Digan lo que digan, no es fácil cambiar de párrafo.
Empiezo siempre a escribir con muchas ganas, entregada. Dispuesta a todo, afronto
la página en blanco con la cabeza llena de ideas, entusiasmada, pensando en las
hermosas palabras que se irán desgranando de la pluma. Se diría que soy una
fuente inagotable de creatividad. Una nueva historia por delante: ¡Ah! ¡Qué
sensación tan maravillosa! Me tiene todo el día ocupada, con una sonrisa boba
en la cara, los ojos brillantes y la mente bulliciosa, ella siempre un paso por
delante. Y entonces, en un momento dado, las palabras ya no fluyen como antes.
El motivo no es evidente, la historia parece que se me atraganta y yo, que soy
de naturaleza optimista, decido dejar la mente y la pluma reposar. Sin embargo,
ya ha empezado. Y poco a poco, cada vez que intento retomar la escritura, las
ideas se retuercen y se entrelazan, confusas, opacas, y el estilo se complica,
sin conseguir construir ese puente entre el papel y el lector ni transmitir
todo lo que veo, siento, pienso, deseo, anhelo. Atrás quedó la ligereza inicial,
las frases son ahora cada vez más complejas y lo que antes sonase fresco y
sencillo se ha convertido en interminables subordinadas que derivan, a su vez,
en sub-subordinadas que exasperan y confunden, en mis intentos desesperados por
hacerme entender, por explicarme, cuando no consigo sino arañar la superficie
del papel y solo me falta gritar, hasta dejarme prácticamente agotada, sin
aliento. Y entonces, tras muchas noches sin dormir, recupero la lucidez. Mi
mente se despeja; está clarísimo. Solo hace falta poner un punto y aparte.
Y abordar nuevas ideas.