Hoy es uno de los días más felices de mi vida y, sin embargo, en lugar de vivir este momento como siempre había imaginado que lo haría, aquí estoy, sin poder sacarme de la cabeza el curso del año 99/2001...
No puede ser casualidad que, justo entrando al paritorio, nos hayamos cruzado con ella (¡hacía años que no la veía!), saliendo de dar a luz, con su criaturita en brazos. Me he sentido como el protagonista de una de esas películas sobre el efecto mariposa. ¡Zas! Un montón de imágenes han inundado mi cabeza como un bofetón de irrealidad que, sin embargo, me sigue pareciendo confusamente real. Ese niño que acaba de tener, ¿podría haber sido el mío? No puedo evitar sentirme culpable al pensar estas cosas mientras mi compañera descansa, exhausta, después del largo parto. Ha sido muy duro, pero lo ha hecho muy bien. Estoy muy orgulloso de ella; adoro a mi chica.
Y sin embargo, ¿te das cuenta? ¡También yo he tenido un niño! Podría haber sido una niña, pero no, es un niño. También. Como el suyo... ¿Se parecerán? ¡Qué bobadas estás pensando! ¡Cómo se van a parecer! Y lo cierto es que, seguramente, habría sido muy guapo. Nuestro hijo, quiero decir, el suyo y el mío...
Recuerdo el año de 2.º de bachillerato como si fuera ayer. Tanto que se habla sobre el primer amor y todo lo que se dice es poco. Cómo marca, cómo te hace sentir, levitando a tres palmos del suelo. Sé que es un tópico, pero es que es así. En mi caso fue así.
Lucía. Tenía nombre de canción y la sonrisa más bonita de todo el instituto. Por supuesto, yo ni me lo había planteado, esa chica estaba a mil años luz de mis posibilidades. Era agradable conmigo y me saludaba por los pasillos pero yo, a decir verdad, no pensaba mucho en ella; ni en ella ni en ninguna otra. En esa época yo estaba plenamente volcado en mi sueño: iba a convertirme en un futbolista profesional y tenía que demostrar que estaba a la altura. Así que, entre los estudios y el duro entrenamiento, me quedaba poco tiempo para pensar en enamorarme.
No sé bien cómo pasó pero, de algún modo, ella se las ingenió para pedirme unos apuntes y al salir de la biblioteca, acabamos pasando la tarde riendo y charlando, comiendo pipas en un parque. Me hipnotizó. Desde ese día solo pensaba en encontrar ratos libres para verla, entre las clases y los partidos. Me fascinaban su pelo, su sonrisa, su inteligencia, sus proyectos y, ¿por qué no decirlo? Su trasero... era perfecta, y se había fijado en mí. Yo actuaba con indiferencia y apenas si llegaba a proponerle una siguiente cita, mostrando el interés justo para que no desapareciera. Pura fachada. La inseguridad me asfixiaba; me aterraba que se diera cuenta de lo mucho que me importaba y que me rechazara. Pero ella, por increíble que me pudiera parecer, también estaba encantada conmigo y me regaló el mejor año de toda mi adolescencia.
Fue un año de encuentros fugaces en los pasillos y de besos robados en los rincones del patio, de paseos vespertinos hasta su casa y de escondernos notitas con tiernos mensajes en las mochilas. Un año de estudiar poco y de soñar mucho. De pronto, todas las canciones de amor que sonaban en la radio hablaban de mí y, por primera vez, empecé a pensar en términos de "nosotros", en lugar de "yo". Me despertaba pensando en verla y me dormía escuchando su risa en la cabeza... mi futuro solo tenía sentido si ella me acompañaba.
Pero el verano llegó y ella se marchó con sus padres a la playa. Y yo me fui al pueblo. Dos meses es mucho tiempo para un adolescente. Y en septiembre empezamos la universidad, en ciudades diferentes. Y, sin darnos cuenta, los tiempos se alargaron y las palabras se enfriaron. Los mensajes siempre tardaban más en llegar y cada vez eran más breves. La distancia entre nosotros, creció. Creció tanto que dejé de soñar con ella y volví a pensar en singular. Los castillos de naipes que habíamos construido se desmoronaron y se cubrieron de polvo, olvidados en un rincón perdido de la memoria. Hasta hoy.
Hoy, de pronto, todo eso vuelve a parecerme confusamente real. Ella y yo caminando juntos, con nuestros proyectos y nuestro hijo...
Más me vale despertar.
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