(1)
Es una calurosa mañana de
verano de mediados de julio. Para huir del sofocante calor de la capital, nos
hemos escapado a unas piscinas naturales en la sierra. Por supuesto, no somos
los únicos que han tenido la misma idea y la orilla del río está salpicada de
toallas, neveras de playa y niños correteando. Tumbada bajo la sombra de unos
árboles, intento dormir la digestión del bocadillo.
A unos metros a mi derecha se
ha instalado un grupo de amigos de mediana edad con sus hijos. Llevan la casa a
cuestas, mesas, sillas, radios portátiles y todo tipo de juguetes hinchables, y
charlan animadamente. La conversación de dos mujeres llega hasta mis
adormilados oídos…
— Y eso, que ahí andaba yo
intentando darle la teta y el puñetero niño que nada, que no quería comer. Así que
le dije, pues no te preocupes, majo, que si tú no la quieres, ¡seguro que ya se la
come tu padre cuando llegue!
Las dos rompen a reír y, por
supuesto, yo también, aunque mentalmente. Ha tenido todo el arte, sí señor.
(2)
Diciembre, hace un frío de
tres pares; es uno de esos días en los que el invierno granaíno saca toda su
mala follá y dice aquí estoy yo. Avanzo deprisa por la calle Molinos, con los
hombros encogidos y la cara medio sepultada entre la bufanda y el gorro. A la
altura de la plaza del Realejo sobrepaso un grupo de tres hombres. Dos de
ellos, de aspecto elegante, visten abrigos de paño bajo los que entreveo sendos
trajes de chaqueta, probablemente confeccionados a medida. Pelo engominado y sus
complementos correspondientes: maletín, zapatos caros, toda la parafernalia.
Junto a ellos, el tercero en discordia tiene un aspecto más campechano,
vaqueros y chaquetón; su lenguaje corporal me incita a pensar que se siente un
poco amilanado ante los dos ejecutivos.
— Entonces, tú puedes ayudarme
a joder bien a una mujer, ¿no? — y los dos engominados se echan a reír.
— Pues, a decir verdad, es
algo que no responde a mis principios éticos… — a pesar de su postura en cierto
modo sumisa, el de los vaqueros me sorprende positivamente.
Menos mal que me ha
dado tiempo de escuchar la respuesta del abogado antes de seguir calle abajo,
porque incluso me he vuelto hacia ellos con un amago de insulto en los labios. Si
todos tuviésemos tan claro que a menudo es precisamente la gentuza la que viste
de traje…
(3)
Sábado por la mañana. Primavera.
Estoy de visita en casa de mi abuela y hemos salido temprano a la calle: tenía
ganas de invitarme a desayunar. Subimos caminando por la avenida de Granada
hasta llegar a la calle Navas de Tolosa. Allí está la famosa cafetería Colón, en
la que solíamos ir a merendar chocolate con churros cuando era pequeña. Sin
embargo, esa mañana no quiero chocolate con churros, prefiero unas tostadas con
aceite y tomate, y mi abuela, también. Mientras esperamos, oímos a las mujeres
de la mesa de al lado.
— Camarero, disculpe. ¿No
podría traernos una aceitera? ¡Con este paquetito no tenemos ni para empezar! —
se refiere a las porciones de aceite individuales que han empezado a servir a
raíz de la prohibición de utilizar aceiteras en los establecimientos hosteleros.
— Lo siento, señora, ahora se
sirven así. Si quiere otro se lo puedo traer, pero tendrá que pagar un
suplemento de diez céntimos.
Las señoras comienzan a
quejarse, ahora sí, en serio, pero ya no puedo oírlas, pues mi abuela se ha unido
a sus críticas y está contándome lo increíble que es que en un sitio como Jaén
pretendan cobrarte más por ponerle aceite a las tostadas. Porque a quién se le
ocurre que con ese cacharrito alguien pueda hacerse una tostada de aceite en
condiciones. ¡En Jaén! Por supuesto, esto le ha traído a la mente varias
anécdotas que, tras decidir buscar otro bar antes de llegar a pedir, me cuenta
animadamente mientras me coge del brazo. El sol empieza a calentar y yo estoy
encantada.
(4)
Vacaciones de Semana Santa. Como
a tantos otros españoles se nos ha ocurrido viajar a Londres aprovechando las
ofertas de Ryanair. Hoy toca Museo de Historia Natural y mi madre, mi
hermano y yo recorremos sus salas como colegiales emocionados. Nos hemos pasado
media mañana estudiando la historia de los homínidos y su evolución hasta el
ser humano moderno, y la otra media, la evolución y extinción de los
dinosaurios.
Después del bocata reglamentario
a nuestro mediodía español (las tres de la tarde), entramos a la galería de las
aves, una sección que, por motivos emocionales, me interesa especialmente. Hago
algunas fotos e intento memorizar un par de datos curiosos que, a pesar de todo,
ya he olvidado. Me detengo embelesada ante una vitrina llena de colibríes
disecados. Probablemente haya más de un centenar. Están representados en pleno
vuelo, suspendidos entre un atrezo de ramas, con su plumaje de brillantes
colores y las alas desplegadas. En esas estoy, intentando contar a simple vista
las especies que puedo distinguir (por sus colores y su forma, no se vayan ustedes a pensar, no soy ninguna experta en colibríes), cuando se acerca otro par de
españoles. Una chica adolescente señala la vitrina, exclamando:
— ¡Fíjate en esto!
El hombre que la acompaña y
que me atrevería a decir que es su padre, se para a su lado. Mira la vitrina
con gesto analítico, lo piensa un poco y dictamina:
— ¡Pájaros!
Desde luego, a este señor no se
le escapa una.
(5)
En esta ocasión estamos en
otoño y, una vez más, camino apresurada por los pasillos de la estación de
Atocha. Nada extraño, es una época en la que voy siempre con prisas y nunca tengo tiempo para nada. Salvo para trabajar. Una vez en el andén, me abro paso entre
los cansados viajeros que esperan con hastío ese último tren del día que los
llevará de regreso a casa. Calculo la altura apropiada y me preparo para ser
una de las primeras en subir al vagón que ya se detiene en la vía. ¡He vuelto a
acertar! Las puertas se abren ante mí y, mientras me aparto para dejar salir a
una marea de gente (¿tantas personas van al centro un miércoles cualquiera a
estas horas de la tarde?), llama mi atención la conversación de un par de
extraños que se miran con afecto.
— Estás estupenda, mírate,
estás estupenda. ¿Qué posibilidades había de cruzarnos?
— ¡Pero tú también estás
genial! Estás igual que el día aquel que…
Y aquí acaba, sin duda, una de
mis conversaciones robadas favoritas. ¿Que el día aquél, que qué? ¿Serán dos
antiguos amantes que acaban de encontrarse por casualidad en la abarrotada
ciudad de Madrid? ¿Qué pasó el día aquél que, por su sonrisa, recuerda con
tanto cariño? ¿Se despedirán en la puerta de la estación o irán a tomar una
cerveza para recordar viejos tiempos? Se me llega a pasar por la mente
seguirlos… pero, finalmente, subo al tren y dejo volar mi imaginación hasta
llegar a casa.
…
qué puedo decir… soy una voyeurista conversacional…