Mi
amigo Antonio le dice con frecuencia a su pareja: “Bésame, que se nos escapa la
vida”. Y dejando a un lado la ternura de la situación, que siempre me hace
sonreír, lo cierto es que lo que dice no es ninguna tontería.
En
estos dos últimos meses, no es que no haya escrito; sí que lo he hecho, y
mucho. Pero he escrito para mí, he plasmado mis reflexiones en el papel, a la
antigua usanza, con un bolígrafo, en alguna de mis muchas de libretas. Y he
visto cómo el tiempo se escurría entre mis dedos, deprisa, tal y como pasa el
tiempo cuando se disfruta. Últimamente he adquirido una conciencia casi física
de lo efímeros que resultan los momentos buenos; y los malos, por ende. Aunque
se perciban de modo diferente. Curiosamente, esta nueva conciencia me permite
ser menos ansiosa ante la espera (por ejemplo, de un viaje), saborear mejor los
momentos dulces y relativizar los días grises.
Estos
meses han sido unos meses intensos, con varios viajes que han concluido con mi reciente
visita a Benahoare, como llamaban los aborígenes a la isla de La Palma; la Isla
Bonita. Ha sido mi primer viaje en solitario y una experiencia que aguardaba
con ilusión desde que empecé a planificarla en primavera. Curiosamente, y a
pesar de que sin ninguna duda han sido cinco días magníficos, allí el tiempo no
pasaba tan aprisa. Parecía suspendido entre el cielo y el océano, a medio
camino entre el mar de nubes que se acumulaba en las cumbres de la Caldera de
Taburiente y las costas pedregosas de la isla. Y experimenté la calma. El
deambular sin seguir una ruta programada, improvisando, contemplando. He tenido
tiempo para todo, menos para aburrirme. Se me da bien estar conmigo misma. Siempre me ha gustado tener una pequeña dosis diaria de soledad y aunque desde
hace un tiempo esa dosis dista mucho de ser pequeña, la sigo disfrutando igual.
Recuerdo que la última vez que visité a mi abuela, esta me dijo, como quien
confiesa algo malo, que disfrutaba mucho estando sola: “Yo me siento en mi
salita, con mi costura, un libro o la tele, y a menudo pienso que poca gente
habrá en el mundo que esté tan a gusto como me encuentro yo en este momento.” Hay que saber estar a solas con uno mismo; creo que sobra explicar por qué la adoro tanto.
Al
contrario de lo que algunos pensarán, en este viaje no he llegado a ningún
conocimiento profundo de mi ser, ni he tenido ninguna revelación trascendental.
He reflexionado, claro que sí, y he escrito, mucho más que en los últimos
meses, pero sobre todo he estado allí, presente en esos momentos y en esos
lugares, aprehendiéndolo todo con los ojos, las manos, el alma. Y aprendiendo.
Y deseando saber más. ¿Qué son estos árboles? ¿Por qué son distintos a un lado
y otro de la isla? ¿Cómo se llamará este pajarillo que me acompaña durante mi
ruta? Ya lo he visto en otros rincones… ¿Cuál es el nombre de todas estas
especies de cactus? ¿A qué se dedican los distintos telescopios del Roque de
los Muchachos? ¿Cómo puede
ser que no consiga encontrar a Casiopea? Claro que estamos más al sur, pero… Miro ahora la naturaleza como quien se asoma por la ventana a un fascinante
mundo que, si bien puede ver, apenas llega a tocar, a entender. Y vuelvo a ser
consciente de lo mucho que no sé, y eso me hace sentir pequeña. Y esa sensación
me reconforta, pues en mi insignificancia, estoy donde debo estar. Y desde ella
puedo seguir avanzando segura, y ahora reconozco al lagarto papazul, al
cernícalo o al pinzón canario. Y los tiles y los pinos canarios, y sé que la
isla por la que camino fue la penúltima del archipiélago en surgir del mar y
que las tierras del sur apenas tienen trescientos años, pues son resultado de
la erupción del volcán de San Antonio en el siglo XVII. Y que el telescopio que
visité se llama William Herschel en honor al astrónomo que descubrió Urano, ya bien
cumplidos los cuarenta y tras iniciarse en la disciplina a los treinta y cinco.
Ya ves… después de todo, aún tengo mucho tiempo por delante para aprender. Y
para hacer.
El
viaje finaliza en el sur, como no podía ser de otro modo, y mientras camino entre los conos y los campos de escoria volcánica que se extienden hasta el mar,
llega hasta mis manos la foto de un perrillo abandonado. Algo dentro de mí se
ha revuelto y no consigo sacármelo de la cabeza, como si hubiera estado destinado a suceder. Y decido que se quedará conmigo frente al Roque de Teneguía. Y decido,
también, que se llamará Roque.
El
tiempo pasa más despacio en Benahoare, el clima es más suave y las ideas fluyen
mejor, como contagiadas de su calma e impulsadas por los incesantes alisios.
Vuelvo con una libreta llena de notas, el cuerpo y el alma llenos de energía y un
nuevo compañero de alegrías.