Annetje estaba cansada de esperar. Abuela no llegaba y estaba
empezando a oscurecer. Se le ocurrió que quizá estaría en casa, con Madre, y
que ella estaba esperando en el lugar equivocado, pero justo cuando se ponía en
pie para irse, vio a la anciana caminando calle abajo hacia ella. ¡Por fin! Se
alegró mucho de verla, llevaba todo el día sola, algo a lo que no estaba muy
acostumbrada. Además, tenía hambre y seguía mojada. Seguro que Abuela la
arroparía en una toalla calentita y la dejaría dormir esa noche con ella. Sin
embargo, cuando la señora llegó hasta el portal intentó abrir la puerta sin
mirar siquiera a la chiquilla que temblaba a sus pies. Con un ademán la empujó
a un lado para hacerse paso y poder entrar a la casa. La niña no daba crédito,
no sabía qué podía pasarle a su abuelita. Quizá no se había dado cuenta de que
era ella y la había confundido con una de esas niñas que mendigaban restos de pan
duro por las casas.
- ¡Abuela!
¡Abuela, soy yo, Annetje! Estaba esperándote, Madre no está en casa y no hay
nada de comer allí. Pensé que estaría con usted y por eso las estuve esperando
aquí toda la mañana. Tengo frío, Abuela -la pequeña ahogó un sollozo al ver los
ojos fríos y distantes con los que aquella señora a la miraba.
- ¡No me llames así, niña!
-respondió ésta con tono duro- Ya no eres nada mío, puesto que aquello que nos
unía ahora está muerto. Puedes pasar ahora y secarte, quizá quede en la alacena
algo de pan de ayer, pero no esperes tomar nada caliente en mi casa. Ya no. Y
no pienses que pueda estar con tu madre, esa bruja que no siente respeto por
los muertos ni por nada. Supongo que ya lo sabrás, han profanado la tumba de
Pieter, mi hijo amado, y estoy segura de que esa malnacida tiene mucho que ver.
Siempre ha sido una mujer muy rara. Yo no tengo nada que ver con brujas, y
mucho menos con hijas de brujas, aprendices de las artes negras e innombrables.
Pero hoy tendré compasión de ti; después de todo, la compasión es una virtud
cristiana. Pasa, niña.
La chiquilla no entendió muy bien todo lo que la mujer había dicho.
Sin embargo, lo más importante le había quedado bien clarito: a partir de ese
momento, Annetje dejó de tener abuela. No hubo más flores en la mesa de la
cocina ni más sopa de pescado y no volvió a probar las deliciosas galletas
caseras de su abuelita, porque ya nada las unía. Ya dentro de la casa se secó
con un paño frío y áspero que la mujer le dejó y comió un trozo de pan duro,
sentada en un incómodo taburete en una esquina de la cocina, mientras su
antigua abuela preparaba una suculenta sopa de col. Olía muy bien, así que la
pequeña cerró sus preciosos ojos para imaginar que los bocados de pan eran en
realidad cucharadas calientes de la riquísima sopa.
Le resultaba sorprendente cómo unas palabras poco amables podían acabar de un
plumazo con un amor de toda la vida, cómo podían convertir en una extraña a una
de las personas más cercanas para ella. Había perdido mucho en pocas horas,
pero, a pesar de eso, Annetje no derramó ni una sola lágrima en el tiempo que
estuvo esa última tarde en casa de su abuela, comiendo pan. Apenas hubo
terminado de comer, la abuela, aquella mujer hostil, la echó de su casa, no sin
antes recordarle que no volviera por allí, ya que no le abriría la puerta. «Lo
mismo te digo también con respecto a la bruja de tu madre». Así que la niña de
los ojos grandes se alejó calle arriba en busca de su casa, mirando triste al
suelo; llorando, ahora sí. Pasó junto a Sant-Jans Nepomucenus, al que no dedicó
ni siquiera una mirada de reproche, siguió caminando triste, sin pensar, deseando
acostarse en su camita, bajo las cálidas mantas. Aquel día, la ciudad de Brujas
se convirtió para ella en un lugar sombrío y extraño. Le parecía que su lugar
entre aquellas casas había desaparecido, haciéndola sentir ajena, una
extranjera en su propio hogar, entre su propia gente.
Llegó a casa tarde, ya era de noche, pero, por una vez, la pequeña no
pensó en los duendes del desván. Ese día, eso no le preocupaba en absoluto.
Llamó a la puerta y, por un momento, temió que Madre no estuviera y no saliera
a abrirle. Por suerte, eso no ocurrió. Madre abrió la puerta y la miró como
quien mira a un desconocido. Después de un momento, reaccionó.
- ¡Ah! Eres tú. ¿Dónde estabas? Te
he estado esperando para comer. Supongo que ya habrás comido algo, ¿no?
-mientras hablaba, la mujer se había adentrado en la casa y subía las escaleras
al desván-. Mira hija, tengo mucho que hacer, sírvete sopa, que tendrás hambre.
¿Dónde has estado todo el día? Sí, seguro que comiste algo por ahí. ¡La sopa se
va a enfriar! Seguro que ya estará fría. Come algo, hija, estás muy delgada…
El diálogo de Margrietje no tenía mucho sentido, eran palabras
arrojadas al aire tal y como se iban agolpando en su confusa mente. Annetje
quería hablar con ella, contarle lo que Abuela le había dicho y preguntarle por qué ahora la llamaba bruja y no quería que la visitaran más. Pero su madre
no le dio opción; con la última frase cerraba ya la puerta del desván y la niña
oyó cómo cerraba con llave desde el interior, impidiendo así cualquier posible
intento por su parte de acceder a ella. Se sentía muy confusa, pero le apetecía
algo caliente, por lo que se dirigió a la cocina y se sirvió un tazón de sopa.
Después de comer se sintió un poco mejor. Hacía rato que había dejado de
llorar. Limpió su tazón y fue al dormitorio a ponerse el camisón. Su vestido ya
estaba seco, pero el frío de ese día se había instalado cerquita de su corazón
y la había calado hasta el tuétano de los huesos. Pasó frío el resto de su
vida, sin que mantas ni abrigos lo pudieran aliviar.
Con el último rayo de lucidez que precede al sueño más profundo,
Annetje notó, inquieta, que algo no iba bien. Algo había cambiado en su casa,
había algo diferente. Su corazón latía apresuradamente y un sudor frío le
empapaba la frente. No tenía fiebre, lo que le provocaba aquella reacción en su
cuerpo era miedo. La chica se incorporó en la cama. Madre no estaba acostada y,
sin embargo, no era eso lo que la hacía temblar. Encendió un cabo de vela que
reposaba en la mesita de noche, junto a la Biblia de Madre. Antes siempre le
leía algún fragmento antes de dormir para que los angelitos la guiasen en el
mundo de los sueños y la ayudaran a esquivar las pesadillas. La luz tenue de
la vela le descubrió un cuarto tenebroso. Las formas cambiaban con la luz, la
ondulación de la llama hacía aparecer y desaparecer sombras amenazantes en los
rincones, tras el armario, bajo la cama. Intentó pensar; no era la luz de la
vela lo que le daba miedo, tampoco el armario lleno de duendes. Estaba allí,
igual que las demás noches de su vida. No era la sensación de estar durmiendo
sola en la casa vieja y quejumbrosa, con sus vigas chirriantes y el viento
silbando allá fuera. Tampoco era el sonido de las gotas de lluvia golpeando
contra la ventana, como si alguien llamase desde fuera, intentando convencerla
para que abriera. No era nada de eso. Poco a poco se fue tranquilizando, pero
cuando se dispuso a cerrar los ojos y apagar la vela, la evidencia de lo que
estaba sucediendo la golpeó con fuerza en la cara. ¡Era el olor! Ese olor
profundo y dulzón que estaba en todas partes y parecía no tener una procedencia
concreta. Ese olor que había sentido al entrar, pero al que hasta el momento no
había querido hacer caso. Ese olor a tierra húmeda y a carne podrida que se
metía en la nariz y allí se quedaba, junto al frío crónico que, terco, se negaba
a abandonarla. Por más que se tapó el rostro con las mantas no consiguió que ese horrible hedor se despegara de sus fosas nasales. ¿Qué sería aquello? Finalmente,
se durmió. Estaba agotada.
A la mañana siguiente despertó temprano, sintiéndose enferma. El olor
parecía haber remitido un poco, pero seguía allí, flotando en el aire. Llamó a
su madre, que acudió a ver qué sucedía. Al ver a la niña ardiendo de fiebre le
trajo un vaso de agua, le preparó una infusión y le colocó sobre la frente un
paño húmedo y frío. Annetje se sintió mucho mejor porque su madre no estaba
rara, como el día anterior. «Seguro que también fue a ver a la abuela y estaba
confusa, como me pasó a mí». Se quedó en la cama todo el día, y todo el día estuvo
Margrietje pendiente de la niña, cambiándole el paño de la frente y llevándole
de beber para que no se deshidratara. Durmió mucho y descansó. No pensó en nada
e incluso tuvo bellos sueños. Por unas horas olvidó todo lo que había sucedido
durante el último día y medio. A última hora de la tarde se levantó. Se había
despertado de una larga siesta que se había alargado desde el mediodía. Había
sudado la fiebre y ahora se encontraba mejor, aunque las sábanas de su cama
estaban empapadas. Fue a la cocina a buscar a su madre para pedirle ropa de
cama limpia, pero no estaba allí. El hogar estaba encendido y la habitación
estaba caldeada. Sobre la lumbre, un perol lleno de col y calabaza. Se sirvió
un tazón, pues ahora que se encontraba mejor le había dado hambre. Se sentó a
la mesa, en su taburete alto de niña. El mantel de cuadros estaba puesto,
observó complacida. Las cosas eran casi como antes del accidente de padre.
Comió tranquila y sin prisas, mojando sopas de pan en el caldo, balanceando las
piernecitas, que no alcanzaban el suelo. En esas estaba cuando oyó un ruido que
provenía del desván. Se asustó, nunca había oído a los duendes haciendo tanto
ruido, y mucho menos de día. El sol todavía no se había ocultado del todo en el
horizonte. La puerta de arriba se abrió, oyó claramente cómo la llave giraba en
la cerradura lentamente, casi con sigilo. Luego, el chirriar de las bisagras
oxidadas y el golpe de la puerta al cerrarse. De nuevo, la llave en la
cerradura. Clac, clac. Pasos en la escalera, bajaban despacio, intentando no
hacer ruido. La niña se ocultó bajo la mesa, pero olvidó el tazón y el pan
sobre la mesa. Apartando un poco el mantel pudo ver las piernas de su madre
acercarse a la mesa maldiciendo. «¡Maldita niña, se ha comido todo lo que tenía
apartado! ¿Es que todo lo que le he llevado a lo largo del día no le parece
suficiente? Tendré que empezar a tener más cuidado, la sopa es un bocado jugoso
y esta pequeña tragona aprovecha cualquier ocasión para hacerla desaparecer.
¡Hasta el pan se ha comido!». Annetje estaba totalmente confusa. ¿Para quién
era entonces la sopa, si no para ella? ¿Por qué su madre hablaba de esa manera
sobre ella? No sabía lo que estaba pasando, pero su instinto le dijo que no
saliera de su escondite. Oyó como Margrietje trasteaba en la cocina, ruido de
platos, de sopa servida, de pasos alejándose escalera arriba.
La pequeña no podía entender por qué su madre había decidido alejarse
de todo, encerrada bajo llave en el polvoriento desván de la vivienda. Salió de
debajo de la mesa y descubrió lo que estaba temiendo: su tazón a medio terminar
y su pedazo de pan habían desaparecido, así como el perol lleno de sopa. ¡Y
ella que había dejado los deliciosos trozos de calabaza para el final! Ahora no
podría comerlos. Estaba furiosa, en todo el día sólo había tomado infusión de
hierbas para la fiebre y agua fresca. Y encima no podría terminar de comer lo
que había empezado con tanta ansiedad. Se metió en el dormitorio, no sabía qué
hacer. Había decidido, ya antes de pensarlo siquiera, que no subiría al desván a
llamar a madre. Estaba claro que si se encerraba allí era porque no quería
verla. ¡Pero ella seguía enferma! Aún no había remitido la fiebre y comenzaba a
tener frío. Comprobó, aliviada, que el sudor de sus sábanas se había secado,
así que al menos podría dormir a gusto. Volvió a la cocina, se oían ruidos en
el desván. Tomó el frasco de hierbas y se preparó una infusión. No le gustaba
nada su sabor, pero, aunque era pequeña, sabía que era lo mejor para curar su
fiebre. La tomó calentita, sentada en la cama a la luz de la vela, mientras
observaba con la mente en blanco las formas caprichosas con las que la tenue
luz titilante transformaba los objetos de la habitación. Ya no tenía hambre,
pero se sentía sola, sola en esa pequeña casa, a pesar de no estarlo. Cuando
apagó la vela y apoyó la cabeza sobre la almohada se dio cuenta de que tenía
las mejillas mojadas. Llevaba un buen rato llorando.
Apenas entraba luz por la ventana cuando despertó al día siguiente y
pudo comprobar con satisfacción que se encontraba recuperada del todo. Decidió
ir a la parroquia. Se abrigó bien, con gorro de lana, bufanda, guantes y su
abrigo rojo de invierno; no quería ponerse mala de nuevo. Los problemas
vinieron al intentar peinarse; ella sola no era capaz de trenzarse el pelo, así
que al final se hizo dos coletas, una a cada lado de la cabeza y a diferentes
alturas. No comió nada, pues no encontró nada. El lechero ya había dejado la
leche en la puerta y alguien se había encargado de quitarla de allí. Si había
sido madre, desde luego no la había puesto a calentar como cada mañana para
preparar el desayuno, ni tampoco la había guardado en la alacena. Se tomó dos
vasos de agua que le dieron más hambre incluso de la que ya tenía y salió a la
calle sin preguntarse dónde estaría madre, pues estaba segura de que se
encerraba arriba con la comida, aunque no tenía ni idea de dónde le venía a su
madre esa repentina ansia por devorarlo todo. Una vez en la calle, Annetje
anduvo con rapidez el corto camino a la parroquia, pues el reloj de la Belfry
ya había tocado las ocho de la mañana y el cura no permitía retrasos. Llegó justo cuando entraban los últimos niños.
El cura la miró sin decir nada, estaba al tanto de lo sucedido en su
familia, así que no la recriminó por haber faltado varios días seguidos.
Repartió las Biblias entre los niños, una para cada dos, y comenzó la lección.
Annetje todavía no era buena lectora y siguió a duras penas la clase. En varias ocasiones pidió al niño que se sentaba a su lado que le
echase una mano, pero éste la ignoraba. Finalmente, se volvió hacia ella y le
dijo:
- Lo siento, no puedo hablar
contigo. Mi madre no me deja hablar con una bruja. Deberías sentarte junto a
otro niño.
Y, acto seguido, se levantó y se cambió de banco. Annetje se quedó
sola mirando el libro, sin entender lo que había pasado. Abuela también la
había llamado bruja. Tendría que preguntarle a Madre lo que estaba ocurriendo.
A lo largo del día, ninguno de los niños quiso sentarse a su lado ni jugar con
ella durante el descanso del mediodía. Ni siquiera sus amigas, con las que
tantas veces había ido a explorar la ciudad. Tampoco quisieron darle un pedazo
de su almuerzo cuando les explicó que su madre estaba enferma y no había podido
prepararle nada. «Tu madre no está enferma, tu madre es una bruja, ¡y tú
también!». La niña estaba cada vez más desorientada, no podía entender lo que ocurría
a su alrededor. De repente, era como si todos a quienes conocía hubiesen
perdido el juicio.
Estaba deseando llegar a casa y sentirse segura, lejos de las miradas
hostiles de los niños y el cura. ¿Qué diantres les pasaría a todos? Por fin
llegó a su calle y, un momento después, ya estaba ante su portal. Subió
corriendo las escaleras, deseosa de contarle a su madre lo que le había pasado.
Llamó impaciente a la puerta, pero nadie salió a abrirle. Llamó y llamó,
angustiada. Tenía un nudo en la garganta, no quería quedarse en aquel rellano a
pasar la noche. Volvió a notar el olor a podrido que se deslizaba bajo la
puerta buscando la calle, escaleras abajo. Ya no podía más y su frustración y
su rabia se manifestaron en llantos, gritos y fuertes golpes en la puerta. Vio
como la vecina de abajo, una anciana que malvivía pobremente de la artesanía
del encaje entreabría la puerta para mirar con curiosidad la escena que acontecía
en el piso de arriba. Pero a la niña no le importó y siguió gritando para que
su madre le abriera. Al final, Margrietje bajó a abrir, enfadada. La miró con
ira y desaprobación y le ordenó que cerrase la boca o no entraría nunca más a
aquella casa.
- ¿Quién te crees que eres para
llegar avasallando de esa manera? ¿Te parece bonito crear semejante
espectáculo? ¿Qué reputación crees que nos da esta actitud? No tienes derecho a
llamar así a mi casa, ¿has entendido? Métete en la cama porque hoy no habrá
cena para ti.
Dicho esto, la mujer subió las escaleras del desván y se encerró allí
como cada día desde que sucediera lo de padre. Annetje seguía llorando, pero
ahora el llanto se había convertido más en un sollozo. Sentía los ojos
hinchados y rojos y le dolía el estómago. Cuando escuchó la llave cerrando la
puerta del desván agarró la vela del dormitorio y se adentró en la cocina en
busca de algo que se pudiese comer. Había registrado todos los lugares posibles
de la cocina y sólo había encontrado un poco de harina en un tarro de cerámica.
No había nada que hacer, así que bebió mucha agua para llenarse el estómago,
que le dolía mucho. De ese modo nunca se iba a poner buena del todo. Y además, estaba el olor, que hoy era mucho más intenso que ayer. No sabía de dónde provenía ni
por qué había aparecido en ese momento en el que todo andaba mal, pero no conseguía dejar de pensar en él. Parecía que
todos los elementos de su reducido mundo se hubiesen aliado en su contra. Hasta
el olor de la cocina a sopas y especias que tanto le gustaba se había
transformado en esos días en un fétido hedor a podredumbre y tierra quemada, a
tinieblas y a soledad. Nunca antes se había sentido tan sola y tan miserable.
Le vino una arcada y corrió a la habitación en busca del orinal. Vomitó sin
vomitar nada, su vacío estómago no tenía nada que expulsar. Esa noche durmió
mal, tuvo pesadillas con niños que le arrojaban piedras mientras cantaban a
coro: «¡Bruja, de bruja naciste y bruja morirás!». Soñó que tenía hambre y que
todos los alimentos que encontraba estaban podridos y despedían ese asqueroso
olor que se había instalado en su casa. Al día siguiente, despertó empapada en
un sudor febril.