Abro los ojos y noto que estoy sola. Claro, no está Jesús. Tuvo que irse ayer. Pero, aún así, es raro. Me incorporo un poco y miro hacia los pies de la cama. Nada. Allí tampoco. Me quedo así, tumbada, con los ojos abiertos, pensando. Es el último día del mes de abril y con él se marchan también las lluvias. Lo sé por la luz que se cuela entre las rendijas de la persiana, más limpia y clara que los días anteriores. Va a hacer sol.
Recuerdo entonces la mañana en la que murió mi
padre. Y no siento tristeza, ni angustia. Solo imágenes en mi mente. Imágenes que
vienen y se van.
Al cabo de un rato, Eddie siente que estoy
despierta y se acerca, maullando bajito. Detrás de él oigo otras pisadas,
amortiguadas y torpes. Y oigo también cómo alguien salta al baúl de mimbre que
está a los pies de mi cama. No me hace falta mirar para saber que se trata de
Micho. Pero me incorporo, porque quiero verlo. No quiero dejar de verlo. Eddie
ya está sentado en la cama, pero él es más sigiloso, ni lo he notado subir.
Llamo despacio a Micho, siseando con la lengua,
haciéndole gestos con los dedos. Como se llama a los gatos. Me mira con los
ojos entrecerrados y salta a la cama. Se acerca unos pasos y se detiene. Ha
llegado justo al hueco que forman mis piernas arqueadas y allí se queda
agazapado, como si le fallasen las fuerzas. Entonces entra Roque, como un
remolino, golpeándolo todo a su paso con la cola. Y Micho parece asustarse.
No sé cuánto tiempo estoy así. Esta mañana todo
parece funcionar a ralentí. Como en una película de slow motion. Pero, en algún momento, salgo de la cama. Preparo el
desayuno. Recojo el lavavajillas. Desayuno. Recojo el desayuno. Limpio el
arenero. Barro. Pongo de comer a las fieras. Y empiezo a vestirme.
Plantada delante del armario, dudo sobre qué
ponerme. ¿Falda o pantalón? ¿Camisa o jersey? Tardo un rato en darme cuenta de
lo que estoy haciendo y vuelvo a pensar en el día en que enterraron a mi padre.
¿Qué me puse ese día? No consigo recordarlo. Seguramente no vestí de negro.
Tenía poca ropa negra por aquel entonces. Creo que empecé a comprarla más
tarde.
Al final, me decido por un pantalón chino,
color camel. Quiero vestir colores claros; el día es primaveral. Y hace sol.
Encuentro la camiseta al segundo intento. Tras descartar una beige con motas de
colores opto por una blanca, lisa, de manga corta. ¿Y encima? Me gusta la
rebeca beige de gruesa lana y punto de ochos, con botones de falso carey. Pero
temo que sea demasiado invernal. Pruebo entonces con una camisa vaquera de
color negro lavado, pero es demasiado oscura. Lo intento con una azul.
Demasiado vulgar. Será, por fin, la rebeca de lana gruesa.
Para los pies escojo unos calcetines nuevos,
también beige, de canalé, que compré porque me recordaban a los que estrenaba cada
Domingo de Ramos. Se verán bien con los zapatos planos de piel marrón natural,
con tiras desde el empeine hasta el tobillo. El espejo me devuelve una imagen
satisfactoria y me preparo para salir. Pero Micho me mira inmóvil desde la cama
y me tumbo a su lado. ¿O eso fue antes? Recuerdo la mañana en la que me tumbé
al lado de mi padre hasta que llegó la ambulancia. Ese día el tiempo también
parecía ir más despacio de lo normal.
Salgo entonces a la calle con Roque y observo que, sin proponérmelo, vestimos a juego. Bajamos hasta el parque de la cuesta. Me dijo Jesús que antes del parque hubo aquí un cuartel abandonado. ¿Era un cuartel? Cruzo al descampado por el agujero de la valla. «Siempre hay un agujero en la valla». Y si alguna vez lo arreglan, no hay que esperar más de 24 horas para que reaparezca. Roque va directo al otro lado, al otro descampado que se extiende al cruzar una enorme puerta de hierro que siempre está abierta. Hay muchos grafitis ahí. Cada día más. Y observo que hoy hay algunos nuevos. Camino detrás de Roque sin pensar en nada —bueno, sí, pienso en estas líneas que escribiré más tarde—. Y descubro una senda entre la hierba alta que me lleva hasta la parte trasera del recinto. La tomo y me acerco por primera vez hasta allí, curiosa. Sin embargo, a raíz de cómo se desenvuelve, diría que no es la primera vez que Roque corretea por aquí. Y allí, en el muro del fondo, descubro el grafiti de lo que parece un gato —sí, es un gato— con alas y cuerpo de fantasma. Pero es naranja. Al mirarme los pies me doy cuenta de que el rocío me ha mojado los zapatos. Será mejor salir de aquí.
De regreso a casa el tiempo se acelera de
pronto. Casi es la hora. Rosa me llama, que está aparcando. Minutos después
toca a mi puerta. Ya está todo listo. Con cuidado, tomo a Micho en brazos y lo
meto en su trasportín. No se resiste. Lo cubro con un pareo y salimos. Eva nos espera abajo.
De un salto, atravesamos Molinos y llegamos a la clínica. Javi nos aguarda y
nos hace pasar en el acto. Se nos une María. Hacemos un breve repaso. Que no
está bien. Que, de hecho, cada hora que pasa está peor. Que no quiere comer. Ni
beber. Que está débil. Que no tiene sentido hacerle el análisis de sangre. Que
es irreversible. Que no, que no se lo hacemos. Que va a ser rápido. Que lo van
preparando todo.
Vértigo. Tengo a Micho en brazos; todavía está
entre mis brazos. Vértigo. No pesa nada, ha perdido tanto peso. María me pide
amablemente que se lo deje, que a mí me da impresión. Le abren la vía. No veo
nada. Son las lágrimas; pido papel. Trato de calmarme y vuelvo a su lado. Lo
abrazo. Eva me abraza a mí. Javi me explica. Primero la sedación. Va a ser
rápido. Y vaya si lo es. Le susurro que estoy con él. En cuestión de segundos
se queda dormido. Rompo a llorar. Ahora viene Rosa. Y la anestesia. Y yo
insisto: «estoy contigo». Pero ya no me oye. Pero yo no lo suelto. Y llega la
tercera inyección. La última. Y lo tengo entre mis manos. Y le acaricio la
frente. Como le gusta. Estoy contigo. Estoy contigo. Estoy contigo. Y lo beso
antes de salir.
Salimos de la clínica y el tiempo, de nuevo,
desacelera. Con el trasportín vacío en una mano y un vacío aún más grande en el
alma decido tomarme un café con mis amigas. El día que murió mi padre también
tomé café y me reí con mis amigas. Antes de volver a casa, pasamos por la
floristería y Rosa me regala una pequeña planta de hojas rosadas, en macetero
blanco. Tenía que ser blanco.
Ya subo la escalera hasta el tercer piso, infinitamente
más sola de lo que la bajé hace una hora, pero también más tranquila. Micho
duerme en paz y yo he estado con él.