De
esos que arrancan cuando suena el despertador y aún es de noche, pero ya
empieza a clarear. Y empieza, también, a refrescar, aunque solo lo justo como
para que apetezca acurrucarse bajo la colcha, sin que llegue a costar mucho
trabajo salir de la cama. Esos días de principios de otoño en los que el viento
trae hasta la ciudad el frío de las montañas y buscas en el armario alguna chaqueta
que echarte sobre los brazos desnudos.
Esos
días empiezan también con dos gatitos buscando mis manos sobre la cama, en la
oscuridad del dormitorio. Con caricias adormiladas en sus cabezas peludas y sus
pequeños cuerpos abriéndose paso sobre el mío, sin importarles dónde pisan. Junto
al ronroneo incesante, bajo la cama se oyen ya los golpes contra el suelo de
una cola canina que se alegra de oír que estoy despierta. No tardaré en notar el
húmedo hocico asomándose al borde de la cama, él también buscando mis tan adoradas
manos dispensadoras de caricias.
Los
días así transcurren tranquilos, entre traducciones y apuntes, tras un agradable
paseo por el bosquecillo de la Alhambra o los jardines del paseo de la Bomba. Con
una breve siesta después de comer y mensajes de audio para las que están lejos.
Al trabajo le sigue otro paseo, esta vez más largo y siempre acompañada de
Roque, para continuar con unas risas y unas cervezas con tapa de sushi o unos bloques
con los amigos, también coronados con una cerveza.
Así,
los buenos días acaban igual que empiezan: conmigo acurrucada bajo una colcha blanca,
flanqueada por dos gatos y custodiada por mi perro guardián, que vela mis
sueños bajo la cama.
—¿Y qué hay de los días que te despiertas conmigo?
—Pero, cariño, yo hablaba de los buenos días. Esos días son los mejores.