro años, el
despertador de Aleixo suena antes del amanecer. Le cuesta ubicarse,
pero cuando consigue espabilare un poco salta animado de la cama. A pesar de
ser el día que más madruga de toda la semana, es también el que menos le
cuesta, pues lo hace para visitar a su abuelo, que es probablemente la persona
a quien más quiere del mundo.
Para
ver al abuelo, Aleixo tiene que recorrer un trayecto de unos quince kilómetros ida
y otros quince vuelta hasta la aldea en la que vive. Su familia emigró a la
ciudad con el auge de la construcción naval y aunque ahora están algo mejor,
sus escasos recursos no le alcanzan para comprarle una bicicleta con la que
desplazarse. Por eso, todos los domingos, Aleixo madruga para poder llegar a
mediodía a la aldea y pasarse las horas sentado con su abuelo, remendando redes
de pesca mientras rememoran historias de otras épocas mil veces narradas: de cuando
navegaba en alta mar, de cómo conoció y cortejó a la abuela María —una de sus
historias preferidas—, de cuando nació su madre…
Sin
embargo, ese domingo es especial. Hoy Aleixo cumple doce años y por fin, después
de salir durante muchos meses con su madre a mariscar, sus padres han
conseguido reunir el dinero suficiente para regalarle una bicicleta de segunda
mano. ¡Su abuelo no se lo va a creer! Ahora no solo podrá ir a verlo los
domingos, ¡sino todo lo a menudo que quiera! Está tan emocionado que ha
madrugado tanto como cuando tiene que ir andando, solo para sorprenderlo
mientras desayuna. No puede esperar a ver su cara de asombro cuando lo vea
aparecer montado sobre su bici. Ni siquiera le había contado que estuviera
saliendo a mariscar, para que la sorpresa fuese aún mayor. ¡Estará muy
orgulloso de él!
Tras
despedirse de sus padres con un beso apresurado —«Con sentidiño, rapaz, con
sentidiño», le grita su madre desde la puerta—, Aleixo toma la carretera
como un rayo, pedaleando todo lo rápido que se lo permiten las piernas. A su
derecha quedan los imponentes acantilados de la Costa da Morte, cuyas vistas
nunca lo dejan indiferente. Pero ese día no, ese día tiene demasiada prisa por
llegar. Mientras pedalea, imagina de mil y una formas distintas cómo será el
encuentro con su abuelo, la alegría tan grande que se llevará, la exquisita tarta
que habrá preparado la abuela para merendar…
No son
ni las diez de la mañana cuando Aleixo atisba las primeras casas de la aldea. Como
una exhalación llega a casa de los abuelos, pero el recibimiento que le aguarda
le hace frenar en seco varios metros antes. Su abuela está de pie ante el
umbral, llorando, mientras un par de vecinas tratan de consolarla. En ese mismo
momento llega también hasta sus oídos el tañido de las campanas de la ermita
llamando a muerto. A cámara lenta, observa a los vecinos acercándose desde
todos los rincones, con gesto sombrío y vestidos de luto. Un escalofrío le
recorre la espalda al comprender lo sucedido y antes siquiera de que su abuela
perciba su presencia, Aleixo se da la media vuelta y se marcha de allí a toda
prisa.
Por
segunda vez en pocas horas, trata de pedalear todo lo rápido que se lo permiten
sus ya agotadas piernas. Como si alejarse de allí pudiera cambiar el curso de los
hechos. Pero las lágrimas no le dejan ver la carretera y al poco debe detenerse
en el arcén para tomar aliento.
Allí
de pie, postrado ante la inmensidad del mar siente tanta rabia que piensa que
va a volverse loco y nota cómo un intenso impulso por lanzarse al vacío se
apodera de él. A lo mejor de ese modo consigue aplacar el sufrimiento que le
atraviesa en dos el pecho. Se queda mirando su bicicleta, la magnífica
bicicleta que iba a permitirle visitar a su abuelo no solo los domingos, sino
varias veces por semana. Un sueño hecho realidad que, sin embargo, se ha visto truncado
antes siquiera de llegar a abrir los ojos. Dirige entonces su rabia contra ese
objeto adquirido con tantos meses de trabajo y esfuerzo. Al final, ¿para qué? En
un último gesto desesperado, la agarra sin miramientos y con un desgarrador
grito de dolor, la arroja al acantilado. El estruendo de las olas rompiendo
furiosas contra la costa amortigua el ruido de la bicicleta al caer, pero la
imagen de los hierros destrozándose contra las rocas ejerce un efecto catártico
en el alma de Aleixo que permite que, lentamente, este salga de su trance y
recupere el control. Angustiado, toma conciencia de lo que acaba de hacer.
—«Agora
xa foi»— piensa, —te toca volver andando a casa—.