martes, 21 de febrero de 2017

De la catarsis

El humo del cigarrillo formaba una delgada columna que ascendía, serpenteante, en el aire frío de finales de noviembre. Como cada tarde, la espera apoyado contra la pared de su portal, con la mirada perdida y la mente alerta.

La vida no la componen los hechos; la vida está hecha de recuerdos. Esta verdad tan sencilla, tan absoluta, tan universal, hace mucho tiempo que se ha convertido en su principio rector. Como si de un historiador se tratase, había consagrado su existencia a alterar recuerdos y, con ello, los propios hechos. Se sentía inmensamente poderoso; pocas personas tienen una capacidad de creación semejante. Personalmente, él no conoce a ninguna. Al principio, anotaba los hechos tergiversados en un cuaderno y los repasaba cada noche, memorizándolos, para no decir nada que pudiera delatarlo; pero de eso hacía mucho tiempo, era casi un niño. Ahora, lo que empezó como un juego se había transformado en su forma de vida y las mentiras salían de sus labios con tal naturalidad que nunca nadie había sospechado nada. El poder de cambiar los recuerdos le permitía, a su vez, alterar el presente. Y, con ello, su propia vida. Podía ser quien quisiera ser. Y eso era algo enorme.

Como cada tarde, vuelve del trabajo agotada. Como un autómata, sale del metro y enfila el camino a casa. Tiene la sensación de que su vida transcurre entre las cuatro paredes de la oficina, bañada por las luces de los tubos fluorescentes. Y, sin embargo, la angustia que esa tarde le oprime el pecho nada tiene que ver con el trabajo. A mediodía le ha pedido a su compañero que haga una llamada de teléfono por ella. Era una llamada sencilla, pero muy importante y no ha tenido el valor de hacerla sola. La llamada le ha confirmado aquello que venía sospechando desde hace algún tiempo: después de todo, no es arquitecto. O, al menos, en el despacho donde dice trabajar, nadie lo conoce. No es la primera mentira que ha descubierto y ahora necesita todo el valor que pueda reunir para hacerle frente a la situación. Todo el valor que no tiene. Con el pulso acelerado y paso inseguro, dobla la esquina. Allí está él, como cada tarde, apoyado junto al portal, fumando un pitillo. ¡Ah! ¡Cómo desprecia esos cigarrillos! La sacan de quicio. Siente auténtica aversión por su olor y no puede ocultar las muecas de asco cada vez que él, haciendo caso omiso de sus peticiones de que, por favor, no fume en su casa, de que no fume en su coche, sonríe sarcástico y enciende un nuevo piti. El simbolismo de la situación es tan fuerte que es la única parcela de su intimidad en la que ella se atreve a protestar, a quejarse, a exigir. En balde. Al final, él siempre acaba fumándose su cigarrillo.

La ha visto acercarse por el callejón, pero finge no haberse dado cuenta y sigue dando caladas de su cigarro. Detesta la forma en la que ella lo mira cuando fuma, censurándolo, como si fuera un delincuente, lanzándole invisibles cuchillos de hielo con los ojos. A veces tiene que hacer un verdadero esfuerzo por recordar por qué sigue con ella. Pero sí, así es más fácil; con ella todo es más fácil. Es una pieza clave del puzle de su realidad. Le ayuda a que todo encaje y nunca hace muchas preguntas. Confía en él y cree en él. A veces, incluso Dios necesita una secretaria.

Por fin, ella llega hasta él y entran juntos al apartamento. Ella se sienta lejos, todo lo lejos que le permiten los escasos veinte metros cuadrados, y la discusión empieza. Tiene miedo, mucho miedo. Nota el corazón latirle con fuerza en el pecho y la respiración agitada, no ve ni piensa con claridad e intenta seguir el hilo de la conversación. Pero él lo está haciendo otra vez: está cambiando sus palabras, alterando los hechos; la confunde, ya ni sabe lo que ha dicho. “Ten cuidado. Que no se entere de que lo sabes.” Después de todo, no sería la primera vez que se pone violento. “No lo digas.” Finalmente, él la ayuda: “Entonces, ¿quieres dejarlo?” Está fumando, ¿por qué está fumando en su casa? ¿Cómo es posible? ¿En qué momento se ha encendido el piti? “Sí, yo ya no puedo más.” Y él se marcha. Es increíble, ¿ya está? ¿Se ha marchado de verdad? No puede creerlo. Aún le tiemblan las manos. Por si acaso, decide apagar el móvil.


Ya en la calle, mientras apura su cigarrillo (le gusta fumarlo hasta el filtro), piensa en lo que ha pasado. ¿Acaso sospechará algo? Imposible. Piensa en cómo puede reescribir ese recuerdo; después de todo, tal y como ha ocurrido, no le conviene. ¿Qué se ha creído? No lo piensa permitir. Las cosas no van a quedarse así.

miércoles, 15 de febrero de 2017

De la resaca de San Valentín

A pesar de lo que muchos puedan pensar, lo que me molesta de San Valentín no es no tener pareja. No me frustra no estar enamorada y no recibir flores en mi oficina. No me incomoda no poder dedicar en las redes sociales un tierno mensaje a esa persona especial. No lo necesito. Soy afortunada, recibo muchísimo amor.

Lo que me molesta de San Valentín es, precisamente, la mercantilización de los sentimientos. Lo que me incomoda es el negocio del amor, son las decenas de mensajes publicitarios vendiéndote las mejores escapadas de ensueño, los planes más románticos y los regalos más originales para sorprender a tu media naranja. Todo al mejor precio. Porque ya se terminaron las Navidades y se agotaron las rebajas. Y en febrero hace frío y los bolsillos se quedan en cueros, y se nos habían acabado las excusas para consumir. Hasta que llegó San Valentín y el capitalismo se vistió de rojo-corazón, frotándose las manos. Y es que, ya se sabe que el amor todo lo puede.

Lo que me frustra de San Valentín es su contribución a mantener viva la llama del amor romántico. ¡Ay! ¡Cuánto daño hace este vil matrimonio entre el capitalismo y el patriarcado! Cuántas y cuántos de nosotros nos tragamos el cuento del amor eterno, el mito de la media naranja; cuántas nos creímos la mentira de que el amor nos haría plenas, felices, de que acabaría con nuestros problemas. A costa de imitar los roles impuestos, de ajustarnos a los patrones establecidos. Nosotras, dulces, débiles y comprensivas. Ellos, fríos, valientes y aventureros. Ellos, libres. Nosotras, sumisas. Lo hemos visto en los cuentos, en las novelas, en el cine, en la música, en la publicidad, en los vecinos, en la familia… Todo eso no puede estar equivocado… O quizá sí. Que el amor romántico no es bueno para nadie, es evidente, pero tampoco es cierto que sea malo para todos por igual. Puesto que, como buen hijo (bastardo) del capitalismo y el patriarcado, se ceba especialmente con nosotras. Como no podía ser de otra manera, a nosotras nos deja la peor parte. Después de todo, somos muchas, así que será mejor tenernos calladitas y preocupadas por cosas como enamorarnos y casarnos, no vaya a ser que nos dé por investigar e inventar, o por dirigir países y grandes compañías.

Yo, que me muevo en círculos que tampoco casan precisamente con las ideas del amor romántico, ayer tuve la suerte de poder leer no pocas publicaciones orientadas precisamente a la desmitificación de este tipo de amor. Campañas de concienciación. Mensajes de empoderamiento y de denuncia de la violencia de género, una de sus consecuencias naturales. Y ese San Valentín sí me ha gustado. Convirtamos este día en un día en el que todas reivindiquemos un cambio de esquemas, un amor libre, consciente y autónomo. Basado en el cariño y la confianza, no en los celos ni la posesión. Porque amarnos, por amarnos, ya lo hacemos todos los días del año.

martes, 7 de febrero de 2017

Del Capítulo 6 de la I Parte

Hendrick se encontraba en su estudio y paseaba nervioso de un extremo al otro de la habitación, aparentemente ajeno al desorden que reinaba en ella. Tenía los tres cuadros del encargo debidamente envueltos en lienzo y papel, atados con cuerdas alrededor de los mismos. Se trataba de falsificaciones casi perfectas de tres conocidas obras de Hugo van der Goes, artista que había hecho una carrera prodigiosa en la ciudad a finales del siglo pasado. Ahora había muerto y su obra se estaba revalorizando, ocasión que aprovechaba nuestro amigo para llenarse el bolsillo, ya que su propia pintura no quería o no podía darle de comer.

Se le daban bien las falsificaciones. Todo había empezado como una afición sin malicia en su juventud. Se podría decir que había aprendido a pintar copiando obras ajenas y, casi sin darse cuenta, se había especializado en eso. Sin embargo, cuando llegó el momento de crear sus propias composiciones, las cosas no marcharon tan bien. Se trasladó a Brujas con la esperanza de encontrar un buen maestro en la antigua ciudad de las artes, pero en lugar de eso encontró una provinciana villa en decadencia, en la que la mayor parte de los habitantes carecían de oficio y beneficio. Muchos otros habían emigrado a ciudades más prósperas y el antiguo puerto de la ciudad estaba abandonado. Por todas las esquinas encontrabas antiguos mercaderes o marinos hoy dados a la bebida y sumidos en el oscuro abismo del alcohol, el juego y las mujeres. Las tabernas se llenaban cada noche de esa escoria que se refugiaba en las pintas de cerveza para olvidar que pasaban hambre o que tenían una familia a la que alimentar. No era fácil sobrevivir allí. Los oficios estaban infravalorados y no había apenas comercio, por lo que los artesanos eran pocos y vivían humildemente, a veces rozando la pobreza. Tampoco era extraño ver a niños mendigando, enviados por sus madres para conseguir algo que comer gracias a la compasión que despierta un chiquillo hambriento. Y por si todo esto no fuera poco, estaba la guerra con los españoles, que habían tomado Flandes. Los flamencos eran un pueblo rebelde y no estaban dispuestos a subyugarse a unos extranjeros de tez morena, por muchas tierras que hubiesen conquistado o descubierto. Ellos no dependían más que de sí mismos. Muchos hombres jóvenes y no tan jóvenes que lo habían perdido todo iban al frente a luchar en la guerra sin fin contra los sureños. Y entre tanto, la ciudad se hundía cada vez más en el abismo de la mendicidad, la pobreza y el paro.

Fue precisamente a este marco donde vino a parar el joven aspirante a artista Hendrick de Hooch, con la cabeza llena de sueños de grandeza y los bolsillos, vacíos. Sus primeros meses los pasó malviviendo de la venta de tablillas de temas religiosos mientras encontraba algún maestro que lo mantuviera. Por supuesto, no encontró a nadie que estuviese dispuesto a aceptarlo como aprendiz; no corrían buenos tiempos para nadie. Así fue transcurriendo el tiempo, hasta que un buen día que se encontraba en el mercado regateando con un ama de casa que quería comprarle un cuadro del patrón de la ciudad, un hombre de aspecto sospechoso se acercó a hablar con él. La mujer se largó de allí en cuanto lo vio aparecer y el joven Hendrick maldijo a aquel hombre que acababa de espantar su comida para los próximos cuatro días. «Si me permite robarle un poco de su tiempo, estaría encantado de compensar su pérdida invitándole a un delicioso almuerzo en la posada del Asno Ciego, ¿qué me dice, joven?». Por supuesto, Hendrick aceptó el ofrecimiento y se alejó del mercado en compañía de aquel hombre de cabello y abrigo grises, del que nunca supo su nombre. Pero lo que aún hoy podía recordar fue el exquisito plato de costillas de cerdo con chucrut que comió aquel mediodía. Su mejor comida en muchos meses. Mientras masticaba y bebía de su pinta de cerveza, aquel hombre que lo miraba fumando y sin probar bocado de su plato le habló de negocios. «He observado -comenzó-, que es usted un magnífico artista. Y he observado también que no recibe el reconocimiento que merece. Sin embargo, trabajando para mí, eso podría cambiar». El joven escuchó con atención lo que el hombre cano le estaba proponiendo: trabajar para él «reproduciendo» cuadros de conocidos artistas por los que le pagaría y que, posteriormente, él se encargaría de vender. Era un negocio redondo, él haría lo que mejor sabía hacer y cobraría por ello sin importarle nada lo que ocurriría con el producto final. Recibiría, además, un estudio en el centro de Brujas y dinero con el que pagar los materiales que necesitara para empezar. A partir del primer encargo quedaba adherido a su «empresa», de la que no podría desvincularse salvo que tuviera que hacerlo por los motivos que ella considerase oportunos. También tendría que adaptarse al modo de operar de la empresa. Tenían unas reglas, unas reglas que no podían ser cambiadas, ni mucho menos ignoradas, o los negocios entre ellos se habrían terminado. Ellos le proporcionarían los cuadros que tendría que copiar y le pagarían en el momento de la entrega. El precio dependería de la obra en cuestión y tendría que buscar un intermediario, ya que no querían tratar con él directamente; había que tomar precauciones. La semana siguiente tendría que presentarle a su socio y, a partir de ese momento, no volverían a verse más.

Cuando Hendrick terminó de comer, el hombre le entregó una hoja de papel con la fecha y el lugar de la próxima y última cita. «Si no apareces con tu socio daremos por supuesto que no quieres formar parte de la empresa y no volverás a vernos por aquí. Si piensas venir solo, será mejor que te ahorres el viaje». Ese día, el joven se fue bastante confuso a la cama. Por aquel entonces vivía en una habitación que una anciana avara y desagradable le alquilaba por semanas en su casa y que estaba pensando en dejar, pues le debía ya un par de ellas a la malhumorada señora. Esa noche estuvo largo rato pensando, a la luz de la vela. Pensando en los pros, que le parecían muchos, pero también en los contras. Evidentemente, lo que ese hombre de pelo gris le estaba pidiendo era que falsificara obras para él. Era joven, pero no tonto, y sabía lo que quería decir con «reproducciones» y «empresa». El problema era encontrar un socio; no era una persona sociable y solía pasar mucho tiempo solo. Tampoco acudía a ninguna taberna, puesto que no podía permitirse la cerveza. Estaba hecho un lío. La cuestión moral de todo el asunto no le preocupaba, en principio; después de todo, se encontraba en la miseria y no conocía otro modo de ganarse la vida. Estaba harto de los cuadrillos religiosos y, aunque sabía que muchos de los encargos tendrían esa temática, por lo menos ésos le permitirían vivir bien. ¡Hasta tendría su propio estudio! No tendría que estar todo el día esquivando a la vieja usurera, que pegaba la oreja a la puerta para controlar cuándo entraba y salía, para así poder pedirle el alquiler, abusivo para el cuchitril en el que estaba viviendo. Cuando sopló la vela para conciliar el sueño, ya tenía decidido que en los días siguientes y previos a la cita con el contrabandista invertiría su pequeño capital en buscar un socio. Dicho y hecho. Comenzó a frecuentar la posada del Asno Ciego, que conocía de su comida con el «empresario». Las primeras noches apenas pudo entablar conversación con nadie, pero, poco a poco, se fue integrando en el mundillo de los bebedores a medida que iba tomándole el gusto a la cerveza. Se fijó en un chico menudo y tímido que bebía en el extremo de la mesa, una presa fácil. El chico era aprendiz, trabajaba para un artesano que abusaba de él y le pagaba poco. Supo en seguida que quería casarse, pero que, tal y como estaban las cosas, le resultaba impensable pedir la mano de su novia, pues no tenía prácticamente nada que ofrecerle. No le costó mucho tiempo convencerlo de que se asociara con él. Nadie sabría una palabra sobre el asunto, era fundamental, y él podría formar felizmente la familia que tanto deseaba con su preciosa y joven novia.

El día de la cita, los dos chicos se encontraban esperando en uno de los más de cincuenta puentes de la ciudad. Era el punto de encuentro acordado. Hendrick llevaba un par de tablillas como muestra del acuerdo que iban a firmar. Estaban muy nerviosos, aunque realmente no tenían ni idea de con quién se las verían. En cualquier caso, hombres peligrosos, se tomaban muchas molestias con todo aquel protocolo del intermediario y los encuentros pactados. Finalmente, apareció un hombre joven, no sería mucho mayor que ellos. Era rubio y llevaba una gorra de cuadros con chaleco a juego. Parecía de clase alta. Se acercó a los chicos y entabló rápidamente conversación con ellos. Pertenecía a la empresa y acudía para cerrar el trato e informarles en mayor detalle, ahora que iban a trabajar juntos, de las reglas que el hombre del pelo gris le había adelantado ya el día en el que se conocieron. Pues bien, a partir de aquel momento, el chico menudo que acompañaba a Hendrick sería el contacto con la empresa. Sería con él y exclusivamente con él, con quien él o sus otros socios hablarían. A él le entregarían los cuadros que posteriormente Hendrick tendría que falsificar, así como las fechas y lugares de encuentro para los futuros trabajos. Él sería también el encargado de realizar las entregas, en las que se comprobaría la calidad de las obras y se realizaría el pago. Ese día, sin embargo, era una excepción. Estaban allí los dos con el fin de conocer al contacto, pero sería la última vez que Hendrick viera o hablara con algún miembro de la empresa. En cada cita, el contacto cambiaría, a el fin de evitar un posible delato. Los chicos asentían a cada regla. «De acuerdo, perfectamente de acuerdo en todo». El chico de clase alta entregó un juego de llaves a cada uno de ellos, que lo miraron interrogantes. «Son las llaves de vuestras nuevas casas, el alquiler de los seis primeros meses está pagado, pero cuando pase ese tiempo tendréis que ser vosotros los que corráis con los gastos. Si hacéis las cosas como os acabo de explicar, os aseguro que para entonces no tendréis problemas económicos». Eso había sido todo. Sin más, el chaval le entregó unos grabados a Hendrick con las obras que tendría que falsificar y una cuartilla a su socio con los datos de la próxima cita. Esa fue la última vez que lo vieron.

¡Había pasado tanto tiempo desde aquel día! Hendrick lo pensaba ahora, mientras continuaba paseando de extremo a extremo de la habitación. Efectivamente, el piso estuvo pagado durante los seis primeros meses de trabajo, pero él recibió en ese tiempo muchos más encargos que en los siguientes años. Cada vez tenía menos trabajo, motivo por el cual había tenido que empezar a pintar obras propias que poder vender en el mercado si no quería pasar hambre, ya que el negocio con la empresa apenas le daba para pagar el alquiler. Lo habían engañado. Y no había sido difícil, era joven y, después de todo, fácilmente manipulable. Pero ahora estaba atado, no tenía otra cosa; vivía de eso. Su socio, por su parte, fue más listo. Supo invertir y las cosas le fueron bien; ahora tenía incluso su propio taller. La empresa no le suponía sino un sueldo extra, le permitía vivir bien e incluso darse algún capricho de vez en cuando, mientras él, el artista, el que permitía que todo eso fuera posible, el que le había proporcionado el empleo, pasaba hambre y los veía a él y su asquerosa familia comiendo carne una o dos veces por semana.

Sin embargo, ahora las cosas iban incluso peor. Después de todo, hasta este momento nunca había tenido problemas con la empresa. Hasta que el malnacido de su socio se marchó, dejándolo en calzones frente a los contrabandistas. ¿De dónde iba a sacar él un socio nuevo en tan poco tiempo? Y, además, debía ser un socio en el que sus superiores confiasen, ya que corría el riesgo de que no le pagasen su último encargo, el mejor desde hacía muchos meses. Esperaba sacar una buena tajada de las tres tablas del pobre desgraciado de Hugo van der Goes, algo que le permitiera pagar la deuda del alquiler y salir de aquella ciudad maldita en busca de un futuro mejor. Viajaría a España y, desde allí, quizá al Nuevo Mundo, no lo tenía muy claro aún. Continuaba paseando nervioso de esquina a esquina de la habitación mientras una idea un tanto descabellada empezaba a tomar peso en su cabeza. Una idea que había intentado desechar, pero que volvía insistente, atrayéndolo desde algún rincón de su cerebro e instándolo a escucharla. Esa idea era, por supuesto, Marten. ¿Quién, si no? Era la única persona con la que mantenía algún tipo de relación. La única persona con la que se sentaba cuando acudía por las noches al Asno Ciego a beber, la única persona viva que había estado en su casa. Pero no se fiaba de él. Era un hombre de natural chismoso, todo lo oía, todo lo sabía. Si corría en la ciudad algún rumor, él era el primero en enterarse, si había alguna noticia importante, él se la contaría antes que nadie. Por eso no estaba seguro de querer contarle lo del negocio de los cuadros, no estaba seguro de que lo fuera a entender y, además, estaba seguro de que no le gustaría trabajar con el gordo. Sería insoportable. Por otra parte, tampoco era seguro que Marten fuese a aceptar colaborar con él, lo cual sería aún peor, ya que, en cuestión de horas, el asunto podría llegar a oídos del mismísimo gobernador y él acabaría en el calabozo. Estaba muy confuso, las tripas le decían que confiase en él; la parte razonable de su cabeza le decía que buscase a cualquier muerto de hambre que hiciera lo que él le pidiera sin hacer preguntas y por menos dinero de lo que lo haría el gordo de Marten.

Finalmente, ganaron las tripas. Si ése era su último trabajo, y efectivamente esperaba que así fuese, poco importaba a quién le contase Marten a lo que se dedicaba. Para entonces, él estaría muy lejos de Brujas. Viajaría a Amberes la mañana siguiente de la entrega, después de haber pagado sus deudas. De esa manera no habría cargos contra él, nadie lo buscaría. Dejaría el piso bien limpio, y ya podría contar y contar la sonrosada boca del gordo lo que le viniera en gana. Sin pruebas, su historia pasaría a formar parte de la leyenda local, un cuento ameno e intrigante que escuchar mientras bebes con los amigos unas cervezas en la taberna. Nada más. Ahora que su plan estaba definido se sentía mejor, más confiado e incluso contento. Se miró en un pequeño espejo que colgaba torcido de una de las cuatro destartaladas paredes del cuartucho. Sonrió a su imagen, transportándose mentalmente a un país mejor, más cálido y con mujeres más hermosas. Peinó su pelo ralo y naranja en una coleta y se dispuso a salir a la calle; esa noche tenía cosas importantes que contarle al grasiento zapatero. Tendría que ser astuto. Marten sería un chismoso, pero no tenía un pelo de tonto, así que no podría engañarle con respecto a la naturaleza de la operación. Se daría cuenta enseguida de que estaba metido en algo ilegal, y más valía que lo supiera de antemano. No le convenía crear hostilidades contra él en el pueblo, a pesar de que fuera a desaparecer de allí. No, mejor ir directos al grano. Contarle una verdad a medias. Tendría que hacer acopio de todo su poder persuasivo y ayudarse —como no podía ser de otra manera— de cerveza en abundancia. Llevaba en el bolsillo una parte importante de sus modestos ahorros. Esa noche sería él el inversor; invertiría por un futuro alejado de esa ciudad de peste, enfermedad y paro. Y Marten sería una figura fundamental en esa inversión.

Había anochecido, las murallas de la ciudad habían cerrado sus puertas y la tenue luz de las farolas apenas iluminaba el paso de Hendrick; aunque poco importaba, había recorrido el camino a la posada del Asno Ciego miles de veces y era perfectamente capaz de recorrerlo a ciegas. Se había aseado un poco y vestía su mejor camisa; ante todo quería evitar que el gordo viera su desesperación, y un hombre elegante casi nunca aparenta estar deseperado. Miró hacia lo alto. La silueta de la luna en cuarto creciente se recortaba en el cielo como una sonrisa inquietante, que, sabedora de su destino, se riese de él con malicia. No quedaba mucho para la luna llena, pero esa noche, el pintor no se amedrentaría ante nada ni ante nadie. Sabía muy bien lo que se estaba jugando, ya que la traición a la empresa no sólo suponía la falta total del pago. Llegado el momento, ese sería el menor de sus problemas.

Una vez en la puerta de la taberna respiró hondo y entró con aire decidido, buscando a su nuevo socio con la vista. Y allí lo encontró, en su mesa preferida, rodeado de jarras de cerveza que ya había tenido tiempo de despachar. El bueno de Marten le estaba ahorrando trabajo. Sonrió para sí y se acercó a él.

¿Qué hay, Marten? ¿Cómo te trata la vida? — El gordo interrumpió su conversación y levantó la vista hacia el pelirrojo, que lo miraba sonriente.
No me apetece aguantar tu malhumor, Hendrick. Por favor, permíteme terminar mi agradable charla con este amigo —y, acto seguido, volvió la vista a su interlocutor, que continuaba allí sentado.
¡No me malinterpretes, hombre! El otro día estaba nervioso, quería terminar cuanto antes nuestra charla porque tenía una cita y quizá no fui muy amable contigo, pero hoy tengo algo importante que decirte que no te dejará indiferente, te lo prometo. Si me permites que me siente, claro está.

Marten lo miró con desconfianza, pero la curiosidad por saber lo que tenía que contarle era mayor que cualquier posible rencor, de modo que le hizo un gesto al otro para que los dejara solos, y Hendrick tomó asiento.

¡Una cerveza negra! Y otra jarra de cerveza blanca para el amigo, corre de mi cuenta. Gracias, señorita.
¡Vaya, Hendrick! Marten enarcó las cejas, sorprendido Creo que es la primera vez desde que te conozco que te permites semejante derroche de simpatía. ¿Quieres contarme qué es lo que te pasa? Algo no me huele bien en todo esto, te lo advierto.
No seas malpensado, amigo. Todos tenemos nuestros días y hoy, yo tengo el mío. Mi vida va a cambiar. Sí, estoy seguro de que hay algo mejor para mí y estoy a esto de conseguirlo dijo, y subrayó su entusiasmo golpeando la mesa con la palma de la mano.
¡Ja ja ja! el gordo reía con ganas ¿Es que se te ha aparecido un genio de la lámpara? ¿Cómo es que estás tan seguro de eso? ¡Si no tienes ni un céntimo ahorrado para pagarte una cerveza!
¿Lo ves? En eso te equivocas. Sí que tengo algo, aunque no lo suficiente, pero si me escuchas y si todo va bien, no seré yo el único que disponga de una pequeña fortuna para soñar con una vida un poco mejor. No te hablo de cuentos de hadas, te lo aseguro, gordo. Esto es real, muy real, y te lo estoy ofreciendo porque confío en ti. No seas necio y no desperdicies esta oportunidad que te estoy brindando en bandeja.
Se te ve muy convencido Marten parecía empezar a dar crédito al pintor. Continúa, a ver si es verdad que esto que me ofreces es tan maravilloso.
Eres un hombre razonable, se nota a leguas, por eso acudo a ti, amigo mío.
Sí, sí. Ahórrate por favor la monserga y ve al grano, no tengo toda la noche.
Muy bien, escucha con atención, porque sólo te lo diré una vez. Este sitio está plagado de oídos fisgones. De antemano quisiera pedirte discreción, ya que es fundamental para la operación, ¿serás capaz de mantener la boca cerrada?
¿Por quién me has tomado? Sé diferenciar bien lo que se puede de lo que no se puede contar; y ahora dime de una vez, me tienes en ascuas.

Entonces Hendrick le relató su plan a Marten. Le habló de un contrabandista que había contactado con él hacía un par de días en el mercado. «Era un hombre alto de mirada sombría que se interesó sobremanera por mi pintura. Me pidió que le mostrara algunas de mis obras y me invitó a comer». Por supuesto, la versión era verdad sólo en parte, Hendrick sabía que el zapatero no colaboraría con él si se enteraba de que se había dedicado a la falsificación durante más de veinte años. Así que le contó que había llevado al hombre a su estudio y allí se entretuvo largo rato en inspeccionar su obra. Le gustaron especialmente tres de sus tablas, de temática y estilo similares, y le dijo que quería comprarlas.

¿Y por qué no te las compró en ese mismo momento, Hendrick? Algo no encaja en todo esto…
Es más complicado de lo que piensas, gordo. Ese tío es contrabandista, ¿entiendes? Su intención es vender las pinturas fuera de Flandes, haciéndolas pasar por obras auténticas de Hugo van der Goes. No puede salir tranquilamente de mi estudio con las pinturas bajo el brazo, sería peligroso. Es un alto cargo, ¡estamos hablando de una mafia, por el amor de Dios! ¡No me mires con esa cara de incredulidad! Me da la impresión de que quizá no esté hablando con la persona adecuada…
No digas eso, amigo, no se apresuró a rectificar Marten. Ya sabes que yo de arte entiendo más bien poco… Además, no sé, me parece extraño, ¿cuál sería mi papel en todo esto?
Muy fácil. Esta clase de personas trabajan siempre con intermediarios. Lo hacen así, por seguridad. Y necesitan uno que actúe entre ellos y yo o, lo que es lo mismo, entre ellos y las pinturas. Algo que los distancie de la operación, de esa manera evitan relaciones directas. Ellos, a su vez, mandarán un intermediario. Sólo tendrás que entregar los cuadros en el momento y lugar pactados y recoger tu dinero. Y luego lo repartiremos. Punto y final. Y empezar a vivir bien, que lo merecemos, Marten, lo merecemos después de estar aguantando tantos años la miseria de esta ciudad.

Marten no parecía muy convencido. Se rascaba la barbilla, manchada por la sombra de una barba incipiente. Se pasó la mano por su pelo grasiento y pidió otra cerveza. Hendrick no decía nada, dejaba pensar a su «socio». Finalmente, el gordo se inclinó trabajosamente sobre la mesa y le susurró:

Hendrick hizo una pausa, no me fío de ti.
Y volvió a su cerveza. Se rio guasón y le dio un palmetazo en el culo a la posadera. Hendrick, por su parte, no le veía la gracia al asunto por ningún lado, pero no se dejó amedrentar. Ya había contado con esa reacción por parte de Marten, así que, tranquilamente se levantó y arrojó sobre la mesa un pequeño fajo de billetes. Era más de lo que un zapatero podía ganar en dos meses.
Y esto es tan sólo un pequeño anticipo de lo que te ofrezco.
Y, sin más, salió de la posada dignamente, con el paso firme y saludando con la cabeza a los conocidos bebedores habituales. El gordo lo alcanzó en la calle, cuando doblaba la esquina camino de su casa.
¡Espera! ¡Espérame, Hendrick! Quizá me haya precipitado, pero es que no me gusta nada andar metido en historias con contrabandistas. Ya sabes que tengo mis trapicheos, pero lo mío es otra cosa, nada serio, lo entiendes, ¿no? Un poco de opio por aquí, alguna partida de carne de buey por allá, cosas que uno escucha y que sabe a quién vender… Me ayuda a sobrevivir y lo llevo bien, discretamente. Tengo mi mercado y no sé si esto será demasiado arriesgado. Son palabras mayores. Quisiera invitarte a un trago y hablarlo con más detenimiento.
Estaba seguro de que sabrías lo que te conviene. Vayamos a mi estudio, deja que sea yo el que te invite, ya me procuré una botella para celebrar nuestra asociación.

Una vez en el apartamento, los dos hombres, sentados sobre cajas de madera cuyo contenido sólo Dios conocía, discutieron la operación hasta bien entrada la noche. Ante todo, Marten tenía que parecerle una persona de plena confianza a los contrabandistas, cosa que no presentaba problemas, en vista de la conocida labia que poseía el zapatero. Mientras se realizaba la entrega, que sería la próxima noche de luna llena, a la media noche exacta, en el puente de Ezel, junto a la plaza de Saint Jakob, Hendrick esperaría en una habitación alquilada en la Grauwwerkerstraat, desde la cual se divisaba el puente. Así estaría seguro de que Marten no intentaba nada raro. Una vez en posesión del dinero, éste se dirigiría a la habitación donde esperaba Hendrick. Allí dividirían la ganancia en partes proporcionales: un 30 % le correspondería a Marten, mientras que el restante 70 % sería para Hendrick, ya que él era el que había realizado las pinturas y el que lo había puesto al corriente de la operación. El zapatero no puso ninguna pega; si cobraban lo que Hendrick le había dicho, no tendría que preocuparse de trabajar en una temporada. Sin embargo, lo que el pintor no le había contado, era que, en realidad, él no tenía pensado dividir ganancia alguna con el grasiento bebedor de cerveza. Los cuadros eran suyos, el contacto, suyo también, y no estaba dispuesto a sacrificar ni un céntimo después de haber estado malviviendo toda su vida ahora que tenía la oportunidad de cambiar su situación para siempre. Pretendía quedarse la suma completa, pero para conseguirlo tendría que drogar a Marten, cosa que, por otra parte, no parecía muy difícil, teniendo en cuenta su afición a la cerveza. Bastante le había dado ya con el anticipo salido de su propio bolsillo. Tan pronto como se hubiera deshecho de Marten, montaría un caballo alquilado que lo estaría esperando atado a las puertas de la ciudad, desde donde partiría rumbo Amberes sin perder tiempo en cuanto abrieran las murallas con el primer atisbo del alba. Para cuando el gordo despertara y diera la alarma, él ya se encontraría muy lejos, en un galeón de camino a España. Ése era su plan, arriesgado y peligroso, pero la ambición lo había cegado y ahora estaba dispuesto a todo. Acabada la noche, la charla y la botella, Marten dormía, completamente ebrio, con la cabeza apoyada contra la pared. Hendrick miraba por la ventana la silueta solitaria de la luna y, sin poder reprimir una sonrisa de triunfo, se dijo en silencio, «ya veremos quién ríe el último».